DISCURSO EN EL JUBILEO DE LOS GOBERNANTES, PARLAMENTARIOS Y POLÍTICOS

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Sábado 4 de noviembre de 2000

  1. Me alegra recibirles en esta audiencia especial, ilustres gobernantes, parlamentarios y administradores públicos, venidos a Roma para el jubileo. Les saludo con deferencia, a la vez que agradezco cordialmente a la presidenta del Senado de Polonia, señora Grzeskowiak, la felicitación que me ha expresado en nombre de la Asamblea; al presidente del Senado de la Argentina, Mario Losada y al presidente del Senado Italiano, senador Nicola Mancino que se han hecho intérpretes de los sentimientos comunes. Deseo expresar mi agradecimiento también al senador Francesco Cossiga, activo promotor de la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos. Así mismo, saludo a las otras personalidades, entre ellas, al señor Mijail Gorbachov, que han tomado la palabra. Doy la bienvenida de manera especial a los jefes de Estado presentes.

Este encuentro me ofrece la oportunidad de reflexionar con ustedes – teniendo en cuenta las mociones precedentemente presentadas – sobre la naturaleza y la responsabilidad que conlleva la misión a la que Dios, en su amorosa providencia, les ha llamado. En efecto, ésta puede considerarse ciertamente como una verdadera vocación a la acción política, concretamente, al gobierno de las naciones, el establecimiento de las leyes y la Administración pública en sus diversos ámbitos. Es necesario, pues, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y los objetivos de la política, para vivirla como cristianos y como hombres conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que comporta.

  1. La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que, como afirma el Concilio Vaticano II, “abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia” (Gaudium et spes, 74). La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi predecesor Pablo VI, ha afirmado que “La política es un aspecto […] que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás” (Octogesima adveniens, 46).

Por tanto, el cristiano que actúa en política —y quiere hacerlo “como cristiano”— ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por lo tanto, y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas despiadadas y crueles, no escasean los “vencidos”, que inexorablemente quedan marginados. Entre éstos no puedo olvidar a los reclusos en las cárceles: el pasado 19 de julio he estado con ellos, con ocasión de su Jubileo. En aquella oportunidad, siguiendo la costumbre de los anteriores Años Jubilares, pedí a los responsables de los Estados “una señal de clemencia en favor de todos los presos”, que fuera “una clara expresión de sensibilidad hacia su condición”. Movido por las numerosas súplicas que me llegan de todas partes, renuevo también hoy aquel llamado, convencido de que un gesto así les animaría en el camino de revisión personal y les impulsaría a una adhesión más firme a los valores de la justicia

Ésta tiene que ser precisamente la preocupación esencial del hombre político, la justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo sino que tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquéllos que, por su condición social, cultura o salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación personal.

Éste es el escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, en las que los ricos se hacen cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear nueva pobreza. Este escándalo no se produce solamente en cada una de las naciones, sino que sus dimensiones superan ampliamente sus confines. Sobre todo hoy, con el fenómeno de la globalización de los mercados, los países ricos y desarrollados tienden a mejorar ulteriormente su condición económica, mientras que los países pobres —exceptuando algunos en vías de un desarrollo prometedor— tienden a hundirse aun más en formas de pobreza cada vez más penosas.

  1. Pienso con gran preocupación en aquellas regiones del mundo afligidas por guerras y guerrillas sin fin, por el hambre endémica y por terribles enfermedades. Muchos de ustedes están tan preocupados como yo por este estado de cosas que, desde un punto de vista cristiano y humano, representa el más grave pecado de injusticia del mundo moderno y, por tanto, ha de conmover profundamente la conciencia de los cristianos de hoy, comenzando por los que, al tener en sus manos los resortes de la política, la economía y los recursos financieros del mundo, pueden determinar —para bien o para mal— el destino de los pueblos.

En realidad, para vencer el egoísmo de las personas y las naciones, lo que debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad. Sólo así se podrá poner freno a la búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de cualquier referencia a otros valores. En un mundo globalizado, en que el mercado, que de por sí tiene un papel positivo para la libre creatividad humana en el sector de la economía (cf. Centesimus annus, 42), tiende sin embargo a desentenderse de toda consideración moral, asumiendo como única norma la ley del máximo beneficio, aquellos cristianos que se sienten llamados por Dios a la vida política tienen la tarea —ciertamente bastante difícil, pero necesaria— de doblegar las leyes del mercado “salvaje” a las de la justicia y la solidaridad. Ese es el único camino para asegurar a nuestro mundo un futuro pacífico, arrancando de raíz las causas de conflictos y guerras: la paz es fruto de la justicia.

  1. Quisiera ahora, en particular, dirigir una palabra a aquellos de ustedes que tienen la delicada misión de formular y aprobar las leyes: una tarea que aproxima el hombre a Dios, supremo Legislador, de cuya Ley eterna toda ley recibe en ultima instancia su validez y su fuerza obligante. A esto se refiere precisamente la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural, al ser ésta una indicación de las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de la persona humana. Como he tenido ocasión de afirmar en el Encíclica Evangelium vitae, “en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles ‘mayorías’ de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto ‘ley natural’ inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil” (n. 70).

Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano —desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal— no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a formularla ni aprobarla en sede parlamentaria, aun cuando, durante las discusiones parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que atenúen su carácter nocivo. Lo mismo puede decirse de toda ley que perjudique a la familia y atente contra su unidad e indisolubilidad, o bien otorgue validez legal a uniones entre personas, incluso del mismo sexo, que pretendan suplantar, con los mismos derechos, a la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.

En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia. En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político.

  1. Ilustres Señores y Señoras, los tiempos que Dios nos ha concedido vivir son en buena parte obscuros y difíciles, puesto que son momentos en que se pone en juego el futuro mismo de la humanidad en el milenio que se abre ante nosotros. En muchos hombres de nuestro tiempo domina el miedo y la incertidumbre: ¿hacia dónde vamos? ¿cuál será el destino de la humanidad en el próximo siglo? ¿a dónde nos llevarán los extraordinarios descubrimientos científicos realizados en estos últimos años, sobre todo en campo biológico y genético? En efecto, somos conscientes de estar sólo al comienzo de un camino que no se sabe dónde desembocará y si será provechoso o dañino para los hombres del siglo XXl.

Nosotros, los cristianos de este tiempo formidable y maravilloso al mismo tiempo, aun participando en los miedos, las incertidumbres y los interrogantes de los hombres de hoy, no somos pesimistas sobre el futuro, puesto que tenemos la certeza de que Jesucristo es el Dios de la historia, y porque tenemos en el Evangelio la luz que ilumina nuestro camino, incluso en los momentos difíciles y oscuros.

El encuentro con Cristo transformó un día sus vidas y ustedes han querido renovar hoy su esplendor con esta peregrinación a los lugares que guardan la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. En la medida en que perseveren en esta estrecha unión con Él mediante la oración personal y la participación convencida en la vida de la Iglesia, Él, el Viviente, seguirá derramando sobre ustedes el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad y el amor, la fuerza y la luz que todos nosotros necesitamos.

Con un acto de fe sincera y convencida, renueven su adhesión a Jesucristo, Salvador del mundo, y hagan de su Evangelio la guía de su pensamiento y de su vida. Así serán en la sociedad actual el fermento de vida nueva que necesita la humanidad para construir un futuro más justo y más solidario, un futuro abierto a la civilización del amor.

HOMILÍA EN EL JUBILEO DE LOS GOBERNANTES, PARLAMENTARIOS Y POLÍTICOS

Domingo, 5 de noviembre de 2000

  1. “¡Escucha, Israel!” (Dt 6,3.4)

La palabra de Dios, solemne y al mismo tiempo afectuosa, nos ha dirigido, hace un momento, la invitación a “escuchar“. A escuchar “hoy“, “ahora“; y a hacerlo no individualmente o privadamente, sino juntos: “¡Escucha, Israel!”.

Esta apelación os afecta esta mañana de modo particular, Gobernantes, Parlamentarios, Políticos, Administradores, llegados a Roma para celebrar vuestro Jubileo. Saludo a todos cordialmente, especialmente a los Jefes de Estado presentes entre nosotros.

En la celebración litúrgica se actualiza, aquí y ahora, el acontecimiento de la Alianza con Dios. ¿Qué respuesta espera Dios de nosotros?. La indicación recibida ahora mismo en la proclamación del texto bíblico es apremiante: es preciso ante todo ponerse a la escucha. No una escucha pasiva y desentendida. Los Israelitas comprendieron bien que Dios esperaba de ellos una respuesta activa y responsable. Por esto prometieron a Moisés: “Nos dirás todo lo que el Señor nuestro Dios te haya dicho y nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Dt 5,27).

Al asumir este compromiso, sabían lo que tenían que hacer con un Dios del cual podían fiarse. Dios amaba a su pueblo y quería su felicidad. En cambio, Él pedía el amor. En el “Shema Israel”, que hemos oído en la primera Lectura, junto a la petición de fe en el único Dios, se manifiesta el mandamiento fundamental, el del amor a Él: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (DT 6,5).

  1. La relación del hombre con Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el amor. El amor que Dios espera de su pueblo es la respuesta a aquel amor fiel y diligente que Él le ha manifestado primeramente a través de las distintas etapas de la historia de la salvación.

Precisamente por esto los Mandamientos, antes que como un código legal y una regulación jurídica, han sido comprendidos por el pueblo elegido como un acontecimiento de gracia, como signo de la privilegiada y exclusiva pertenencia al Señor. Es significativo que Israel no hable nunca de la ley como de un fardo, de una imposición, sino como de un don y de un favor, “Felices nosotros, Israel, -exclama el profeta-, porque lo que agrada a Dios nos ha sido revelado” (BAR 4,4).

El pueblo sabe que el Decálogo es un compromiso obligatorio, pero sabe también que es la condición para la vida: Mira, dice el Señor, yo pongo ante ti la vida y la muerte, es decir el bien y el mal; te prescribo cumplir mis mandamientos, para que tengas vida (cfr Dt 30,15). Con su Ley Dios no quiere coartar la voluntad del hombre, sino liberarlo de todo aquello que puede comprometer su auténtica dignidad y plena realización.

  1. Me he detenido, ilustres Gobernantes, Parlamentarios y Políticos, a reflexionar sobre el sentido y sobre el valor de la Ley divina, porque éste es un argumento que os toca de cerca. ¿No es quizás, vuestra tarea cotidiana, la de elaborar leyes justas y hacerlas aprobar y aplicarlas?. Al hacer esto estáis convencidos de rendir un importante servicio al hombre, a la sociedad, a la libertad misma. Y justamente. La ley humana en efecto, si es justa, no está nunca contra, sino al servicio de la libertad. Esto lo había intuido ya el sabio pagano, cuando sentenciaba: “Legum servi sumus, ut liberi esse possimus”– “Somos siervos de la ley, para poder ser libres” (Cic., De legibus, II,13).

La libertad a la que hace referencia Cicerón, todavía, se sitúa principalmente al nivel de las relaciones externas entre los ciudadanos. Como tal, esa corre el peligro de reducirse a un equilibrio congruente de intereses respectivos, y tal vez de egoísmos contrapuestos. La libertad a la que hace referencia la palabra de Dios, al contrario, se enraíza en el corazón del hombre, un corazón que Dios puede liberar del egoísmo, haciéndolo capaz de abrirse al amor desinteresado.

No en vano, en la página evangélica escuchada anteriormente, al escriba que le pregunta cuál es el primero de todos los mandamientos, Jesús le responde citando el “Shema”: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu fuerza” (Mt 12,30). El acento está puesto en el “todo”: el amor de Dios no puede más que ser “total”. Pero sólo Dios tiene la facultad de purificar el corazón humano del egoísmo y «liberarlo» para dotarlo con plena capacidad de amar.

Un hombre con el corazón así «enriquecido» puede abrirse al hermano y hacerse cargo de él con la misma solicitud con la que se preocupa de sí mismo. Por esto Jesús añade: “El segundo (mandamiento) es este: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31). Quien ama a Dios con todo el corazón y lo reconoce como «único Dios», y por tanto como Padre de todos, no puede ver a cuantos se encuentran en su camino más que como otros hermanos.

  1. Amar al prójimo como a sí mismo. Estas palabras encuentran seguramente eco en vuestras almas, queridos Gobernantes, Parlamentarios, Políticos y Administradores. Os plantean hoy a cada uno, con ocasión de vuestro Jubileo, una cuestión central: ¿de qué manera, en vuestro delicado y comprometido servicio al estado y a los ciudadanos, podéis dar cumplimiento a este mandamiento?. La respuesta es clara: viviendo el compromiso político como un servicio. ¡Perspectiva tan obvia como exigente!. Esa no puede, en efecto, reducirse a una reafirmación genérica de principios o a la declaración de buenas intenciones. El servicio político pasa a través de un diligente y cotidiano compromiso, que exige una gran competencia en el desarrollo del propio deber y una moralidad a toda prueba en la gestión desinteresada y transparente del poder.

Por otra parte, la coherencia personal del político ha de expresarse también en una correcta concepción de la vida social y política a la que él está llamado a servir. Bajo este punto de vista, un político cristiano no puede dejar de hacer constante referencia a aquellos principios que la doctrina social de la Iglesia ha desarrollado a lo largo de tiempo. Esos, como es sabido, no constituyen una “ideología” y menos un “programa político”, sino que ofrecen las líneas fundamentales para una comprensión del hombre y de la sociedad a la luz de la ley ética universal presente en el corazón de todo hombre e iluminada por la revelación evangélica (cfr Sollicitudo rei socialis, 41). A vosotros corresponde, queridos Hermanos y Hermanas comprometidos en política, haceros intérpretes convencidos y activos.

Ciertamente, en la aplicación de estos principios a la compleja realidad política, será frecuentemente inevitable encontrarse con ámbitos, problemas y circunstancias que pueden dar legítimamente lugar a diversas valoraciones concretas. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede justificar un pragmatismo que, también respecto a los valores esenciales y básicos de la vida social, reduzca la política a pura mediación de los intereses o, aún peor, a una cuestión de demagogia o de cálculos electorales. Si el derecho no puede y no debe cubrir todo el ámbito de la ley moral, se debe también recordar que no puede ir “contra” la ley moral.

  1. Esto adquiere particular relieve en esta fase de transformaciones intensas, que ve surgir una nueva dimensión de la política. El declive de las ideologías se acompaña de una crisis de formaciones partidistas, que reta a comprender de modo nuevo la representación política y el papel de las instituciones. Es necesario redescubrir el sentido de la participación, implicando en mayor medida a los ciudadanos en la búsqueda de vías oportunas para avanzar hacia una realización siempre más satisfactoria del bien común.

En tal tarea el cristiano evitará ceder a la tentación de la oposición violenta, fuente, a menudo, de grandes sufrimientos para la comunidad. El diálogo se presenta siempre como instrumento insustituible de toda confrontación constructiva, sea en las relaciones internas de los Estados como en las internacionales. ¿Y quién podrá asumir esta «tarea» del diálogo mejor que el político cristiano, que cada día debe confrontarse con aquello que Cristo ha denominado como «el primero» de los mandamientos, el mandamiento del amor?.

  1. Ilustres Gobernantes, Parlamentarios, Políticos, Administradores, son numerosas y exigentes las tareas que esperan, al comienzo del nuevo siglo y del nuevo milenio, a los responsables de la vida pública. Precisamente pensando en esto, en el contexto del Gran Jubileo, he querido, como sabéis, ofreceros la protección de un Patrono especial: el santo mártir Tomás Moro.

Su figura es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político. Su elocuente testimonio es más que nunca actual en un momento histórico que presenta retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, él se puso siempre al servicio de la persona, especialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba de un distinguido sentido de la equidad. Sobre todo, él no aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz. ¡Invocadlo, seguidlo, imitadlo!. Su intercesión no os faltará para obtener, también en las situaciones más arduas, fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia.

Es el auxilio que queremos corroborar con la fuerza del sacrificio eucarístico, en el cual una vez más Cristo se hace alimento y orientación para nuestra vida. Que el Señor os conceda ser políticos según su Corazón, imitadores de San Tomás Moro, testigo valiente de Cristo e íntegro servidor del Estado.

AL FINAL DE LA VELADA ARTÍSTICO-CULTURAL EN LA SALA PABLO VI

Domingo 5 de noviembre

Señoras y señores: 

  1. Hemos vivido juntos una velada artística y musical, que ha querido integrar las celebraciones del jubileo de los gobernantes, los parlamentarios y los políticos. Gracias de corazón a cuantos la han hecho posible y a quienes se han ocupado de su realización concreta. El programa preparado ha sido rico y representativo de los cinco continentes, en los que habita, vive y trabaja la gran familia humana. Hemos visto juntos que la paz, la solidaridad y el amor son posibles, gracias a la aportación de todos. Expreso mi gratitud y mi aprecio a los artistas, a los niños, a los concertistas, a la presentadora y a los técnicos, que nos han guiado y acompañado en este viaje ideal por los senderos de la paz y del amor.
  2. Doy las gracias, con deferente consideración, a los ilustres huéspedes galardonados con el premio Nobel. Nos han dado un testimonio personal sobre la importancia de los valores éticos y morales en la vida y en la acción de quien se halla revestido de autoridad pública. La Iglesia siente gran estima por la misión confiada a los políticos y a los gobernantes; por eso, no se cansa de recordar la dimensión fundamental del servicio, que debe distinguir la actividad de los representantes del pueblo y de toda autoridad pública.

En particular, la Iglesia recuerda esa dimensión a los creyentes, a quienes la fe presenta la actividad política como una vocación. Por lo demás, toda persona recta encuentra en los dictámenes de la ley natural, que resuenan en su conciencia, la orientación para las opciones que le exige la función que se le ha confiado.

  1. Hablando de esto, viene espontáneamente a la mente la figura luminosa de santo Tomás Moro, ejemplo extraordinario de libertad y de fidelidad a la ley de la conciencia ante exigencias moralmente inaceptables, aunque fueran autorizadas. He querido proclamarlo vuestro patrono, queridos gobernantes, parlamentarios y políticos, para que su testimonio os estimule y anime.

Ojalá que vuestro trabajo esté diariamente al servicio de la justicia, la paz, la libertad y el bien común. Dios bendecirá seguramente vuestros esfuerzos, enriqueciéndolos con abundantes frutos, para realizar una difusión cada vez más amplia y profunda de la civilización del amor.

Con estos deseos, y para confirmarlos, invoco sobre todos la bendición de Dios todopoderoso. Gracias.

ÁNGELUS JUBILEO DE LOS GOBERNANTES, PARLAMENTARIOS Y POLÍTICOS 

Domingo 5 de noviembre de 2000

  1. Antes de la bendición conclusiva, deseo dar las gracias a cuantos han colaborado en la preparación de este acontecimiento jubilar. A todos os renuevo la exhortación a profundizar y difundir el conocimiento de santo Tomás Moro, nuevo patrono de los gobernantes y los políticos. Para esta finalidad, su figura es realmente muy adecuada. En efecto, Tomás Moro vivió plenamente la identidad cristiana en el estado laical, como marido, padre ejemplar y gran estadista. Hombre plenamente íntegro, con tal de permanecer fiel a Dios y a su conciencia, renunció a todo: a los honores, a los afectos e incluso a la vida; pero adquirió así el bien más valioso: el reino de los cielos, desde donde vela por cuantos se dedican generosamente al servicio de la familia humana en las instituciones civiles y políticas.
  2. En este marco, quisiera recordar que hoy se celebra en Italia la Jornada para la investigación sobre el cáncer. Animo a todas las personas que sufren a causa de esta enfermedad, y deseo que cada uno encuentre en la fe el sólido fundamento de su esperanza. A cuantos, de diferentes maneras, trabajan por lograr que el cáncer sea cada vez menos peligroso, les expreso la estima y la solidaridad de la Iglesia, la cual desde siempre trata de servir a Cristo en los enfermos, junto a los profesionales de la salud.
  3. Saludo cordialmente a los gobernantes, parlamentarios y políticos que celebran su jubileo, así como a todos los peregrinos francófonos presentes en esta celebración. Deseo que el encuentro personal con Cristo proporcione a cada uno la fuerza para su misión diaria. Con la bendición apostólica.

Saludo a los peregrinos y visitantes de lengua inglesa, especialmente a los que participan en el jubileo de los gobernantes, parlamentarios y políticos. Que por intercesión de santo Tomás Moro todos los hombres y mujeres comprometidos en la vida pública se preocupen por el bien común y actúen siempre de acuerdo con la verdad y su conciencia. Invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo.

Me dirijo a los peregrinos de los países de lengua alemana, en particular a los hombres y a las mujeres que han asumido responsabilidades en el ámbito político. El poder que se os ha otorgado implica, ante todo, servicio al hombre. Os deseo que tengáis siempre un corazón puro en el ejercicio de vuestras altas funciones. Respetad la dignidad de cada uno, aun cuando sea débil desde el punto de vista social, económico y de la salud. Que la bendición de Dios os acompañe a todos.

Saludo con afecto a los parlamentarios y políticos de lengua española. Que esta peregrinación jubilar sea un estímulo para emprender nuevos caminos de esperanza que, respetando plenamente la dignidad de la persona, atiendan las necesidades materiales, sociales y espirituales de todos los ciudadanos.

Un saludo deferente a los gobernantes y políticos de lengua portuguesa, con la certeza de mi oración y mi bendición para que vuestra noble misión de servicio haga realidad las numerosas esperanzas que los ciudadanos más pobres y desprotegidos tienen puestas en vosotros.

Saludo a los parlamentarios de Polonia que participan en este encuentro jubilar. Vuestra presencia hoy testimonia que deseáis construir vuestra vida personal y la actividad política según la enseñanza del Evangelio. Que la gracia de Jesucristo os conforte. El Espíritu Santo os acompañe siempre con su luz por el camino del servicio cristiano al hombre y a la sociedad. Dios os bendiga.

  1. Con el Ángelus encomendamos nuestras intenciones a la intercesión de María santísima. De modo especial, quisiera invitaros a orar por el encuentro que, en los próximos días, tendré con el Catholicós de todos los armenios, Su Santidad Karekin II. Durante una solemne celebración ecuménica en San Pedro, el próximo día 10 de noviembre, tendré la alegría de entregarle una reliquia de san Gregorio el Iluminador, patrono de Armenia. Quiera Dios que este acontecimiento ecuménico, en el clima jubilar, contribuya a acelerar el camino de la comunión plena entre todos los cristianos. Oremos por esta intención.