Las respuestas de Hobbes, Rousseau, Platón, Aristóteles y el cristianismo

El ensayo “Sociales o salvajes”, de Javier Aranguren, trata de ir al fondo de la pregunta ¿por qué vivimos en sociedad?, partiendo de cinco propuestas sobre la visión del hombre y la vida en común, las de Hobbes, Rousseau, Platón, Aristóteles y la del cristianismo. Entre otras cuestiones, le sirve al autor para confrontar los conceptos de naturaleza y cultura, y su difícil equilibrio; para interrogarse por la ley natural, el papel del Estado, las virtudes de la polis, la educación del ciudadano, el concepto de persona y de dignidad humana, la responsabilidad social del individuo etcétera.

 

EL MIEDO SEGÚN HOBBES

Tras introducir el libro con una alusión a los viajes de Gulliver y la intención polemista sobre la verdad de su autor, Jonathan Swift; Javier Aranguren comienza preguntándose si lo que “da razón de la convivencia social es el miedo”, tal como lo plantea el pensador inglés Thomas Hobbes (1588-1679).

Partiendo de su obra Leviatán (1615), expone la concepción del Estado de Hobbes: se trata de un artificio mayor que el individuo y que está por encima de él. “Lo creado por el hombre, la idea, supera lo real y concreto, el individuo singular”. El artefacto “es superior a aquellos que controla, vigila, gobierna”, lo cual es un anuncio de aquellos que Karl Popper calificó como “enemigos de la sociedad abierta” y los que se refería Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo.

“El pacto social consiste en cada hombre cede parte de su libertad a cambio de seguridad,

entregando a la autoridad el monopolio de la violencia”

El Estado pondría freno a los deseos egoístas de cada individuo ya que, en la concepción hobbesiana, cualquiera es “un enemigo al que solo podremos controlar si lo sometemos a estrecha vigilancia”. Así, “el pacto social consiste en cada hombre cede parte de su libertad a cambio de seguridad, entregando a la autoridad el monopolio de la violencia”.

El pensador inglés parte de la base de que “la igualdad, unida a la constante presencia del deseo, no genera armonía sino discordia”. Sostiene que, desde el principio, la humanidad asiste a una lucha de intereses (de deseos), marcada por la violencia. Y mientras “que los hombres no estén controlados por un poder común que los tenga atemorizados a todos”, estará en “esa condición llamada guerra” señala Hobbes en Leviatán.

Es tal el juego de los pactos para sobrevivir que ni siquiera la acción gratuita es desinteresada, es un medio para… no un fin en sí misma. Hobbes se adelanta -apunta Aranguren- a los filósofos de la sospecha (Nietzsche, Marx, Foucault, Freud) al desenmascarar las verdaderas intenciones. “La gratuidad es imposible aparente, falsa, hipócrita”.

Hobbes desconfía de la ley natural, a la que considera “madre de la guerra”. Es el Estado, y no la ley natural el que dicta lo que es bueno o malo; y se obedece porque de lo contrario se enfrenta uno al castigo. Aranguren pone el ejemplo de las leyes esclavistas del Sur de EE.UU., a propósito del libro Battle cry of freedom, de James McPherson. Para el Sur, “la esclavitud era parte esencial de su contrato social, de su identidad. Y el acuerdo de los ciudadanos era mayoritario”. El consenso social y no la ley natural era el fundamento de legitimidad de la esclavitud. Pero ¿qué pasaría si todos los Estados de la Unión hubieran decidido sobre la cuestión votando a favor de la emancipación? Aranguren contesta que “un negro no dejaría de ser esclavo porque lo diga la ley”. Sino que, “como es un ser humano, una ley por la que se la hace esclavo tiene que ser declarada injusta, contraria al derecho y al ser de esa persona”.

No es la legislación, ni el pacto, quien hace lo justo. En todo caso, la legislación debe reconocer lo justo para, desde esa base, legislar con coherencia antropológica. Lo legal no siempre coincide con lo justo. “Los juicios de Nuremberg a los jerarcas nazis en los años 40 no trataron de otro tema” apostilla el autor.

Afirma Aranguren que “el pesimismo antropológico” lleva a Hobbes a considerar al hombre “violento y egoísta”, condenado a someterse a la ley, a la que “debe conformarse, sin pretender cambiarla”. Para Hobbes, la moral nace del miedo, de manera que el precepto “No matarás”, por ejemplo, obliga no por el valor intrínseco de una vida, sino porque si matas, te detienen. Obliga porque hay vigilantes. Con ese planteamiento, nada impide a los valientes saltarse la moral y cambiar las reglas, si no tienen miedo… lo cual da pie a que los fuertes, los que reúnan el coraje necesario, sean capaces a romper la moral de los débiles (la “moral de esclavos” de la que habla Nietzsche refiriéndose al cristianismo) y dominar así a la masa anónima.

En resumen, sin referencia a la realidad o al ser, “la ley y la justicia no tienen más fundamento que el pacto”. Y así entendida la vida social es, para Hobbes, un mal necesario; y el Estado una alternativa para evitar la guerra civil. “Sin el Estado nos ahogaríamos, pero con él no abandonamos nuestra vida miserable. El Leviatán evita la violencia al precio de robarnos el alma” concluye Aranguren.

 

LOS SALVAJES DE ROUSSEAU

El mensaje central del ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778) es que “el hombre es bueno por naturaleza” pero lo corrompe la sociedad (Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres). En el estado de naturaleza anterior a los inventos que produjo la razón (reglas, moral etc.) había dos principios básicos, afirma Rousseau: “el amor de sí” (la búsqueda del propio bienestar) y “la piedad” (ante los sufrimientos de los demás seres vivos), con lo que se adelanta “a la conciencia ecológica actual” observa Aranguren.

Rousseau fantasea con la ideas de un hombre pre-social, “más ventajosamente organizado que los demás animales”, y dotado de «libre albedrío», pero que no se plantea “más que saciar su hambre y su sed”. Se trata, apunta Aranguren, de “un hombre sin casa, otra bestia más”

Este estado de inocencia salvaje no es el Paraíso del Génesis, advierte el autor, porque en este “el hombre está creado por Dios a su imagen y semejanza; Adán no quiere la soledad, sino que pide un interlocutor para que pueda mirarle con reciprocidad”; y “su vida allí no es ociosa”, no se limita a satisfacer sus instintos sino que transforma el mundo, “mediante el trabajo”…”la palabra cultura viene literalmente de cultivar”.

Pero tomando como ejemplo idealizado a los indios del Caribe, Rousseau considera que “su salvaje vive en una infancia perpetua, centrado en el yo”. Hace lo que le place, carece de reglas, “no tiene familia, otro invento social tardío y prescindible”. Se ahorra el pensamiento, “logra prescindir de la religión al no sentir culpa por falta alguna”, e incluso “vive en una feliz ignorancia del morir… como los animales y los niños”.

Pero la desigualdad surgió cuando apareció la figura del propietario. “El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el fundador de la sociedad civil”. Y con ella llegaron “las miserias, los horrores y las guerras” asevera Rousseau.

La sociedad, argumenta el filósofo suizo, conduce a la necesidad de fingir. La existencia del hombre civilizado consiste en guardar las apariencias, en tanto que “el salvaje vive despreocupado, en sí mismo, sin disimulo”. Aranguren recuerda que la contracultura ha seguido en esto a Rousseau con “la revolución sexual y el movimiento hippie para derrocar la moral sexual, pues controlar los impulsos sería una actitud burguesa”.

¿Hay lugar para el salvaje roussoniano en la historia de la humanidad? “La antropología filosófica lo desmiente”, constata el autor

Aunque los planteamientos de Rousseau han tenido ecos parciales posteriores: la revolución sexual; la vuelta a la naturaleza del romanticismo y a la “autenticidad” ancestral (Thoreau); la conciencia ecológica etc. su propuesta social resulta inviable, afirma Aranguren. ¿hay lugar para el salvaje roussoniano en la historia de la humanidad? “La antropología filosófica lo desmiente”, constata el autor. Y cita a Aristóteles y Tomás de Aquino, para quienes “el cuerpo humano no funciona a no ser que reciba una esmerada y extensa educación”.

El buen salvaje se hubiera extinguido en su primera generación. “Hubiera sido el animal más incapaz para la subsistencia de entre todas las especies. Sin bipedismo (aprendido), sin saber cómo usar las manos (aprendido), sin pensamiento (aprendido), sin manejar sus pocos instintos (aprendido), sin techo ni abrigo (aprendido), sin cocinar para ser capaz de digerir los alimentos (aprendido)”.

“La sociedad, la cultura -explica el autor- es para el ser humano una segunda naturaleza. (…) Sin cultura el hombre no podría vivir: es un animal capaz de tantas cosas que nace casi sin otra que la capacidad de aprendizaje. No se confunde con su entorno, no es parte de su hábitat, sino que transforma la tierra en mundo y mejora lo que se le ha dado”.

De suerte que es preciso hallar “el equilibrio entre naturaleza y cultura, lo dado y lo adquirido”. Rousseau se inclinó por la naturaleza y lo dado. En esta época, concluye Aranguren, lo dominante, en cambio, es “la afirmación de la cultura en completo aislamiento de la naturaleza”. Con “la teoría de género”, por ejemplo, desaparece la dimensión biológica del sexo (…) y el peso de la propia identidad está en manos de la construcción social o individual del género”.

 

PLATÓN Y LA EDUCACIÓN

Siguiendo el diálogo de la República, el autor indica que para Platón (427 – 347 a. C.) “el Estado es una imagen ampliada del hombre. El ‘yo’ se relaciona estrechamente con el ‘nosotros’”. En ese planteamiento, la sociedad sería “un sistema de servicio en el que todos dan y reciben. El Estado se encargaría de regular este intercambio”.

Para el discípulo de Sócrates, el Estado es un gran cuerpo en el que “los agricultores y los mercaderes ocupan el lugar del estómago”. “Necesitan desarrollar la virtud de la templanza: satisfacer las necesidades básicas, sin verse dominados por ellas”. Pero tienen miedo a que les roben, necesitan rutas seguras para el comercio por tierra o mar… es decir necesitan de “los guerreros, los que se encargan de defender a los hombres de negocios”. La parte del cuerpo que representan es “el corazón, el pecho, el lugar de la furia, de la decisión, de la ira. Su virtud será la fortaleza”

En la cumbre de la pirámide social ideada por Platón, está “el rey filósofo”, con un papel análogo al de un líder, y al de “la razón respecto del cuerpo”. Siguiendo la famosa alegoría de la caverna, “su tarea consiste en salir de la cueva, contemplar las Ideas y el Bien en sí, volver para contarlo”.

Debe poner en juego cuatro virtudes: “la sabiduría; la valentía; la templanza y la justicia”. Hombre y polis, sostiene Platón, “tienen un objetivo principal: llevar una vida equilibrada en la que el orden se entiende como armonía”. A ese fin se encamina la paideía o formación, a la adquisición de virtudes para lograr la vida bella.

El objeto propio del líder, del hombre de Estado, es “el conocimiento”. Y a la hora de mandar, debe “conocer el fin y el espíritu de la tarea: hacerse con el contexto”; y “saber que gobernar no es solo un asunto técnico, es una tarea artesanal, de tipo prudencial”.

Para formar gobernantes -explica el autor- “Platón desarrolla un extenso programa educativo”, en la infancia, juventud y madurez, que incluye saberes prácticos, la dialéctica para pensar con lógica y formación militar.

La gran objeción a Platón es “si alguien querría vivir en una república como la que describe… ¿estamos capacitados para tanto equilibrio y proporción?”. Los Estados “altamente morales tienden a caer en un puritanismo totalitario”; y “no desean correr el riesgo de la libertad” señala Aranguren. Y para erradicar la libertad “es necesario eliminar al hombre mismo, desnaturalizarlo, reeducarlo”. Como ocurrió en “la Unión Soviética de Stalin o la Revolución cultural” de Mao. “Detener la acción humana, prohibir el error, vigilar hasta congelar” tiene un precio, como denuncia Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos.

“La propuesta social de Platón debería ser denunciada como un rotundo fracaso”

A diferencia de Aristóteles o Kant, para los que el hombre está por encima del Estado y es un fin en sí mismo, en Platón “la biografía personal (la story) se congela por el bien de la Historia (la history)”.

Platón sucumbió, indica Aranguren, a “la enfermedad mortal de tantos filósofos: quedarse en la abstracción y no volver a lo concreto”. A diferencia de “los cientos de personajes de Tolstoi en Guerra y paz, que, con sus contradicciones, deseos, dudas, inseguridades… están vivos”, en el esquema de Platón “los ciudadanos solo ocupan un rol, son cáscaras vacías”.

Concluye el autor, citando a Hannah Arendt (“la libertad se creó al crearse el hombre, no antes”) y señalando que “la propuesta social de Platón debería ser denunciada como un rotundo fracaso”; y quizá “como algo peor: un intento totalitario por eliminar lo inesperado, lo improbable, lo nuevo, esto es a la persona”.

 

ARISTÓTELES, LA ALEGRÍA COMUNITARIA

Aunque Aristóteles (384-322 a.C) fue discípulo de Platón no dudó en criticarle. Concretamente en la Política se enfrenta a su discutido comunismo. Advierte, por cierto, el autor que nada tiene que ver este comunismo con el marxista, y que se refiere a la doctrina platónica de que todo debía ser tenido en común y nada debería ser propiedad de nadie.

Objeta Aristóteles que “si todo es de todos en realidad no pertenece a nadie”. Entre otros inconvenientes, “elimina la iniciativa”, “se desfonda la ilusión”. El Estagirita considera, por el contrario, que lo que debe contar es “el carácter imprevisible del individuo”; y que “el Estado es una pluralidad” de ellos, que, por medio de la educación, “debe unirse y hacerse una comunidad”. Pluralidad, añade Aranguren, es decir “lugar que acoge a muchos distintos”. La paideía, “que entrega la base común de ejemplos y de valores, proporciona a esa pluralidad un cierto aire de familia, una marca de agua”.

La polis es mucho más que una quid pro quo que necesita el control de unos a otros por medio de la autoridad punitiva y vigilante. “El hombre es un animal político” y desea vivir con otros

La política en Aristóteles apunta a “la eudemonía, la vida lograda, como un proceso de búsqueda de la perfección”. La polis es mucho más que una quid pro quo que necesita el control de unos a otros por medio de la autoridad punitiva y vigilante. “El hombre es un animal político” y desea vivir con otros, “aunque no se necesiten”.

Vincula el filósofo griego el carácter social del hombre con “la palabra (logos)”. El hombre es “el animal que habla, es decir el animal que necesita de un contexto social donde aprender la palabra sin la cual no le es posible aprender a ser quien es”; de forma que “el que no es capaz de vivir en sociedad (…) tiene que ser una bestia o un dios”. El cuerpo de la sociedad serían los ciudadanos; el alma, la constitución de esa comunidad, para aspirar a la vida buena de la polis.

Señala Aranguren que la sociedad es más que una asociación para defenderse: “te hace ser quién eres, te identifica, te proporciona una identidad”.

¿Cuáles serían las características del Estado justo, para Aristóteles? La primera es que todos deben participar en él, y para ello deben adquirir las virtudes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La segunda es que la clave es la justicia, el bien común. La tercera, que el Estado está para buscar la vida buena, la amistad y las acciones nobles.

Contrapone Aristóteles este planteamiento con el del tirano, que “desmantela la sociedad”, pretende tenerlo todo bajo su control, desconfía de todos, elimina a competidores y hombres valiosos, exige una obediencia acrítica. “En una tiranía ya no hay ciudadanos sino súbditos”.

Por el contrario en la polis aristotélica, “todo hombre debería ser responsable de los demás”. Los demás cuentan. En ese esquema, comenta Aranguren,“no parece que el infierno son los otros (Sartre), sino precisamente la ausencia del otro”. Como afirma Aristóteles en Ética a Nicómaco: “sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera lo demás bienes”. De ahí que esta visión de la polis se relacione con la alegría comunitaria: “en la polis todos son tarea de todos”.

El autor la compara con las pinturas en las que Brueghel el Viejo describe las alegrías del pueblo (Boda campesina, Juegos de niños, La danza nupcial etc.) Las contrapone con sus dos versiones de La torre de Babel, que “en su artificioso gigantismo representa justo lo contrario que sus cuadros costumbristas: frialdad, ausencia de personas, orgullo, vacío”. Y concluye que frente a Babel “se debería levantar otra ‘torre’, la de la polis, la del pueblo, la de la plenitud de una existencia compartida de alegrías y penas”.

 

LA PROPUESTA CRISTIANA

Aunque Aristóteles sabe integrar la dimensión individual y social, a diferencia de Hobbes, Rousseau o Platón, tampoco en él hallamos la respuesta definitiva al problema de fondo. Aranguren observa que “en Aristóteles no aparece la noción de persona” y, por consiguiente, de “dignidad humana, la idea de que cada ser humano sea un quién irrepetible, antes que un qué, alguien y no algo”

Eso puede explicar que el filósofo griego desconozca “la virtud de la humildad”. En sus textos “confunde el magnánimo con el orgulloso”. Su “idea de virtudes es exclusivamente pagana”, planteamiento que quedará superado con el cristianismo cuando a las virtudes cardinales se sumen las teologales (fe, esperanza y caridad).

La propuesta católica, a través de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) “defiende la idea de que cualquier persona, independientemente de su raza, condición social, coeficiente intelectual, enfermedades o limitaciones es un caso irrepetible y sagrado, que merece promoción y respeto incondicional”. Da una respuesta a la pregunta de por qué los seres humanos somos sociales. Como apunta Aranguren, la Doctrina Social de la Iglesia ofrece “una visión global del hombre y su mensaje recuerda que la salvación no apunta únicamente hacia un mundo ultraterreno, sino que quiere fructificar en el momento presente”, mejorando las relaciones sociales y reparando las injusticias.

Siguiendo a San Agustín, la propuesta cristiana recuerda que “lo que mueve al ser humano es el amor”; y retoma el imperativo de Sócrates (“Conócete a ti mismo”) para apreciar el propio valor y el de los otros.

Para el catolicismo, la lógica de “la condición de imagen de Dios subraya especialmente la idea de comunión” y, en consecuencia, las relaciones. Lo cual supone “un cambio de paradigma. En este no cabe ni soledad del salvaje, ni el individuo centrado en sus deseos, ni el colectivismo que anula la personalidad”. Ahora “todos los seres humanos son hijos de Dios”, y el cristianismo “se reduce a dos mandamientos con un nexo inseparable: el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a uno mismo”.

La Doctrina Social de la Iglesia no se casa con ninguna opción, sino con la que en cada momento y circunstancia sea capaz de defender mejor la dignidad del hombre

La Doctrina Social de la Iglesia “no coarta la libertad, sino que libera”. Y eso puede resultar desconcertante para los poderes establecidos, afirma el autor. “La DSI no se casa con ninguna opción, sino con la que en cada momento y circunstancia sea capaz de defender mejor la dignidad del hombre. Por eso no ha dudado en “criticar los totalitarismos nazi y comunista” –con sendas encíclicas papales- o “en oponerse al relativismo democrático, a las leyes que atenten contra la dignidad humana aunque tengan el respaldo de un parlamento” (Centesimus Annus).

El valor de la libertad, se basa justamente en el carácter único, irrepetible y abierto a los demás (relacional) de la persona. Subraya Aranguren la innovación radical que supone cada nueva vida humana: “delante de nosotros tenemos a alguien que nunca había existido, ni nunca volverá a existir”; y la existencia de cada uno, imagen de Dios, “solo se entiende desde la libertad radical”.

La tarea de la Doctrina Social de la Iglesia consiste en “señalar los obstáculos que dificultan la libertad humana, fomentarla y diseñar un marco que facilite el ejercicio de la iniciativa personal y la creación de redes sociales, interpersonales, altamente creativas”.

Concluye el autor, desarrollando los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Se trata de la dignidad humana; el principio del bien común y la responsabilidad social que lleva aparejado; la subsidiaridad, por el que se destaca “la importancia sociedad civil frente a una presencia excesiva del Estado”; y la solidaridad, que “invita a cargar al mundo, sobre todo el de los demás, sobre los hombros”.

Pero advierte que esos no son “los principios de un estado católico o cristiano”, ya que “no determinan el contenido de la acción, sino la inspiración que la mueve”. Los asuntos humanos, apostilla, “dependen del contexto y la libre elección. En ellos cabe el disenso y sobra el pensamiento único”.

 

Fuente: htps://www.nuevarevista.net/por-que-vivimos-en-sociedad-las-respuestas-de-hobbes-rousseau-platon-aristoteles-y-el-cristianismo/