VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MOZAMBIQUE, MADAGASCAR Y MAURICIO
(4-10 DE SEPTIEMBRE DE 2019)
ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS/AS, CONSAGRADOS Y SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Colegio San Miguel, Antananarivo
Domingo, 8 de septiembre de 2019
Queridos hermanos y hermanas: ¡Pensaba que cuando me traían esta mesa era para comer, en cambio, es para hablar!
Agradezco vuestra cálida bienvenida. Quiero que mis primeras palabras estén dirigidas especialmente a todos los sacerdotes, consagradas y consagrados que no pudieron viajar por un problema de salud, el peso de los años o alguna complicación. Una oración todos juntos por ellos, en silencio. [Rezan en silencio]
Al terminar mi visita a Madagascar aquí con vosotros, al ver vuestra alegría, pero también recordando todo lo que he vivido en este tan poco tiempo en vuestra isla, me brotan del corazón aquellas palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas cuando, estremecido de gozo, dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños» (10,21). Y este gozo es confirmado por vuestros testimonios porque, aun aquello que vosotros expresáis como problemáticas, son signos de una Iglesia viva, una Iglesia pujante, en búsqueda de ser cada día presencia del Señor. Una Iglesia, como ha dicho Sor Suzanne, que busca cada día estar más cercana del pueblo. ¡No os canséis del pueblo, siempre caminar con el pueblo de Dios!
Esta realidad es una invitación a la memoria agradecida de todos aquellos que no tuvieron miedo y supieron apostar por Jesucristo y su Reino; y vosotros hoy sois parte de su heredad. Antes que vosotros están las raíces: las raíces de la evangelización, aquí. Vosotros sois la heredad. Y también vosotros dejaréis una heredad a los otros. Pienso en los lazaristas, los jesuitas, las hermanas de San José de Cluny, los hermanos de las escuelas cristianas, los misioneros de La Salette y todos los demás pioneros, obispos, sacerdotes y consagrados. Pero también de tantos laicos que, en los momentos difíciles de persecución, cuando muchos misioneros y consagrados tuvieron que partir, fueron quienes mantuvieron viva la llama de la fe en estas tierras. Esto nos invita a recordar nuestro bautismo, como el primer y gran sacramento por el que fuimos sellados como hijos de Dios. Todo el resto es expresión y manifestación de ese amor inicial que siempre estamos invitados a renovar.
La frase del Evangelio a la que me referí es parte de la alabanza del Señor al recibir a los setenta y dos discípulos cuando volvían de la misión. Ellos, como vosotros, aceptaron el desafío de ser una Iglesia “en salida”, y traen las alforjas llenas para compartir todo lo que han visto y oído. Vosotros os habéis atrevido a salir, y aceptasteis el desafío de llevar la luz del Evangelio a los distintos rincones de esta isla.
Sé que muchos de vosotros vivís situaciones difíciles, donde faltan los servicios esenciales —agua, electricidad, carreteras, medios de comunicación— o la falta de recursos económicos para llevar adelante la vida y la actividad pastoral. Muchos de vosotros sentís sobre vuestros hombros, por no decir sobre vuestra salud, el peso del trabajo apostólico. Pero vosotros habéis elegido permanecer y estar al lado de vuestro pueblo, cercanos a vuestro pueblo, con vuestro pueblo. Gracias por esto. Muchas gracias por vuestro testimonio de estar al lado de la gente, gracias por querer quedaros ahí y no hacer de la vocación un “pasaje a una mejor vida”. Gracias por esto. Y quedaros ahí con esa conciencia, como decía la hermana, Sor Suzanne: “a pesar de nuestras miserias y debilidades, nos comprometemos con todo nuestro ser a la gran misión de la evangelización”. La persona consagrada —en el amplio sentido de la palabra— es la mujer, el hombre que aprendieron y quieren quedarse, en el corazón de su Señor y en el corazón de su pueblo. Esta es la clave: Permanecer en el corazón del Señor y en el corazón del Pueblo.
Al recibir y escuchar a sus discípulos volver llenos de gozo, lo primero que Jesús hace es alabar y bendecir a su Padre; y esto nos muestra una parte fundamental de nuestra vocación. Somos hombres y mujeres de alabanza. La persona consagrada es capaz de reconocer y señalar la presencia de Dios allí donde se encuentre. Es más, quiere vivir en su presencia, que aprendió a saborear, gustar y compartir.
En la alabanza encontramos nuestra pertenencia e identidad más hermosa porque libra al discípulo de los “habriaqueísmos” —aquella ansia que es una carcoma, una carcoma que corroe— y le devuelve el gusto por la misión y por estar con su pueblo; le ayuda a ajustar los “criterios” con los que se mide a sí mismo, mide a los otros y a toda la actividad misionera, para que no tengan algunas veces poco sabor a Evangelio.
Muchas veces podemos caer en la tentación de pasar horas hablando de los “éxitos” o “fracasos”, de la “utilidad” de nuestras acciones, o la “influencia” que podamos tener, en la sociedad, o en cualquier ámbito. Discusiones que terminan ocupando el primer puesto y el centro de toda nuestra atención. Esto que nos conduce —no pocas veces— a soñar con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, pero propios de generales derrotados que terminan por negar nuestra historia —al igual que la de vuestro pueblo— que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio y la constancia en el trabajo que cansa (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 96).
Al alabar aprendemos la sensibilidad para no “desorientarnos” y hacer de los medios nuestros fines, de lo superfluo lo importante; aprendemos la libertad para poner en marcha procesos más que querer ocupar espacios (cf. ibíd., 223); la gratuidad de fomentar todo lo que haga crecer, madurar y fructificar al Pueblo de Dios antes que enorgullecernos por cierto fácil, rápido pero efímero “rédito” pastoral. En cierta medida, gran parte de nuestra vida, de nuestra alegría y fecundidad misionera se juega en esta invitación de Jesús a la alabanza. Como bien le gustaba señalar a ese hombre sabio y santo, como ha sido Romano Guardini: «El que adora a Dios en sus sentimientos más hondos y también, cuando tiene tiempo, realmente, con actos vivos, se encuentra cobijado en la verdad. Puede equivocarse en muchas cosas; puede quedar abrumado y desconcertado por el peso de sus acciones; pero, en último término, las direcciones y los órdenes de su existencia están seguros» (Pequeña Suma Teológica, Madrid 1963, 29), en la alabanza, en la adoración.
Los setenta y dos eran conscientes de que el éxito de la misión dependió de hacerla “en nombre del Señor Jesús”. Eso los maravillaba. No fue por sus virtudes, nombres o títulos, no llevaban boletas de propaganda con sus rostros; no era su fama o proyecto lo que cautivaba y salvaba a la gente. La alegría de los discípulos nacía de la certeza de hacer las cosas en nombre del Señor, de vivir su proyecto, de compartir su vida; y esta les había enamorado tanto que les llevó también a compartirla con los demás.
Y resulta interesante constatar que Jesús resume la actuación de sus discípulos hablando de la victoria sobre el poder de Satanás, un poder que solo con nuestras fuerzas jamás podremos vencer, pero sí en el nombre de Jesús. Cada uno de nosotros puede dar testimonio de esas batallas, y también de algunas derrotas. Cuando vosotros mencionáis la infinidad de campos donde realizáis vuestra acción evangelizadora, estáis librando esa lucha en nombre de Jesús. En su nombre, vosotros vencéis el mal, cuando enseñáis a alabar al Padre de los cielos y cuando enseñáis con sencillez el Evangelio y el catecismo. Cuando visitáis y asistís a un enfermo o brindáis el consuelo de la reconciliación. En su nombre, vosotros vencéis al dar de comer a un niño, al salvar una madre de la desesperación de estar sola para todo, al procurarle un trabajo a un padre de familia. Es un combate, un combate ganador el que se lucha contra la ignorancia brindando educación; también es llevar la presencia de Dios cuando alguien ayuda a que se respete, en su orden y perfección propios, todas las criaturas evitando su uso o explotación; y también los signos de su victoria cuando plantáis un árbol, o hacéis llegar el agua potable a una familia. ¡Qué signo del mal derrotado es cuando vosotros os dedicáis a que miles de personas recuperen la salud!
¡Seguid dando estas batallas, pero siempre en la oración y en la alabanza, en la alabanza a Dios!
La lucha también la vivimos en nosotros mismos. Dios desbarata la influencia del mal espíritu, ese que tantas veces nos transmite «una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión y que puede llevarnos a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida. A veces sucede que la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 78). Así, más que hombres y mujeres de alabanza, podemos transformarnos en “profesionales de los sagrado”. Al contrario, derrotemos al mal espíritu en su propio terreno; allí donde nos invite a aferrarnos a seguridades económicas, espacios de poder y de gloria humana, respondamos con la disponibilidad y la pobreza evangélica que nos lleva a dar la vida por la misión (cf. ibíd., 76). ¡Por favor, no nos dejemos robar la alegría misionera!
Queridos hermanos y hermanas: Jesús alaba al Padre porque ha revelado estas cosas a los “pequeños”. Somos pequeños porque nuestra alegría, nuestra dicha, es precisamente esta revelación que Él nos ha dado; el sencillo “ve y escucha” lo que ni sabios, ni profetas, ni reyes pueden ver y escuchar: es decir, la presencia de Dios en en los pacientes y afligidos, en los que tienen hambre y sed de justicia, en los misericordiosos (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Dichosos vosotros, dichosa Iglesia de los pobres y para los pobres, porque vive impregnada del perfume de su Señor, vive alegre anunciando la Buena Noticia a los descartados de la tierra, a aquellos que son los favoritos de Dios.
Transmitidle a vuestras comunidades mi cariño y cercanía, mi oración y bendición. En esta bendición que os daré en nombre del Señor os invito a que penséis en vuestras comunidades, en vuestros lugares de misión, para que el Señor siga bendiciendo a todas esas personas, allí donde se encuentren. Que vosotros podáis seguir siendo signo de su presencia viva en medio nuestro.
Y, por favor, no os olvidéis de rezar y hacer rezar por mí.
* * *
Antes de terminar, quisiera cumplir un deber de justicia y agradecimiento. Este es el último discurso de los nueve que han sido traducidos por el padre Marcel. Le haré pasar un poco de vergüenza para que él pueda traducir también esto. Quisiera agradecer al traductor, padre Marcel, [se dirige a él] por este trabajo que tú has realizado, te doy las gracias por la precisión y también por la libertad de dar sentido a la traducción. Te lo agradezco mucho y que el Señor te bendiga.