Según Juan XXIII (Pacem in terris 8 y 9), la concepción cristiana del hombre se debe entender como “…todo ser humano es persona, es decir, naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre, y de esa naturaleza nacen derechos y deberes, que, al ser universales e inviolables son también absolutamente inalienables, y si consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas, es forzoso que la estimemos mucho mas, dado que el hombre ha sido redimido con la sangre de Jesucristo, la Gracia natural lo ha hecho hijo y amigo de Dios y lo ha constituido heredero de la Gloria eterna”.

La revelación tiene dos cosas de extraordinaria importancia:
a)  El hombre es imagen de Dios.
b)  Dios mismo, en la persona del Verbo, se hizo hombre.
Estas dos verdades encierran la comprensión de la persona “solidaria”, ambas nos remiten a la comunión de las personas divinas y a la comunión de las personas humanas. Cuando insistimos en las dos palabras “persona solidaria” como eje de la Doctrina Social queremos subrayar de la persona humana una doble relación, que le  es esencial: hacia sí mismo y hacia el mundo. Podemos llamar individual a la primera y social a la segunda.
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Las ideas de persona y solidaridad son correlativas; la persona crece cuando construye solidaridad, y decrece cuando la destruye; a su vez, el aumento de solidaridad permite a las personas crecer más, mientras que la desunión o ruptura de la solidaridad tienta a las personas para empequeñecerlas y deformarlas, llevándolas al aislamiento egoísta. Por ello, es convicción cristiana que el hombre debe ser entendido siempre como persona solidaria. La base de esta antropología está expresada sobre todo en el documento conciliar Gaudium et Spes.
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“No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el elemento material y al considerarse no ya como partícula de la Naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su in­terioridad es, en efecto, superior al Universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios lo aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino” (Gaudium et Spes, 14).

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“Nuestra época, mas que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría (la propia de la inteligencia humana) para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la Humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación” (Gaudium et Spes, 15).
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“Porque el hombre tiene una ley escrita en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juz­gado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sa­grario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que, de modo admirable, da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el Amor de Dios y del prójimo” (Gaudium et Spes, 16).
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“Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el Bien y el Mal, entre la luz y las tinieblas” (Gaudium et Spes, 13).
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La “imagen de Dios” se hace plena en el hombre cuando las cua­lidades de su interioridad se proyectan hacia la solidaridad con los demás, es decir, cuando el individuo orienta su inteligencia y su libertad hacia la comunión.
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El ser solidario pertenece al ser mismo del hombre, de modo que ambos aspectos se exigen. Crecer en humanidad es crecer en so­lidaridad, y viceversa. Nunca existirá, por tanto, un desarrollo del ser humano que no sea solidario. Por ello, el Concilio nos di­rá: “Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso (el llamado así en el mundo), sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, lo cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad” (Gaudium et Spes, 23)...

La plena imagen de un Dios trinitario no puede aparecer en la individualidad de cada ser humano. Si Dios es comunión de personas divinas, su imagen en el hombre sólo puede ser en la comunión de personas humanas. La Creación, como dato de fe, a imagen del Creador, y siendo Este un misterio de tres personas, implica la convic­ción de que el hombre es esencialmente solidaridad con los demás.
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Por eso, en el Cristianismo, la Sagrada Escritura nos enseña: “El Amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo” (Gaudium et Spes, 24).
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La ultima motivación teológica de la sociabilidad humana, o del ser solidario de cada persona, se da en el misterio de Dios mismo. Esta idea, de tanta fuerza para repensar teológicamente la comunión entre los hombres, está brevemente apuntada por el Concilio: “Más aun, el Se­ñor, cuando ruega al Padre que ‘todos sean uno, como nosotros tam­bién somos uno (Jn 27, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas v la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única creatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar  su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes, 24).
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“El orden social, pues, y su progresivo desarrollo, deben en todo  momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden  real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para  el hombre, y no el hombre para el  sábado” (Gaudium et Spes, 26)
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Si distinguimos en lo social lo social-real (leyes, instituciones, estructuras) de lo social-personal (relaciones entre las personas), no puede decirse que lo social debe subordinarse a lo personal, porque lo social es persona, y lo personal es social. Lo que debe subordinarse son las instituciones (social-real) a las re­laciones entre personas (social-personal), lo que constituye preci­samente el contexto en el que Jesús pronunció la supremacía de la persona humana sobre el sábado. El conflicto que se le presentaba no era individuo-sociedad, sino anteponer lo social-real (una ley, una institución) a lo social-personal (una relación fraterna con el prójimo).
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La cosificación de las relaciones es destrucción de la auténtica comunión interpersonal. La imagen de Dios como comunión de personas divinas, reflejada en la comunión de personas humanas, pue­de ser destruida por el pecado, el cual, a veces, puede consistir en anteponer lo social-real incluso de tipo religioso sobre lo social-personal.
Precisa el Concilio: “Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y socia­les. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan el ambiente social también. Y cuando la reali­dad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el: hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos es­tímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denoda­do esfuerzo ayudado por la Gracia” (Gaudium et Spes, 25)..No hay un determinismo absoluto que lleve al pecado de la persona desde lo social viciado por el pecado; pero sí hay un fuerte condicionamien­to, que requiere “denodado esfuerzo” y “Gracia” para ser superado.
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El ser solidario de la persona humana, aunque hoy es una realidad recreada por Dios, al hacernos imagen de su condición divina, en la historia concreta es un ser amenazado por el egoísmo y la soberbia, es decir, por el individualismo que quiebra la solidaridad. Es así como la solidaridad, en nuestra historia, se vuelve un don de la redención y una tarea por asumir. Cristo, porque es el  Hombre perfecto, es el modelo de la persona solidaria.
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Consecuencias de lo anterior es que pasamos de una ética indi­vidualista a una ética personalista. La ética meramente individualista entraña, según el Concilio, una despreocupación frente a la realidad, sin cuidado alguno de las necesidades sociales.
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En síntesis, no hay personas solidaria sin el compromiso por la vida de los otros, especialmente de los pobres y de los enemigos.
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“Toda discriminación… debe ser vencida y eliminada por ser  contraria al plan divino”. “Resulta escandaloso el hecho de las ex­cesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional” (Gaudium et Spes, 29).
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“La característica esencial del bien común es, precisamente, que sea común a todos, sin discriminaciones culturales, sociales, religiosas, raciales, económicas, políticas o partidistas. De acuer­do con el principio de subsidiaridad, corresponde al Estado promover los grupos intermedios, y no sustituirlos ni limitarle las ini­ciativas que no son contrarias al bien común. Sin la mediación de las instituciones, las personas quedarán expuestas fácilmente al arbitrio del Estado, que las destruiría o  las reduciría a la condición de meros transmisores de las exigencias y de las ideologías de un sistema” (Conferencia Episcopal de Brasil, “Las exigencias cristianas en el orden político”, 17-2-77)...

“La participación política es una de las formas más nobles de compromiso al servicio de los demás y del bien común… (Conferen­cia Episcopal de Brasil, “Derechos humanos”, 15-2-73).

 

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