“La vida humana tiene valor no solo en cuanto es vida de un ser libre, ni en cuanto vida biológica, sino precisamente en cuanto que es la vida de un ser con un alma espiritual que es compos sui.”
Vittorio Possenti
(Profesor de Filosofía moral y política de la Universidad de Venecia)
Persona y personalismo son palabras que hoy están en boca de muchos. Abundan los pensadores personalistas. Es bueno alegrarse de esto; y yo, que soy un inveterado personalista, incluso me siento orgulloso. Sin embargo, existen versiones distintas del personalismo, y su calidad se pone a prueba con las cuestiones y tensiones actuales. Para afrontarlas, se precisa un riguroso control conceptual y lingüístico, sin dar por supuesto el contenido de expresiones que se repiten con una frecuencia impresionante en los debates biopolíticos, como la de disponibilidad/ indisponibilidad de la vida, sacralidad de la vida humana versus calidad de vida, derecho a la autodeterminación, o testamento vital.
El primer problema a considerar es la referencia frecuente e indistinta a la vida y al valor «vida»: es decisivo clarificar estos puntos. Como en el tema de la vida humana está en juego la persona humana, necesitamos guiarnos por una idea adecuada de la persona antes de mencionar el concepto «vida» y su particular disponibilidad o indisponibilidad. Muchas ideas propuestas al respecto (disponibilidad de la vida sí, o viceversa, no; disponibilidad para la vida, sí; disponibilidad sobre la vida, no) yerran en el plano conceptual y metodológico, asumiendo más o menos abiertamente que la vida individual es algo distinto de la persona. En realidad, la vida no es algo que se añada a la persona: es la persona misma. El ser persona es de suyo el vivir de un individuo humano, no una cualidad que se le adjunte. Hipostasiar la vida es un error grave: aunque las personas son sujetos individuales, la vida no lo es, y tiene el valor de un universal abstracto. E igualmente grave es el error de servirse de planteamientos de escritorio disecados con el dualismo. Hace falta, sobre todo, retomar la cuestión desde la base y buscar la mejor respuesta posible con la provisión de los mejores argumentos.
Al hablar de la vida de la persona, la antropología de referencia es esencial. Yo me baso en la antropología entrevista por Aristóteles, más ampliamente desplegada por la Revelación cristiana, y luego elaborada especulativamente por Boecio, Tomás de Aquino, Rosmini y Mari- tain. Es una antropología polar, no dualista como la de inspiración platónica, que, por tanto, confiere un significado central al nexo alma-cuerpo, y lleva a término el camino de profundización personalista que comenzó en la época patrística. No somos los hombres ni nuestro ge- noma (tesis biologista y materialista), ni nuestra libertad (tesis libertaria): somos seres dotados de actividades múltiples que van desde el nivel vegetativo hasta el intelectual y espiritual, y que vivimos un tipo de existencia que no aparece en ningún otro ser vivo. La vida humana tiene valor no solo en cuanto es vida de un ser libre (pero no hasta el punto de decir que si desapareciera la libertad la persona dejaría de serlo), ni en cuanto vida biológica, sino precisamente en cuanto que es la vida de un ser con un alma espiritual que es compos sui.
Disponibilidad «versus» indisponibilidad
En el contexto del debate encendido sobre una ley que establezca algunas normas para la fase final de la vida, resulta decisiva la cuestión de si la propia vida queda o no a disposición de uno mismo, dentro de ciertos límites. Sea cual sea la respuesta, debe apoyarse en argumentos claros susceptibles de examen. Insisto en que se trata de la propia vida, no de la ajena. Sobre la no disposición de la vida de los demás hay, en general, acuerdo, que debería ampliarse más para incluir la prohibición del aborto, la supresión de niños deformes, cualquier forma de eutanasia, incluida la de ancianos, y el abandono de enfermos en estado vegetal.
En muchos países, hay culturas que sostienen que en determinadas circunstancias la propia vida está a disposición del sujeto, y otras, al contrario, mantienen que la propia vida es un bien para nada disponible. Quienes sostienen lo primero afirman «la vida es mía y hago con ella lo que quiero», una afirmación distinta de «mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero», porque dentro del cuerpo de la mujer puede estar siendo otro que no soy yo (la relación con uno mismo se concibe, en las corrientes libertarias, como una relación de absoluta propiedad y disposición del cuerpo por parte de uno mismo; el cuerpo se concibe justo como un bien patrimonial sobre el que se ejerce un derecho de propiedad. En cierto modo, se están formando dos ideas de eutanasia: la idea tradicional de ayuda compasiva al enfermo desesperado que no aguanta más y la que plantea un supuesto derecho a morir).
El segundo planteamiento, por el contrario, considera que el sujeto no tiene derecho a decidir sobre el final de la propia vida, en cuanto no es un bien sujeto a disposición: incluso afirmando que la vida es mía, no puedo hacer con ella lo que quiera.
El tema es si los argumentos para mantener racionalmente el criterio de la absoluta indisponibilidad de la propia vida «están/o no» fundados. Para aclarar este asunto, es necesario distinguir dos partes en el complejo semántico «indisponibilidad de la vida»: indisponibilidad de la vida de otro e indisponibilidad de la propia vida. Sin esta distinción no se resuelve la persistente ambigüedad del concepto de indisponibilidad.
Si observamos el primer cuerno del dilema (la vida de otro), la tradición filosófica y teológica, incluso reiterando la inviolabilidad de la vida ajena, ha reconocido a lo largo de la historia, en tradiciones fundamentales de pensamiento, tres excepciones a la indisponibilidad de la vida del otro: la legítima defensa, virtud de la cual podemos defendernos hasta el punto de suprimir a quien nos ataca injustamente; en segundo lugar, la licitud de la pena de muerte, esencialmente admitida durante milenios; y, finalmente, como tercer caso, matar durante una guerra considerada justa (Platón incluye, dentro de los casos de disponibilidad sobre la vida de otro, el «dejar morir» a los que tienen una enfermedad incurable: «los médicos dejarán morir a quien esté físicamente enfermo» (Rep.410a).
Algo análogo se cumple con la indisponibilidad de la propia vida. A este respecto, una parte de la tradición filosófica ha considerado lícito el suicidio, y otra, ilícito: la postura de Kant es un paradigma del segundo caso. Personalmente, no estoy a favor de la licitud del suicidio; sin embargo, la historia de la filosofía no es nada unívoca en este punto. Aquí me limito a recordar que, sin duda ninguna, Kant ha condenado el suicidio como violación del deber perfecto y, sin embargo, ha dejado sorprendentemente en suspenso el juicio sobre algunos casos de suicidio. Pero no sabemos qué pensaría Kant sobre el final de la vida, la enfermedad, la relación con las terapias y con el médico, o sobre el encarnizamiento terapéutico: el problema actual al que nos enfrentamos es precisamente este, no tanto ni solo el de la prohibición del suicidio; y, en comparación con la situación de hace siglos, ahora son muy distintas las condiciones de los tratamientos, las posibilidades de intervención y la técnica, o las fases terminales de los enfermos. El tema hoy parece bastante más complejo que antaño, en la teoría y en la práctica. Pero más allá del suicidio, es importante la opción de dar la propia vida para salvar así a otro: pensemos en Salvo D’Aquisto y en Maximiliano Kolbe. El mismo Cristo ha enseñado que nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos.
No se puede pasar por alto que, en la relación del ser humano con otro o consigo mismo, cuenta mucho, al final de la propia vida, el nexo de la persona con la trascendencia: una perspectiva religiosa aprecia desde el primer momento la relación dialógica con Dios, dentro de la cual se ve la propia vida. Esto lo prueba también el debate reciente sobre «el final de la vida», en el que teólogos expertos han reafirmado con energía la perspectiva cristiana de la vida como don de Dios, permaneciendo, no obstante, dentro del ámbito de la fe y sin plantearse cómo formular la cuestión en los términos de la ley civil. Por el contrario, la perspectiva religiosamente agnóstica no admite una alteridad trascendente con la que relacionarse: la partida se juega en la voluntad del sujeto en el seno de una relación «horizontal» consigo mismo y con los semejantes. Esto vendría a significar que la total no disponibilidad de la propia vida —que dentro de una convicción religiosa remite a que la vida viene de Dios y le pertenece— no podría traducirse en una ley estatal sin violar la libertad de conciencia de los no creyentes o los de distinta fe.
En fin, parece poco plausible que el supuesto de la no disponibilidad de la propia vida sea un propósito claro de nuestra Constitución: en realidad, esta no usa el concepto de indisponibilidad, sino el de inviolabilidad, y además deja el suicidio en un espacio irrelevante en la constitución. Por lo demás, afirmar que nuestra Constitución incluye el concepto de indisponibilidad total de la propia vida significa que el Estado podría exigir el deber absoluto de seguir existiendo, lo cual es insostenible.
El criterio de la absoluta indisponibilidad de la propia vida no parece hallar una justificación racional, que sería indispensable, por cuanto se mueve en el campo de lo exigible erga omnes por una ley estatal. Además, si mi vida me es sustraída por completo, necesariamente quedará toda en manos ajenas, lo cual es contraintuitivo e injusto. Por otro lado, estamos buscando un equilibrio entre el cuidado de la persona, la autodeterminación, el rechazo del encarnizamiento terapéutico, el compromiso terapéutico y el consentimiento informado, lo cual implica no poder seguir solo un único criterio. La pauta «estrecha» de la indisponibilidad se niega a sí misma apenas entra en el campo del consentimiento informado, el rechazo y/o la renuncia a los tratamientos, mientras que la pauta «ancha» admite que una persona decida lícitamente no dejarse cuidar y se disponga a la muerte rechazando determinados tratamientos.
¿Derecho a morir? ¿deber de vivir?
La disponibilidad de la que se ha hablado se inscribe en el ámbito que recorre dos extremos sin fundamento: el derecho a moriry el deber de vivir.
En cuanto a lo primero, la disponibilidad que un sujeto tiene de sí mismo no es la «liberal-propietaria», en la que el sujeto es soberano de sí mismo, por lo que reivindica el «derecho» a vender libremente su cuerpo o a drogarse. No hay un «derecho a morir», que daría lugar a un absurdo «deber de matar». Una cosa es el derecho a la vida, primario y fundamental, y otra muy distinta el derecho a la propia muerte. Los Estados protegen la autoconservación y el derecho a la vida, mientras que si reconociesen el derecho a morir, tutelarían el derecho a la autodestrucción. En esencia, de los principios constitucionales liberalde- mocráticos no puede deducirse ningún derecho a morir. Se trata de un falso derecho o un derecho que no existe, porque evoca algo que no se debe a la persona. También por esto no forma parte del elenco de derechos humanos reconocidos comúnmente.
Cualquier derecho auténtico da voz, de hecho, a cuanto es debido al sujeto humano; expresa el suum que los demás están obligados a reconocerle. El discurso sobre los derechos se niega a sí mismo cuando pretende adjuntar justo el derecho a morir, y pone de manifiesto la crisis en que puede entrar el proyecto de los derechos humanos cuando se supedita a planes particulares.
Tampoco hay constancia de un «derecho a vivir» como tal, o a continuar existiendo a toda costa, y no puede ser impuesto o exigido por el Estado. No hay un deber/ obligación absoluto de curar y de curarse a cualquier precio, en particular cuando la invasión creciente de las tecnologías médicas en el cuerpo de la persona puede burlar toda forma de respeto debido, y se coaliga con una concepción de la vida y de la muerte rabiosamente tecnologiza- da, que viola los límites impuestos por la dignidad de la persona humana. No cabe equiparar la eutanasia directa (o por omisión) y el rechazo (o renuncia consciente) al tratamiento médico, porque en los dos casos son distintos los sujetos de la acción: en el primero es el médico quien se abstiene de curar, en el segundo es el paciente quien expresa la voluntad de no ser (ya más) curado.
El Estado no puede, por tanto, imponer un deber de seguir existiendo, ni puede avalar un derecho a morir. El derecho constitucional confirma el carácter insostenible de estas dos posturas.
Entre los dos polos opuestos se sitúa el «derecho a rechazar los tratamientos o a renunciar a ellos» después de que hayan comenzado, aunque de ello se siga la muerte. Si se reconoce que la muerte es el límite máximo humano, la interrupción del tratamiento no significa rechazo a la vida, sino aceptación del límite natural inherente a ella. No se renuncia a la vida, no se la rechaza; pero se acepta no poder impedir la muerte, o el deber de no posponerla más. Por esto existe la posibilidad de que un paciente incapaz de desear o querer —y en condiciones de completa dependencia física—, rechace/renuncie mediante válidas declaraciones anticipadas de tratamiento (Dat) a los cuidados y/o los medios tecnológicos, también cuando de este rechazo/renuncia derive la muerte. Es razonable reconocer a la persona una esfera de autonomía en el modo de afrontar la muerte de manera natural y no como un combate hasta la última gota de sangre.
La vida humana no se respeta solo prolongándola a toda costa, pues hay circunstancias en que se respeta a la persona humana «dejándola hacer», y acompañándola con esa ayuda sólida y verdadera que los demás nos pueden ofrecer sosteniéndonos y amándonos.
En conclusión, es importante que el Estado no se convierta en el monopolizador ético de los temas del final de la vida, que atañen al ámbito celoso de la propia vida. El Estado, después de haber dicho un claro no a la eutanasia, no puede imponer al ciudadano obligaciones mayores de las que le competen, como la de continuar existiendo.
Con esto no se desoyen las justas consideraciones de quienes advierten que muchas discusiones sobre la autodeterminación las plantean personas sanas y con dificultad para ponerse en la situación del enfermo, cuando la libertad de la persona choca con el sufrimiento y la debilidad. El médico, el personal sanitario, los padres, los amigos pueden y deben sostener psicológicamente al paciente, ayudándole a evitar la depresión, la pérdida de autoestima y que se convierta en presa de la convicción nefasta de que su vida es indigna de ser vivida. No hay vidas indignas de ser vividas. Siempre sigue siendo capital la relación con el enfermo, su red de relaciones, afectos, apoyos, es decir, la realidad práctica y delicada de un acompañamiento cuidadoso y sabio. Los excesos de tecnología se convierten fácilmente en una ofensa a la dignidad de la persona. Es preciso mantener el modelo hipocrático de medicina, con su defensa de la vida y respeto del enfermo, combinado con el no-paternalismo, el consentimiento informado y una mejora del compromiso médico.
En todo caso, tienen gran valor los cuidados paliativos y la terapia del dolor, en los que ha habido grandes progresos terapéuticos, aunque su aplicación práctica resulta bastante más reducida. En los cuidados paliativos, se acompaña y se cuida cuando ya no es posible curar. Se trata de «eso que queda por hacer cuando ya no hay nada que hacer».
(Extracto del libro La revolución Biopolítica- Vittorio Possenti)