Autor: Michel Stavrou –
Fuente: Revista Id y Evangelizad nº 121
El autor argumenta que la acogida al emigrante no fue para los Padres de la Iglesia –ni debe serlo para nosotros como cristianos–, una simple prescripción moral, sino un acto central de la vida eclesial: el ‹‹sacramento del hermano››, como lo llamaba san Juan Crisóstomo. Michel Stavrou es profesor en el Instituto de teología ortodoxa Saint-Serge (París). Lo que sigue es un extracto de su intervención en el coloquio ecuménico celebrado por las Iglesias cristianas de Francia en el Instituto Católico de París el 11 de marzo de 2010.
¿Quiénes son los Padres de la Iglesia?
Los Padres de la Iglesia son unos testigos luminosos de la fe y de la vida cristiana, que nos ayudan en nuestro propio camino por su interpretación de la Escritura, sus palabras de vida y su ejemplo. Su contexto geo-histórico es el del Imperio romano de Oriente y de Occidente y se extiende por convención desde el s. II al VIII, aunque para los ortodoxos los Padres incluyen autoridades a nivel doctrinal, espiritual y moral de épocas posteriores, como pueden ser, por ejemplo, san Gregorio de Palamas, arzobispo de Tesalónica en el s. XIV, o san Filareto, metropolita de Moscú, en el s. XIX.
Las invasiones ‹‹bárbaras›› y el desafío de la evangelización
Querría evocar como introducción aquellas grandes migraciones militares de los siglos IV y V que se han denominado tradicionalmente ‹‹invasiones bárbaras››. Penetrando en Europa, nómadas asiáticos, conocidos como hunos, provocaron movimientos en cascada de pueblos tanto germánicos (visigodos, vándalos, suevos, etc.) como no germánicos (los alanos, nómadas de origen iraní) que desestabilizaron el Imperio romano. Si la parte oriental del Imperio –el futuro Imperio bizantino– consiguió resistir (hasta la conquista turca en 1453), no así su parte occidental, que fue reemplazada por una serie de reinos germánicos a lo largo del s. V.
Estas migraciones, especialmente desde la primera caída de Roma a manos de Alarico en el año 410, fueron vividas por los Padres de Occidente como el fin de un mundo. Ante la desaparición de las élites de la administración imperial, cada obispo se convirtió en su ciudad no solamente en un padre en la fe cristiana, sino también en un defensor de los valores de la romanidad.
Muchos de los Padres de la Iglesia, siguiendo el mandato evangélico de Mt 28, se esforzaron en evangelizar a los pueblos bárbaros que habían emigrado al centro del Imperio. Grandes obispos se esforzaron en tal sentido, buscando al mismo tiempo restablecer la pax romana. Por ejemplo, Nicetas de Remesiana (†414) evangelizó las regiones del Danubio y Paulino de Nola (†431) le escribía: ‹‹a través de ti, los bárbaros aprenden a celebrar el nombre de Cristo con un corazón romano››.
En una época posterior, desde el final del s. VI al s. VIII, se sabe que las tribus eslavas se instalaron muy pacíficamente en los Balcanes y especialmente en Grecia. La asimilación de los eslavos con la sociedad bizantina se hizo de manera progresiva y gracias al dinamismo de los misioneros bizantinos que llevaron a las élites eslavas a abrazar, con sus familias y súbditos, tanto la fe cristiana como los usos y costumbres del helenismo cristiano: cristianización equivalía entonces a asimilación con la romanidad bizantina.
Migraciones: un desafío constante
El período que va del s. V al s. IX es un periodo de migraciones incesantes debidas al hambre, la pobreza, la falta de empleo, las incursiones de bandas de ladrones, las guerras. Por las vías del Imperio romano circulaban, pues, todo tipo de viajeros: no solamente comerciantes, peregrinos o monjes, sino también ladrones o bandas de mercenarios, marginados, vagabundos y extranjeros, ya fuera solos o en grupos, que habían partido para buscar su sustento o un empleo.
El estatuto de extranjero permanecía unido al de migrante, independientemente del número de años transcurridos en el lugar de adopción. En nuestro contexto del s. XXI, marcado por el triunfo –en los dos siglos anteriores– de las ‹‹naciones››, creadoras de las identidades colectivas, tenemos dificultades para entender que bastaba emigrar de un pueblo a la capital de su propia provincia para adquirir el estatuto de xénos (extranjero, en griego), con la vulnerabilidad que ello implicaba. También hemos de procurar no idealizar la actitud de acogida de los extranjeros en la cristiandad latina o bizantina. Había en las poblaciones, cristianas o no, una desconfianza espontánea hacia el extranjero.
Ante el desafío que constituían los nuevos migrantes, la cuestión que nos planteamos es esta: ¿cómo reaccionó la Iglesia? ¿Cómo consideró el estatuto de tantas personas migrantes que tenían que sobrevivir, expulsadas por las guerras o por los saqueos, o aún peor por las hambrunas o las catástrofes naturales?
Es sabido que la hospitalidad era practicada mucho antes del advenimiento del cristianismo, especialmente en las comunidades judías y en la civilización nómada del Próximo Oriente, pero también en el mundo griego, que constituía la infraestructura cultural del imperio romano. Los cristianos retomaron esa tradición de la hospitalidad griega y, en menor medida, romana, pero dándole un sentido nuevo.
Los cristianos somos migrantes en este mundo.
Un mensaje central del Nuevo Testamento es que los cristianos deben estar en el mundo sin ser del mundo (Jn 17, 11-16), porque el mundo, objeto del amor de Dios, pero dominado por la ‹‹vanidad›› y la «frivolidad», es una realidad ambigua. El mundo no ha reconocido a su Creador que vino a visitarlo en la Encarnación: ‹‹él vino a los suyos pero los suyos no lo han recibido›› (Jn 1, 11). Jesucristo ha sido, pues, extranjero sobre la tierra: ‹‹el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza›› (Mt 8, 20). En la tradición rabínica, se encuentra la siguiente plegaria a Dios en labios del salmista: ‹‹tú eres como yo, un extranjero sobre la tierra y no tienes en ella… una morada para tu reposo››. Esto que es verdadero para Cristo vale igualmente para los cristianos, miembros de su cuerpo, la Iglesia, de la que Él es la cabeza. Como recalca el apóstol Pedro, los cristianos son ‹‹forasteros y extranjeros›› (parokoi kai parapidèmoi) (1Pe 2, 11). Como explica Clemente de Alejandría: ‹‹Son extranjeros aquellos para quienes los valores del mundo son extraños. Pues nosotros entendemos por mundanos a aquellos que ponen su esperanza en las cosas de la tierra y en los deseos carnales››.
La vida terrena del cristiano puede, en este sentido, ser vista con san Pablo como ‹‹un exilio lejos del Señor›› (2 Co 5,6). La Carta a Diogneto (un extraordinario texto cristiano del s. II) retoma este tema con vigor: los cristianos ‹‹residen cada uno en su propia patria, pero como extranjeros domiciliados… Toda tierra extranjera es para ellos una patria´, y toda patria, una tierra extranjera››.
La condición de extranjería es constitutiva de la identidad eclesial. San Agustín dice en el mismo sentido: ‹‹vosotros recibís un huésped y es para vosotros un compañero de viaje, porque todos nosotros somos viajeros aquí abajo. El verdadero cristiano es aquel que, incluso en su casa, incluso en su patria, se reconoce viajero. Nuestra patria es el cielo: allí no estaremos ya como extranjeros››.
Para toda una corriente ascética del Oriente cristiano, especialmente en Siria, la extranjería/extrañeza es una dimensión intrínseca de la existencia cristiana y debe ser buscada y cultivada como aprendizaje de la libertad interior y vía de adquisición de la paz interior: la hésychía. Por el rechazo de toda instalación en el mundo, aunque fuese mismamente en un monasterio, es bueno dedicarse a la peregrinación, al exilio voluntario. Es la vía llamada de la xénitéia. Esta palabra, que deriva del adjetivo griego xénos, extranjero, designa en castellano el exilio, la expatriación, con la ruptura y la distancia interior que va pareja. En copto, la palabra mentsemmo tiene una significación análoga. Para el monje Abba Isaías, se trata de ‹‹huir solo›› y de ‹‹hacerse extranjero por causa de Dios››, con los inconvenientes que experimentan la mayor parte de los pobres errantes. Como un testimonio de esto, un poema atribuido a san Efrén el Sirio: ‹‹Aquel que se entrega a la xénitéia odia y rechaza el honor, para hacer elección solamente del desprecio››.
Todos estos ascetas tenían por modelo la migración de Abrahán, llamado a salir de su patria por la llamada de Dios. Un texto editado bajo el nombre del monje copto Chenuda (y que puede ser el mismo Abba Isaías) resume tal convicción: ‹‹Si recorres toda la Escritura, hermano muy amado, encontrarás que la mayor parte de los santos y de los profetas han visto a Dios a causa de la rudeza de su xénitéia››. Y San Jerónimo, en una carta dirigida a Paulino, recuerda que él ‹‹según el ejemplo de Abrahán, ha abandonado su familia y su patria››.
Notemos que esta tradición monástica de la xénitéia, vivida como migración incesante, ha sido cultivada tanto en Occidente como en Oriente. Esta corriente se ha mantenido en el mundo ortodoxo hasta hoy, especialmente en Rusia, a través del tipo del strannik, ‹‹el vagabundo místico››. Se comprende que, según esta visión compartida en la Iglesia antigua, los migrantes nos son próximos porque nos dicen algo esencial respecto a nuestra identidad cristiana y humana: nosotros estamos ‹‹aquí abajo de paso››. Los Padres estaban convencidos de que para Abrahán la hospitalidad ofrecida a los tres ángeles era una consecuencia de su xénitéia. Darse cuenta de que nosotros somos fundamentalmente migrantes en este mundo reduce, por otro lado, la alteridad de aquellos que nuestra sociedad recibe como migrantes.
Practicar la hospitalidad es hacerse imagen del Cristo misericordioso
Si los cristianos han retomado y desarrollado la hospitalidad recibida tanto de la tradición del mundo greco-romano como de la Biblia, esto se ha debido también y sobre todo a que esta práctica se inscribe en el plan de salvación de Dios para el mundo: un plan que partió de la creación y cuyo punto culminante fue la Encarnación, con la perspectiva de la victoria sobre el mal y la muerte.
Como escribe san Pablo en su carta a Tito, Dios nos ha manifestado, a través del envío de su Hijo, su bondad y filantropía, es decir, su amor por los hombres (Ti 3,4), un amor inimaginable –‹‹amor loco›› dirá un místico bizantino del s. XIV– que no se retrae ante la humillación y una muerte terrible en la cruz. La vida cristiana no es otra cosa para los Padres que una imitación de la bondad divina, imitación no servil y exterior, sino creativa e interior, en la gracia del Espíritu Santo. Si Dios ama concretamente a los hombres, nosotros somos llamados a hacer lo mismo: esto está inscrito en la vocación humana que consiste en asemejarse a Dios.
Al mismo tiempo virtud, actitud y práctica, la filantropía es la disposición fundamental que regula toda la vida cristiana y autentifica el amor hacia Dios. Su carácter absoluto y casi inaccesible a la medida humana es subrayado con delicadeza en la 12.ª Homilía del Pseudo Clemente, un texto cristiano siríaco del s. III: «El prójimo del hombre es todo hombre, cualquiera que sea, y no tal o cual hombre; porque el malvado y el bueno, el enemigo y amigo, son igualmente hombres››.
El amor, pues, se ejerce hacia todos y de múltiples maneras. Hacia los extranjeros, toma la forma de hospitalidad, en griego philoxenía, literalmente, ‹‹amor al extranjero››. Cristo ha mostrado este camino lavando los pies a sus discípulos: ‹‹esto es un ejemplo que os he dado, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis›› (Jn 13,15). El lavatorio de los pies es la expresión joánica de la oblación eucarística descrita en los evangelios sinópticos. En los maitines del Jueves Santo, la liturgia bizantina canta: ‹‹venid, fieles, con los corazones elevados, gozando de la hospitalidad del Maestro y de la Mesa inmortal preparada en la cámara alta…››. Esta hospitalidad eucarística del Señor que, en la Cena, ofrece su vida a través del pan y del vino consagrados por la gracia del Espíritu, los Padres llaman a irradiarla en el mundo, a través del cuerpo eclesial, mucho más allá del umbral de las iglesias y sin limitarse a las categorías específicas sagrado-profano propias del paganismo. Cada bautizado puede así hacerse la imagen dinámica del Cristo nutritivo y misericordioso.
Acoger al extranjero es acoger a Cristo.
Otra razón más fundamenta teológicamente la hospitalidad: esta nos hace acoger a aquellos con los que Cristo mismo se identifica: ‹‹yo fui extranjero y me acogisteis› (Mt 25,35). En la parábola del juicio final, más allá de la llamada moral a acoger a los desheredados, se entiende que Cristo se identifica misteriosamente con los más pequeños de ‹‹sus hermanos››, con los indefensos y frágiles, entre los cuales es necesario contar al emigrante que no tiene refugio. La razón profunda es de orden eclesiológico: Cristo, en tanto que personalidad corporativa, se identifica con cada uno de los miembros de su cuerpo del que Él es la cabeza. En efecto, en Cristo redentor una fraternidad nueva se ha instaurado entre todos los hombres. De ello da testimonio el relato, hecho por Gregorio Magno (s. VI) de un padre de familia que acogía cada día en su mesa a extranjeros de paso y que un dí, vio al extranjero a quien servía desaparecer súbitamente. Esa noche, escuchó en sueños a Cristo que le decía: ‹‹otros días, me has recibido en mis miembros, pero ayer me recibiste a Mí mismo››. Es conocido el bello ágraphon atribuido a Cristo: ‹‹¿Has visto a tu hermano? Has visto a Dios››; los Padres lo han invocado con mucha frecuencia en relación con la acogida del extranjero. Según san Paulino de Nola, aquel que acoge ‹‹recibe a Cristo en todos los extranjeros››.
El Oriente cristiano ha percibido a Cristo como el prototipo del Huésped por excelencia, en el doble sentido del término: al mismo tiempo aquel que da y que recibe la hospitalidad. En este sentido, en los maitines del Sábado Santo la liturgia bizantina entona un canto donde se expresa la petición del justo José de Arimatea que fue a reclamar ante Pilato el cuerpo de Jesús: ‹‹Dame a este extranjero que, nacido de nuevo, ha venido como extranjero al mundo… y sabe acoger a los pobres y a los extranjeros…››. El migrante debe, pues, ser acogido por doble título: es imagen de Cristo y nos permite manifestar en nuestros actos la hospitalidad de Cristo. De este modo se tejen entre los hombres relaciones fraternales en las cuales se nos da a contemplar nuestra semejanza con Dios.
La exhortación de los Padres a acoger al extranjero
Por todas las razones teológicas que acabamos de exponer, los Padres de la Iglesia han exhortado a los cristianos a acoger al extranjero en toda circunstancia. Gregorio de Nacianzo llama a los fieles a practicar la hospitalidad para salvaguardar la importancia misma del bautismo: ‹‹¿Un extranjero sin alojamiento y de paso (paradidèmos) ha caído delante de ti? Recibe, a través de él, a Aquel que por ti se ha hecho un extranjero entre los suyos, que ha puesto su morada en ti por la gracia y que te ha atraído hacia la morada de lo alto›. Se deduce que esta actitud de acogida no responde a una simple moral voluntarista sino que se valora como la prolongación misma de la vida sacramental y eclesial.De ahí el rasgo escatológico subrayado por Ambrosio de Milán que nos advierte: ‹‹Si nosotros hemos sido duros o negligentes en la acogida de los extranjeros, una vez consumado el curso de esta vida, los santos, por su parte, podrían muy bien rehusar acogernos›. E igualmente san Juan Crisóstomo: ‹‹Somos nosotros quienes somos extranjeros (respecto a los Cielos) si no ofrecemos la hospitalidad a los extranjeros››.
San Juan Crisóstomo ha exhortado ampliamente a practicar la hospitalidad tomando el ejemplo de Abrahán que, sin embargo o precisamente porque él mismo era extranjero, ha sabido acoger a los extranjeros: ‹‹Cuanto más pequeño es vuestro hermano, dice él, más Cristo viene a vosotros con él. Aquel que reciba a alguien grande, con frecuencia lo hace por vanidad; aquel que recibe a uno pequeño, lo hace solamente por Cristo. ¿No es absurdo que vosotros no tengáis un lugar donde puedan habitar los extranjeros? Cristo, desnudo y extranjero, va de camino, solamente necesita un techo. Ofrécele al menos eso››. San Jerónimo escribe que ‹‹el laico, recibiendo uno, dos o algunos extranjeros, cumplirá su deber de hospitalidad; pero el obispo, si no los recibe a todos, ¡es inhumano!››. En igual sentido, escribe san Jerónimo a Nepociano: ‹‹Que la mesa sea frugal; que sea frecuentada por los pobres y los extranjeros; que cuente siempre con Jesucristo como convidado››. San Gregorio Magno hace referencia al ejemplo de los peregrinos de Emaús que acogieron a un errante en su camino: «aún no amaban a Cristo como Dios, pero lo amaron como peregrino y, de esta forma, amaron a Cristo››. Lactancio subraya que la caridad hacia el prójimo se dirige a Dios mismo y no al hombre.
La hospitalidad no está restringida a algunos: abraza a todos aquellos que tienen necesidad de este beneficio, a todos los extranjeros. Es interesante notar que, en el mundo latino y griego, el empleo de la palabra humanidad tiene con frecuencia el sentido de hospitalidad y que, por el contrario, aquellos que no acogen al extranjero caen, para los Padres, en el pecado de inhumanidad.
La organización para la acogida del extranjero
Si los Padres exhortan con tanta insistencia al pueblo cristiano a acoger al extranjero es porque no daban tal conducta por sentada. Pero en sus sermones no predicaban ideales quiméricos, sino puestos en práctica de forma muy concreta desde la llegada del cristianismo, en continuidad, por otra parte, con el universo de la Primera Alianza en torno al modelo de Abrahán, el hospitalario. El evangelista Juan alaba a Gayo por haber acogido a los hermanos extranjeros que han huido ‹‹por el Nombre» (3Jn 7). Este deber de hospitalidad incumbía a cada comunidad, a los laicos no menos que a los clérigos, bajo la responsabilidad del obispo que la organizaba. En el s. II, san Justino, el filósofo, en su primera Apología en favor de los cristianos, indica como una costumbre reconocida que el presidente de la asamblea eucarística (proestôs) se preocupe de todos los que están en necesidad y cita nominalmente a los ‹‹huéspedes extranjeros››. El canon apostólico n.º 40 confía al obispo la tarea de repartir, de entre los bienes de la Iglesia, aquello que es necesario a los ‹‹hermanos a los que se ofrece hospitalidad››. A partir de la cristianización progresiva del imperio romano en el s. IV, la hospitalidad, que corría el riesgo de reducirse a una solidaridad comunitaria entre cristianos, toma una orientación decididamente universal. El emperador Juliano, llamado ‹‹el Apóstata›› († c. 361-363) se lamenta amargamente en una carta de que los cristianos socorrieran a todos los necesitados ya fueran cristianos o paganos.
Para albergar a los necesitados, la Iglesia multiplicó los edificios especializados. Así, san Basilio hizo edificar junto a Cesárea de Capadocia un vasto complejo que Gregorio de Nacianzo llamaba ‹‹nueva ciudad›› y que otras fuentes llaman Basilíades. Por todas partes en las diócesis apareció un edificio para los migrantes llamado xenodokheion (literalmente, ‹‹lugar de acogida del extranjero››) o simplemente xenón. Este edificio está atestiguado en muchos centros urbanos como en Ancira, Alejandría, Roma o Hipona, donde Agustín hizo edificar uno. El dinero necesario para el mantenimiento de estos centros de acogida provenía de las ofrendas de los fieles depositadas antes de cada liturgia eucarística. Los obispos solicitaban también la generosidad de los más ricos, incluida la familia imperial. Esta solidaridad estaba bien organizada en las grandes metrópolis, como Alejandría, Antioquía y Roma, donde observamos en el s. IV la llegada de oleadas masivas de inmigrantes pobres de las ciudades pequeñas y zonas rurales.
En Occidente, un obispo como san Cesáreo de Arlés (s. VI) no solamente exhorta a sus fieles a practicar la hospitalidad sino que ésta ocupa un lugar importante en su acción evangelizadora. El rey Gilberto I fundó en Lyon un xenodochium, mientras que el concilio de Mâcon II (585) llamaba a practicar la hospitalidad, llamada que retoma el concilio de París del 829. Es conocido que, en las ciudades del imperio romano, monjes o simples laicos se preocupaban de recibir a los extranjeros. La Vida de san Daniel de Sketé (s. VI) cuenta, por ejemplo, que, en una ciudad de Egipto, donde el santo se había detenido, se encontró a un viejo leñador respetable, un anciano (gérôn) de la ciudad, llamado Eulogio que, con una antorcha en la mano, caminaba por las calles en busca de extranjeros para acogerlos y que recibió a Daniel en su casa.
Al tratar del monaquismo debemos evitar pensar que los monjes no se preocupaban de acoger a las gentes de paso, prefiriendo dedicarse a la ascesis y a la oración. La hospitalidad era para ellos un acto sagrado y así se vivió tanto en el monacato occidental como en el oriental. Desde la época de las primeras fundaciones monásticas en Egipto y Asia menor, la mayor parte de los monasterios incluían un xenón, lugar de acogida para los extranjeros. Se conserva este nombre hoy día en los monasterios griegos. Entre los monjes egipcios, Abba Apolo declaraba: ‹‹Es necesario saludar con veneración a los hermanos que nos visitan. Porque no es a ellos, sino a Dios, a quien tú saludas. Viendo a tu hermano, dice la Escritura, ves al Señor, tu Dios. Esto lo hemos recibido, como tradición, de Abrahán››. Este precepto: ‹‹acoger al huésped como a Cristo mismo» fue retomado por Juan Casiano. La Regula Magnade san Basilio contiene un largo capítulo dedicado a la hospitalidad, que debe ser sobria y frugal. En la carta de fundación de numerosos monasterios bizantinos, encontramos exhortaciones a practicar la hospitalidad según el modelo de Abrahán. Conocemos, por ejemplo, la vida de san Hipatio, monje médico del s. V que vivió un tiempo en un monasterio de Tracia que contaba con unos 80 monjes y que se ocupaba no sólo de los pobres y los enfermos sino también de los extranjeros. En pleno corazón de Constantinopla, san Teodoro Estudita (s. IX) y sus monjes de Estudios se dedicaron a acoger a los extranjeros que no conocían a nadie en la gran ciudad.
En Occidente, los monasterios siguieron en este punto la misma tradición que en Oriente. La Regla de san Benito llama al padre abad en persona a salir al encuentro, con sus hermanos, hacia el extranjero de paso, para acogerlo ‹‹con todo el entusiasmo de la caridad››, porque, inclinándose a él con humildad, los monjes adoran a Cristo, recibido en la persona del huésped.
¿Qué pensar, para terminar, de la idea –a menudo hoy en boga– de una hospitalidad ‹‹elegida››? Tal asunto sería para los Padres espiritualmente ruinoso. S. Ambrosio de Milán considera, en este sentido, que ‹‹elegir los huéspedes, es degradar y vaciar de contenido la hospitalidad››. Hablar de una inmigración selectiva es reconocer que uno ya no se sitúa en absoluto en el contexto de la acogida cristiana, esto es, humana, donde todos son acogidos por el título mismo de ser personas, porque, como dice el Apóstol, ‹‹Dios no hace acepción de personas›› (Hch 10,34; Rom 2,11).
Conclusión
Periódicamente, incluso en las sociedades más abiertas, resurge el miedo que inspiran aquellos que vienen de otra parte. Sin embargo, el carácter y honor de una civilización auténticamente humana se prueban en el hecho de reconocer de manera concreta en todo extranjero a un hermano en humanidad. Esto fue confirmado tanto entre los hebreos –como Abrahán y Lot lo testimonian–, como entre los griegos después de la época de Homero. Y el cristianismo antiguo y medieval se ha inscrito naturalmente en esta doble filiación, donde encontramos el origen de instituciones que, hoy secularizadas, se han convertido en un atributo esencial de todo Estado civilizado.
Pero el cristianismo ha aportado, además, un sentido radicalmente nuevo y decisivo, interiorizando el sentido de la acogida del otro. En efecto, es el Dios hecho hombre quien se ha ocupado directamente de la suerte y de la dignidad de los migrantes. Él mismo, todopoderoso, el Creador de todas las cosas, se ha hecho extranjero y se ha manifestado al mundo. Él es el primero que ha sido marcado por el destino amargo, las aflicciones, los tormentos y las humillaciones de los extranjeros. En el cristianismo, se trata de reconocer en el otro no solamente un hermano, una hermana en humanidad, sino también, a través de esta persona, al Dios hecho hombre, a Cristo que ha recreado, reconciliado y unificado místicamente a toda la humanidad.
Por ello, la acogida de los emigrantes, de aquellos cuya condición está marcada por la extrañeza, la precariedad y la incertidumbre, no es, para los Padres, una simple prescripción moral sino un acto central de la vida eclesial: el ‹‹sacramento del hermano›› como lo llama san Juan Crisóstomo. El hecho de que las situaciones concretas requieran a veces ajustes y adaptaciones de los principios para responder a ciertas condiciones de orden político o nacional –como la necesidad de respetar las fronteras entre los Estados– no consiente, sin embargo, oscurecer ni relativizar los principios esenciales de la vida en sociedad. Los Padres de la Iglesia, a la luz de su fe en Cristo, nos enseñan que nosotros tenemos necesidad de los emigrantes para recordarnos que estamos de paso por esta tierra y que la acogida del otro será siempre una dimensión fundamental de nuestra humanidad.