el inmenso crecimiento tecnológico de estas últimas décadas no ha ido acompañado de un desarrollo del ser humano en su integridad, incluida la espiritual; es decir, de un crecimiento paralelo de la responsabilidad, de los valores humanos de la recta conciencia

Romano Guardini había puesto en guardia al hombre del siglo xx, rechazando la tesis de que «toda adquisición de potencia sea simplemente progreso, aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de fuerza vital, de plenitud de valores» (R. GUARDINI, La fine dell’epoca moderna, Queriniana, Brescia 1987, p. 80.), como si la realidad, el bien y la verdad madurasen espontáneamente de la tecnología, la política y la economía. El hombre moderno no ha sido formado para un uso correcto de la potencia: el inmenso crecimiento tecnológico de estas últimas décadas no ha ido acompañado de un desarrollo del ser humano en su integridad, incluida la espiritual; es decir, de un crecimiento paralelo de la responsabilidad, de los valores humanos de la recta conciencia. Lo cual equivale a decir que no se ha desarrollado una adecuada autoconciencia de sus propios límites.

A veces se asiste así a un auténtico delirio de omnipotencia inducido por la técnica y por la ciencia actuando juntas. Los científicos, los técnicos y demás afectados en primer lugar, así como la humanidad en su conjunto, no advierten en muchos casos la gravedad de los retos actuales, de modo que la posibilidad que tiene el hombre de usar mal su potencia y su voluntad de potencia aumenta cuando «no existen normas de libertad, sino solo pretendidas necesidades de utilidad y de seguridad».

De hecho, el ser humano no es nunca plenamente autónomo; su libertad enferma o incluso se pervierte cuando se entrega con manos y pies atados a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las necesidades inmediatas, del egoísmo, el narcisismo y la violencia: cuando pretende ser Dios. En ese sentido se expone a la acción maléfica de su mismo poder, que sigue creciendo sin tener instrumentos para controlarlo.

La robótica y la inteligencia artificial, que actúan en este sentido, inquietan no poco. Claro que el ser humano puede disponer de mecanismos superficiales de control (nunca plenamente garantizados), pero a ese control le falta una ética sólida, una rica cultura y una espiritualidad viva que lo hagan realmente consciente de sus propios límites y así permanecer dentro del recinto de un lúcido dominio de sí, el riesgo de perderse es grande.

Quede nuevamente claro, para evitar equívocos: la ciencia y la tecnología son productos maravillosos de la creatividad humana. Son don de Dios (JUAN PABLO II, Discurso a los representantes de la ciencia, la cultura y los otros estudios en la Universidad de las Naciones Unidas, cit., 3.). Pero el problema fundamental es otro aún más profundo, quizá no fácil de entender: de hecho, la humanidad ha adquirido y desarrollado la tecnología y su evolución siguiendo un paradigma homogéneo y en una sola dimensión, que da un poder excesivo al sujeto, y a él solo. ¿Qué ha sucedido y qué sucede? Progresivamente, siguiendo un proceso lógico-racional, el sujeto comprende y de ese modo piensa poseer el objeto externo a él: la persona humana maneja un mineral o un metal precioso y piensa que es completamente suyo, que está totalmente sujeto a su voluntad. Pero no es así. Cuando el método científico y sus experimentos están totalmente en manos de una persona, llevan a la posesión, al dominio y a la consiguiente posibilidad de transformación del objeto. Es como si el sujeto se hallase frente a una realidad informe, totalmente disponible a su manipulación.

En otras palabras, si la intervención del ser humano sobre la naturaleza siempre ha existido, durante miles de años esa intervención simplemente ha acompañado y secundado las posibilidades ofrecidas por las cosas mismas, por la naturaleza. Se recibía y se utilizaba lo que la naturaleza por sí misma permitía, como si nos alargase la mano para tomarla, como un don de la propia naturaleza. Esta actitud ha dominado el pensamiento y la acción de la persona humana durante miles de años; pero ahora, a raíz del enorme crecimiento de la técnica y de la ciencia, a la persona humana le interesa extraer voluntariamente todo lo que es posible de las cosas mediante una mano que ya no es consciente de su límite. Una mano humana que tiende a ignorar o a olvidar la realidad profunda de lo que tiene ante sí. convertirse eso, el ser humano y las cosas han dejado de darse amistosamente la mano para convirtiéndose en cierto modo en antagonistas.

Es obvio pasar incluso, sin ni siquiera darse cuenta, a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado; una idea que ha entusiasmado sobremanera a economistas, teóricos de las finanzas y de la tecnología, así como a filósofos, sociólogos, psicólogos y humanistas. Pero esa asunción se basa en una mentira: la presunta disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que induce a la humanidad a «exprimirlo» hasta un punto irreversible. Se trata de un falso presupuesto: existiría una cantidad ilimitada de energía, de medios y de materias primas utilizables, y su inmediata regeneración sería posible, mientras que los efectos negativos de las manipulaciones de la naturaleza podrían ser absorbidos fácilmente (CDSI462).

Las consecuencias nocivas de aplicar semejante modelo a toda la realidad, sea personal o social, se constatan sobre todo -pero no solo- en la degradación de la naturaleza y del entorno humano. Por eso hay que reconocer que los productos de la ciencia y de la técnica no son neutros, porque condicionan los estilos de vida y permiten a determinados grupos de poder dirigir la existencia de las personas hacia sus fines de lucro y de poder, incluido el político. Ciertas opciones que parecerían puramente instrumentales, en realidad son opciones consecuentes con el tipo de vida social que se quiere desarrollar.

 

Extracto del libro:  Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio. (Michele Zanzucchi)