Uno de los rasgos biográficos de Pablo de Tarso del que podemos estar seguros es que trabajó con sus manos. No es un tema del que el Apóstol hable mucho, pero sí lo suficiente para que no nos quepa duda. Pablo trabajó manualmente y no oculta este hecho; es más, se muestra orgulloso de ello. En este artículo trataremos de reconstruir cómo y en qué condiciones trabajó Pablo y exploraremos las razones por las que creyó que era importante ejercer un oficio como parte de su misión evangelizadora.

* Autor: Alberto de Mingo

PABLO, EL FABRICANTE DE TIENDAS

Tanto en el libro de los Hechos de los Apóstoles como en sus cartas podemos constatar que Pablo trabajó con sus manos, pero solo un pasaje de Hechos informa de cuál era su profesión. Leámoslo:

[Pablo] se encontró con un judío llamado Áquila, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia con su mujer Priscila […] Y como era del mismo oficio, se quedó a vivir y a trabajar con ellos. El oficio de ellos era fabricar tiendas. Cada sábado en la sinagoga discutía y se esforzaba por convencer a judíos y griegos (Hch 18,2-4).

Este pasaje relata el primer encuentro en Corinto del Apóstol con Áquila y Priscila, un matrimonio de misioneros cristianos (cf. Rom 16,3; l Cor 16,19; 2 Tim 4,19), y narra cómo se quedó a vivir y a trabajar con ellos. Precisa que los tres ejercían el mismo oficio: fabricantes de tiendas (en griego, skénopoiós). Se trata de un término preciso que se aplica a artesanos especializados en la producción de tiendas de campaña, que confeccionaban normalmente a base de cuero. Este oficio debe distinguirse del curtidor, que consiste en tratar la piel del animal para prepararlo para distintos usos. La tarea del skénopoiós consistía en cortar el cuero ya procesado y coser los trozos para elaborar tiendas. Para esta tarea solo se necesitaban cuchillos, agujas y punzones, instrumentos que podían transportarse fácilmente. Podemos imaginar a Pablo viajando con ellos y estableciendo su taller en las ciudades en las que había decidido permanecer.

El producto final del trabajo se podía vender tanto al ejército, que lo empleaba para sus campamentos, como a clientes civiles. Los marineros y otras personas que formaban la población flotante de las grandes ciudades del Imperio a menudo vivían en tiendas de campaña. Sabemos también que hombres de clase social acomodada podían llevar sus propias tiendas de campaña en sus viajes. Las tiendas eran empleadas también en las cubiertas de los barcos como protección contra el sol y la lluvia, así como toldos en los mercados al aire libre. La facilidad de Pablo de establecerse en distintas ciudades puede tomarse como indicación de la alta demanda de los artículos que fabricaba.

Pablo no nos oculta la dureza de su trabajo. En la primera carta a los Tesalonicenses escribe: «Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios» (1 Tes 2,9). Y en la primera carta a los Corintios afirma: «Nos agotamos trabajando con nuestras propias manos» (l Cor 4,12; cf. 2 Cor 6,5; 11,27). Estas palabras reflejan las difíciles condiciones de vida que Pablo compartía con la mayoría de los artesanos de la Antigüedad: su tarea exigía tanto esfuerzo físico como concentración mental, y las largas jornadas de labor podían llegar a ser agotadoras. No era algo que se hiciera por gusto. Para él, como para la mayoría de la población -de entonces y de ahora-, tener un techo bajo el que cobijarse y poder comer todos los días no era algo que podía darse por supuesto, sino que requería de muchas horas diarias de fatiga. Trabajar era una necesidad para poder sobrevivir.

Podemos imaginar a Pablo en Corinto, junto al matrimonio formado por Priscila y Áquila, en su taller, quizá una habitación de una casa que habían alquilado

Podemos imaginar a Pablo en Corinto, junto al matrimonio formado por Priscila y Áquila, en su taller, quizá una habitación de una casa que habían alquilado. Encorvados sobre una gastada mesa de madera pasan largo tiempo cortando y cosiendo, con la habilidad propia de quien ha dedicado a ello miles de horas. Esta intensa labor se interrumpía el sábado. Como buenos judíos, no trabajaban ese día. Según informa el pasaje citado de Hechos, lo pasaban en la sinagoga, dialogando y esforzándose «por convencer a judíos y griegos».

TRABAJAR ES DE PERDEDORES

Las élites sociales de la Antigüedad despreciaban el trabajo, especialmente el manual. Cicerón, senador romano del siglo I a.C, expresaba la visión de las clases altas cuando sentenció: «Impropios y sórdidos son los medios de vida de todos los asalariados a quienes pagamos no por sus artes, sino por su obra; pues en ellos su mismo salario es precio de esclavitud». Para el aristócrata romano, trabajar para ganar dinero produciendo objetos para la venta era solo un poco mejor que ser esclavo. En el Imperio romano, el ideal del hombre libre era vivir de lo que producían sus campos, labrados con trabajo ajeno, mientras que ellos ocupaban su ocio con la política, la filosofía o la literatura. Pablo se distanció de esa élite que despreciaba el trabajo, y creemos que lo hizo de forma voluntaria y deliberada.

Lucas, el autor de Hechos de los Apóstoles, nos informa de que Pablo era ciudadano romano. Este es un dato que el propio Pablo jamás menciona en sus cartas. ¿Por qué calla el Apóstol sobre este elemento de su biografía? Ser ciudadano romano suponía importantes ventajas. Si era acusado de algún delito, tenía derecho a apelar al emperador para recibir un juicio con garantías y, mientras tanto, no podía ser sometido a torturas o castigos físicos. Podía viajar libre y gratuitamente por la amplia red de calzadas romanas. Más allá de estos derechos, los ciudadanos romanos formaban en las provincias una élite social gracias a sus contactos con el poder imperial.

Si tan importante era ser ciudadano romano, ¿por qué Pablo nunca habla de ello en sus cartas?

Algunos exegetas han explicado este silencio negando que el Apóstol fuese ciudadano romano, afirmando que este dato es una invención de Lucas. Nosotros, con la mayoría de los exegetas e historiadores, damos crédito al testimonio de Lucas y aceptamos que Pablo sí era ciudadano romano. Entonces, ¿por qué calla el Apóstol sobre este importantísimo rasgo en sus cartas? No es posible dar una respuesta cierta a esta pregunta, pero pensamos que la razón podría ser que el Apóstol no se sentía orgulloso de su ciudadanía romana. ¿Cómo es posible que Pablo, que sí se siente orgulloso de trabajar con sus manos -algo despreciable para las élites-, no lo estuviera de ser ciudadano romano, un rasgo que exaltaba su estatus social?

Además de ser ciudadano romano, Pablo era un hombre de un alto nivel cultural. Nadie que haya leído sus cartas puede dudarlo, pues estas reflejan una sofisticación intelectual que nos sigue asombrando hoy. Un ciudadano romano con su formación podía sin duda encontrar una ocupación que no exigiese el duro trabajo de sus manos y lo situase en una posición económicamente más desahogada y de mayor prestigio social. Pablo podía haber elegido una forma de vida más cómoda y mejor considerada, pero prefirió la penosa existencia de un artesano itinerante. ¿Por qué?

DOS POSIBLES RAZONES DE LA OPCIÓN DE PABLO POR EL TRABAJO

Hemos argumentado que es posible que, para Pablo, trabajar fuera una opción, que eligió pudiendo haberlo evitado. Para la mayoría de la población, sin embargo, ganarse la vida con dura labor no era opcional, como no lo es hoy. Esta constatación elemental de que, para la mayoría, trabajar era una necesidad para poder subsistir no debe olvidarse, pues está en la base de todo lo demás que diremos a continuación.

Si Pablo hubiera cultivado su red de contactos como ciudadano romano, podría haber vivido sin tener que trabajar con sus manos

Pensamos que, si Pablo hubiera cultivado su red de contactos como ciudadano romano, podría haber vivido sin tener que trabajar con sus manos. Incluso una vez que se había lanzado a la vida itinerante de misionero, podría haber encontrado un modo de vivir que no exigiese pasar largas horas en el taller, porque entre los cristianos existía una tradición según la cual el misionero tenía derecho a ser alojado y alimentado por las familias a las que anunciaba el Evangelio. Esta enseñanza procedía, según los evangelios, del mismo Jesús, quien, al enviar a sus apóstoles en misión, les instruyó de la siguiente manera:

Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella y decidles: ‘El reino de Dios ha ¡legado a vosotros'» (Lc 10,5-9).

Pablo era conocedor de esta enseñanza, como demuestra el siguiente pasaje de la primera carta a los Corintios:

¿Acaso no tenemos derecho a comer y a beber? ¿Acaso no tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer hermana en la fe, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas? ¿Acaso somos Bernabé y yo ¡os únicos que estamos privados del derecho a dejar el trabajo? […] Si nosotros hemos sembrado entre vosotros lo espiritual, ¿será extraño que cosechemos lo material? Si otros gozan de ese derecho entre vosotros, ¿no lo tendremos más nosotros? Pero no hemos utilizado este derecho, sino que todo ¡o soportamos, para no poner impedimento al Evangelio de Cristo (l Cor 9,4-6.11-12; cf. l Tim 5,18).

Pablo es bien consciente de su «derecho a dejar el trabajo», pero no hizo uso de esa prerrogativa «para no poner impedimento al Evangelio de Cristo». ¿A qué impedimento se refiere?

Sabemos que Pablo no siempre se costeó su alojamiento y comida, sino que en ocasiones aceptó la hospitalidad de algunos cristianos. Así nos consta de la empresaria Lidia (Hch 16,14-15), de la diaconisa Febe (Rom 16,1-2) y de Filemón (Flm 22), por citar solo algunos casos. Sin embargo, en Corinto y quizá en otros lugares en los que permaneció largo tiempo -según Hechos, Pablo se quedó en Corinto dieciocho meses (cf. Hch 18,11-12)-, el Apóstol prefirió procurarse su propio acomodo costeándolo con su trabajo.

En la sociedad romana, a menudo los ricos alojaban a filósofos, poetas y otros intelectuales en sus casas para instruir y entretener a los miembros de la familia, pero se entendía que estos huéspedes, a cambio, estaban a su servicio. Pablo no quería parecerse a ellos. Quedarse en casa de un cristiano adinerado podía resultar más confortable, pero esa comodidad venía con un precio: la pérdida de libertad para poder predicar y actuar como él creyese más conveniente para la difusión del Evangelio. Es muy probable que esta fuera una de las razones por las que Pablo optó por ganarse la vida trabajando con sus manos.

Aceptar la ley del trabajo y mantenerse con lo que ganase era también un modo de mostrar una forma de vida honrada y posible para la mayoría de los cristianos. La segunda carta a los Tesalonicenses es normalmente considerada deuteropaulina, es decir, escrita no por el propio Pablo, sino por uno de sus discípulos, pero esta enseñanza que allí encontramos bien podría proceder del propio Apóstol. Dice así:

Esforzaos por vivir con tranquilidad, ocupándoos de vuestros asuntos y trabajando con vuestras propias manos, como os ¡o tenemos mandado, para que os comportéis honestamente con ¡os no cristianos y no tengáis necesidad de nadie (2 Tes 4,11-12),

Esta misma tradición es recogida en el libro de Hechos en forma de recuerdo de un discurso pronunciado por Pablo al despedirse de la comunidad de Éfeso. Según Hechos, en esa ocasión les dijo:

Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a ¡as de mis compañeros. En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20,33-35).

Trabajar no solo provee de recursos para vivir honradamente, sino también de lo necesario para ayudar a otros más desafortunados.

Quedarse en casa de un cristiano adinerado podía resultar más confortable, pero esa comodidad venía con un precio: la pérdida de libertad para poder predicar y actuar como él creyese más conveniente para la difusión del Evangelio

Otra de las razones por la que Pablo habría elegido trabajar podría haber sido el deseo de hacer de su taller un espacio de irradiación del Evangelio. A diferencia de otros oficios, como aquellos que tienen por materia prima la piedra, el trabajo sobre el cuero era silencioso y podía crear ambientes en los que la conversación podía fluir. De este modo, el taller podía convertirse en un lugar propicio para entrar en contacto con los no creyentes y anunciarles el Evangelio. Si bien es cierto que ni Hechos ni las cartas mencionan que Pablo evangelizara mientras realizaba su labor, es difícil imaginar al Apóstol desaprovechando la circunstancia de la visita de un cliente o un proveedor, o la colaboración con un colega, para hablarles de Jesucristo. El trato con distintos tipos de personas que implicaba el ejercicio de una profesión podía servir de plataforma para conectar con gente que de otro modo quedaba fuera del alcance de su misión.

LA MÁS IMPORTANTE RAZÓN

Pensamos que las razones que hemos aducido en el apartado anterior resultan creíbles para explicar por qué Pablo prefirió trabajar con sus manos en lugar de aceptar un modo de vida más fácil, pero ninguna de ellas es mencionada explícitamente por el Apóstol. Pablo, sin embargo, dedica el capítulo noveno de su primera carta a los Corintios para exponer una razón por la que ha elegido trabajar con sus manos. Enseguida vamos a comentar este pasaje, pero antes necesitamos situarlo en su contexto, el de comer o no la carne sacrificada a los ídolos.

La primera carta a los Corintios nos muestra una comunidad cristiana dividida a causa de varios conflictos. Uno de ellos es descrito en el capítulo octavo. Allí presenta, por un lado, a un grupo de cristianos que no tiene problema en comer carne ofrecida a los ídolos, y, por otro, a cristianos que se escandalizan de este comportamiento. A nosotros nos resulta extraña esta costumbre de comer carne ofrecida a los ídolos, pero, en la Antigüedad, el sacrificio de animales era la forma más común de dar culto a los dioses. Una porción de la carne sacrificada se consumía durante el ritual religioso y otra se vendía. Gran parte de la carne que podía comprarse en el mercado había sido previamente sacrificada a los ídolos. Pablo da la razón a los cristianos que opinan que no hay nada malo en comer esa carne. Escribe: «Sobre el hecho de comer lo sacrificado a los ídolos, sabemos que en el mundo un ídolo no es nada y que no hay más Dios que uno» (l Cor 8,4). Los dioses no existen. Nada que objetar, por tanto, a ingerir carne que les haya sido ofrecida. De este modo, Pablo reconoce que los cristianos que creen poder comer carne sacrificada a los ídolos están objetivamente en lo correcto, pero, dicho esto, se pone en el lado del otro grupo, el de los que se escandalizan por ese comportamiento. Estas son sus palabras:

Sin embargo, no todos tienen este conocimiento: algunos, acostumbrados a la idolatría hasta hace poco, comen pensando que la carne está consagrada al ídolo y, como su conciencia está insegura, se manchan (v. 7).

No todos los cristianos tenían la conciencia suficientemente formada como para poder comer carne sacrificada a los dioses sin creer que estaban entrando en comunión con ellos. No conseguían disociar este comportamiento que veían en algunos compañeros cristianos de lo que ellos habían hecho tantas veces en rituales paganos antes de su conversión y que ahora repudiaban. Para estas personas, comer ese tipo de carne constituía un acto de idolatría.

Para Pablo, más importante que comer o no comer carne era respetar la conciencia de esas personas menos formadas, aunque no tuvieran objetivamente razón. Por eso conmina al grupo de los de mayor formación: «Tened cuidado, no sea que vuestra misma libertad se convierta en piedra de escándalo para los débiles» (1 Cor 8,9), y les advierte de las graves consecuencias que podía comportar su actitud: «Así, por tu conocimiento se pierde el inseguro, un hermano por quien Cristo murió. Al pecar de esa manera contra los hermanos, turbando su conciencia insegura, pecáis contra Cristo» (1 Cor 8,11-12).

En resumen, en lo de comer carne sacrificada a los ídolos, Pablo da la razón a aquellos que tienen un conocimiento superior, a los que identifica como «los fuertes». Sin embargo, les recuerda que el amor por sus hermanos más débiles es más importante que tener razón y les exhorta a refrenarse de comer carne ofrecida a los ídolos.

En el capítulo noveno, Pablo sigue tratando de convencer a los fuertes de que se abstengan de comer carne sacrificada por consideración a los débiles. Para ello, se propone como ejemplo a sí mismo. Si él ha renunciado a su derecho a dejar el trabajo, los corintios de mayor formación -que coincidirían probablemente con los más ricos- deben renunciar a su derecho a comer carne en favor de sus hermanos menos formados. Pablo argumenta:

Pero yo no he hecho uso de nada de esto [el derecho a cobrar por predicar el Evangelio y no tener así que trabajar], pero no he escrito estas cosas para que se haga así conmigo. ¡Más me valdría morir…! Nadie me quitará esta gloria (l Cor 9,15).

En los versículos anteriores (9,1-14), Pablo ha dejado claro que tiene derecho a cobrar por su trabajo misionero, pero que ha renunciado a ese derecho. Aquí les dice que no les ha recordado este derecho para reclamar ahora que se le pague: «No he escrito estas cosas para que se haga así conmigo», y exclama: «¡Más me valdría morir…!» Esta expresión dramática demuestra que, para él, no cobrar por anunciar el Evangelio reviste la máxima importancia. A continuación, explica por fin el motivo de su opción por el trabajo manual:

El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio gratuitamente sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio (l Cor 9,16-18).

Pablo inicia este pasaje declarando que «el hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo», porque, al evangelizar, se limita a cumplir lo que el Señor le ha ordenado. Pero sí hay algo de lo que puede enorgullecerse, algo que lo distingue de los demás misioneros: anunciar el Evangelio gratuitamente. «Nadie me quitará esta gloria», dice. El biblista español Álvaro Pereira, que dedicó su tesis doctoral al estudio de 1 Cor 9, comenta:

«[Su motivo de orgullo] no estriba meramente en evangelizar […] radica más bien en evangelizar gratuitamente

[…] afirma deforma paradójica que su única paga consiste precisamente en predicar el Evangelio sin costes. De hecho, el mismo contenido del enunciado es ya paradójico: su paga consiste en no recibir paga».

Por el hecho de evangelizar -dice Pablo- él no merece una paga, pues es solo un pobre siervo que ha hecho lo mandado, pero sí hay algo por lo que merece una paga: anunciar el Evangelio sin paga. De modo paradójico, el evangelizar sin paga es su motivo de orgullo, su paga. En Cristo Jesús, Dios ha derramado gratuitamente sobre la humanidad una redención abundante. Anunciar gratis este Evangelio de la gracia es la manera que Pablo tiene de «no poner impedimento al Evangelio de Cristo» (l Cor 9,6). De nuevo cito a Álvaro Pereira:

AI predicar gratuitamente, el Apóstol deja que el Evangelio sea presentado con uno de sus atributos más característicos, la gratuidad, pues Evangelio y gracia son correlativos. De hecho, no solo es gracioso el contenido del mensaje (Rom 5,12-21), sino incluso el mismo ejercicio del anuncio (2 Cor 3,5-6; Rom 15,15-16; 1,5).

En un mundo en el que todo tiene un precio, trabajar gratuitamente para el bien de otros, comunicándoles el Evangelio, causa asombro.  Cristo nos ha amado primero, sin pedirnos nada a cambio. Si el anunció de este amor gratuito se realiza de modo gratuito, contenido y forma de la evangelización coinciden y se refuerzan. Ahora bien, como nos recuerdan los economistas, en este mundo nada es gratis. Anunciar gratis el Evangelio tiene un coste que alguien ha de asumir. Pablo se ha ofrecido voluntario para pagar con su duro trabajo el coste de esa gratuidad. Para él, más que una carga es un motivo de orgullo. Tampoco al Hijo de Dios le salió Tampoco al Hijo de Dios le salió gratis redimir a la humanidad, pues él, «siendo de condición divina, no consideró un privilegio el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Si el que es igual a Dios aceptó la condición de esclavo hasta morir en una cruz, ¿por qué no iba Pablo a gloriarse de trabajar como un esclavo para poder anunciar gratis esta buena noticia?

CONCLUSIÓN

Los privilegiados que hemos podido elegir una profesión que nos gusta podemos entender nuestro trabajo como nuestra contribución al bien común, que, además, está en línea con nuestra propia realización personal. Sabemos, no obstante, que no es así para la mayoría. No sabemos si Pablo disfrutaba trabajando en la fabricación de tiendas. Lo entendía como el precio que había de pagar por anunciar gratis el Evangelio. Esta manera de vivir le hizo solidario con la gran mayoría de la humanidad que se fatiga para poder subsistir. Cristo se abajó para asumir todos los aspectos de nuestra humanidad y de este modo los redimió. Pablo entendió que su vida y misión formaban parte de esta dinámica, y eso Incluía para él trabajar con sus manos. Él, que podía haber tenido una vida sin fatigas, había aceptado la condición que Cicerón consideraba cercana a la esclavitud. Desde ese lugar de abajamiento invitó a los «fuertes» de la comunidad corintia a dar un paso en la misma dirección: bajarse del pedestal de su mayor conocimiento y ponerse al nivel de los «débiles». No lo hizo desde una posición de prestigio y poder, sino desde abajo, consciente de que, a partir de Cristo, el último lugar es el del que ha sido dotado de la autoridad que procede de aquel que, siendo igual a Dios, se vació a sí mismo para elevar con él a toda la humanidad.

BIBLIOGRAFIA

P. W. BARNETT, «Tentmaking», en G. F. HAWTHORNE / R. P. MARTIN / D. G. RAID (eds.), Dictionary of Paul and His Letters, Inter Varsity Academic Press, Downers Grove, IL, 1993, pp. 925-927 hay disponible traducción al italiano: «Fabbricazione di tende», en G. F.
HAWTHORNE / R. P. MARTIN / D. C. RAID / R. PENNA (eds.), Dizionario di Paolo e delle sue lettere, Paoline Editoriale, Cinisello Balsamo, MI, 1999, pp. 602-605).
R. F. HOCK, The Social Context of Paul’s Ministry: Tentmaking and Apostleship, Fortress Press, Filadelfia 1980.
A. PEREIRA DELCADO, De apóstol a esclavo: El exemplum de Pablo, G. & B. Press, Roma 2010.

Primera carta a los Corintios, BAC, Madrid 2017.

 

*Alberto de Mingo Kaminouchi nació en Hiroshima (Japón) en 1964, de madre japonesa y padre español. Misionero redentorista, estudió Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. Fue ordenado sacerdote en 1993. Se licenció en Sagrada Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico (Roma) y se doctoró en Teología bíblica en la Jesuit School of Theology at Berkeley (California, Estados Unidos).

Ha sido profesor y director del Instituto superior de Ciencias Morales (Madrid). Actualmente reparte su docencia entre la Saint Louis University (Campus de Madrid) y la Academia Alfonsiana (Roma).

Entre sus publicaciones cabe destacar: «But it is not so among you». Echoes of power in Mk 10.32-45 (Bloomsbury 2003) y Símbolos de Salvación. Redención, victoria, sacrificio (Sígueme 2007) e Introducción a la ética cristiana (Sígueme 2015).