«Una sociedad que menosprecia la política se pone en peligro a sí misma, pero una política que pierde el sentido del bien de todos acaba dañando a la sociedad, pues ignora la integralidad de acción, anula la amistad cívica y prescinde de una relación activa con la vida cotidiana de los ciudadanos. Porque la persona es un ser social, sin visión y compromiso con lo común, no puede realmente ser libre ni feliz»
Julio L. Martínez
Un 28 de agosto de 1963, en el Lincoln Memorial, con la solemnidad de los grandes acontecimientos, el reverendo Martin Luther King presentó su «sueño». Al comienzo de este año 2020 yo quiero presentar modestamente el mío en relación a la atribulada política de nuestro país. Mi sueño es sencillo, aunque no subestimo las dificultades que comporta. Trata sobre el bien común: una categoría nuclear del pensamiento social cristiano y, quizás por ello arrinconada, pero que en una era tecnológica tan potente como ambivalente es más actual que nunca. Sueño con que el bien común se convierta en criterio central para pensar y practicar la política; que sea antídoto contra la mezquindad y el tactismo electoralista, o vacuna para prevenir tanto el universalismo abstracto como el nacionalismo egoísta.
En el Congreso de Estados Unidos, el Papa Francisco explicó que la razón de ser de la política es «responder a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social». Sin escatimar elogios al ejercicio de la denigrada política, la llama «altísima vocación» y «una de las formas más preciosas de la caridad», cuando se orienta -claro- hacia el bien común.
El conjunto de condiciones para una convivencia de todos en justicia y libertad es lo que lo constituye. Empieza por no sucumbir a la tentación de apropiarse de bienes o dineros que son de todos, sigue por la búsqueda de las relaciones, alianzas y colaboraciones que más beneficien al «común», y también por procurar los recursos necesarios y proveer/cuidar medios. Las condiciones para una convivencia digna pasan por garantizar las libertades y derechos fundamentales, así como por favorecer las relaciones que constituyen a las personas y asegurar la satisfacción de las necesidades básicas de salud, energía, agua, alimentos, espacios urbanos o naturales, educación, cultura o información…. Libertades, relaciones y necesidades conforman la urdimbre del respeto a la dignidad humana y son elementos que configuran el bien común.
El bien al que me refiero desafía el modo tecnocrático de hacer política (el que sustituye las justificaciones morales de la praxis por argumentos pragmáticos de «expertos») y no se conforma con el principio utilitarista del «mayor bienestar para el mayor número». Requiere no olvidarse de nadie ni descartar a nadie; pide reconocer y cuidar a las minorías y sus bienes comunitarios, como parte valiosa de la diversidad de la sociedad de todos. En un mundo en el que hay tanto descarte y desigualdad inicua y tantas brechas (digitales y otras), esforzarse por el bien común significa tomar decisiones solidarias e inclusivas basadas en «una opción preferencial por los más pobres». La justicia social entra en la lógica del bien común demandando el establecimiento de los niveles mínimos de participación en la vida de la comunidad para todas las personas. Hoy no dudamos que deba ser socio-ambiental y tanto local como global.
El bien común tampoco se compadece con ideologías que sólo confían la provisión del bienestar de los ciudadanos a las instituciones públicas. El Concilio Vaticano II distinguió dentro del bien común una parcela que sí corresponde al Estado cuidar y proteger: el «bien común subsidiario» u «orden público». Si la responsabilidad del bien común es del conjunto de la sociedad con toda la riqueza y diversidad de comunidades e instituciones, la responsabilidad por el orden público corresponde fundamentalmente al Estado. Dentro de esa esencial distinción, el aprecio por lo «público» no significa que todo sea de titularidad pública o que las condiciones del bien común hayan de ser cuidadas y favorecidas únicamente por las administraciones públicas. En la vida pública desembocan también las organizaciones de la sociedad civil y del mundo profesional y empresarial, que no contribuyen menos al bien general que las de titularidad estatal. Todo ese caudal es expresión de la «subjetividad de la sociedad», base sobre la cual se sustenta la salud de una sociedad libre y abierta. El criterio del bien común siempre pide al conjunto de organizaciones públicas y privadas que miren al interés superior, con talante de diálogo entre las distintas visiones, intereses y disciplinas, dentro del respeto a la ley y a las reglas de juego comunes, que todos estamos obligados a cumplir.
Consustancial al bien común es el principio de subsidiariedad que manda al Estado, como parte de un todo, ponerse al servicio del conjunto de la sociedad, para lograr tanta libertad como sea posible. A los diversos grupos y asociaciones les asiste el derecho de funcionar con autonomía y a existir sin menoscabo de su propia identidad ni intromisión en sus propios fines. La subsidiariedad de origen y cuño católico, y hoy patrimonio general de nuestra cultura pública, se contrapone, por un lado, al afán del Estado por extender su control sobre todos los recovecos de la sociedad (en el extremo: totalitarismo). Por otro, al atomismo liberal que elimina el control político de la vida social y económica, por la exacerbación del individuo como fundamento y unidad sobre la que reposa la vida social (en el extremo: individualismo posesivo). Entre ambos polos, una sociedad plural de ciudadanos libres e iguales pone las condiciones para que cada uno pueda -participando en libertad- hacer realidad sus aspiraciones legítimas.
Para que el bien común actúe como criterio es necesario que nuestros políticos entren en contacto con la vida de la gente, que respeten la verdad y que les duelan de verdad las fracturas de la convivencia o las condiciones de vida de los pobres. Si les duelen ese tipo de situaciones, querrán poner lo mejor de sí en juego. Pero la llamada del bien común no es solamente para los políticos, alcanza a todos los ciudadanos, a cada uno según su vocación personal y sus posibilidades reales; todos estamos llamados a incidir en la vida de la polis. Si los miembros de una sociedad sólo se consideran sujetos particulares con responsabilidades en la esfera privada, si se desentienden de los intereses generales o ven al Estado como un obstáculo que hay que sortear, difícilmente actuarán como ciudadanos. En fin, una sociedad que menosprecia la política se pone en peligro a sí misma, pero una política que pierde el sentido del bien de todos acaba dañando a la sociedad, pues ignora la integralidad de acción, anula la amistad cívica y prescinde de una relación activa con la vida cotidiana de los ciudadanos. Porque la persona es un ser social, sin visión y compromiso con lo común, no puede realmente ser libre ni feliz. I have a dream….
* Julio L. Martínez es rector de la Universidad Pontificia de Comillas