La Revolución Social que soñaron los pobres del mundo en el siglo XVIII y XIX, a pesar de haberse concebido desde la apostasía, influenciada por las ideologías comunistas y socialistas, no queda lejos del Evangelio de Jesucristo y de la Doctrina Social de la Iglesia, verdaderas raíces culturales del Movimiento Obrero Solidario. Esto no debiera resultarnos extraño dado que el mismo Jesús nos dijo: “bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

Lo esencial de la Revolución Social planteada y soñada por las primeras asociaciones obreras, antes de ser contaminadas por las ideologías materialistas y violentas, era el cambio pacífico de las estructuras económicas, políticas, socio-laborales y culturales de la sociedad para que estén al servicio de la dignidad de todas y cada una de las personas. Es decir, el cambio radical de la pirámide invertida que padecían, para “girarla” (revolución) y convertirla en la pirámide bien asentada y equilibrada para el bien común personal y social.

Ese giro personal y social es el que persiguen los principios y valores de la Doctrina Social de la Iglesia, condensados en el Compendio encargado por San Juan Pablo II y publicado en 2004. Vamos a analizarlos uno a uno bajo esta perspectiva revolucionaria.

A diferencia del concepto de revolución de las ideologías materialistas, para la Doctrina Social de la Iglesia no se pueden dar cambios de liberación en las estructuras sociales sin que, al mismo tiempo, se den cambios de liberación de las tendencias internas de las personas. Esto exige una revolución interna del corazón de la persona humana, una “conversión” (giro radical o revolución) de la conciencia del sujeto de la Revolución Social. Los miembros de la sociedad humana somos al mismo tiempo estructura social, como constituyente esencial de nuestra realidad e igualmente ser individual, consciente y libre, capaz de protagonizar nuestra vida personal y colectiva. No es posible la Revolución Social de sus estructuras sin la revolución simultánea del interior de cada persona humana.

Los principios y valores de la Doctrina Social de la Iglesia hay que considerarlos siempre desde esta doble perspectiva, individual y social.

Principio de la dignidad inalienable de la persona humana

Toda la Doctrina Social de la Iglesia está inundada de declaraciones solemnes sobre la dignidad esencial de toda la persona humana y de todas las personas humanas. Muchas de esas declaraciones son para reivindicar el respeto a esa dignidad humana, desde la concepción de cada individuo en el seno materno hasta la muerte natural, y para denunciar toda agresión y manipulación de esa dignidad.

Ese respeto se reivindica no solo a nivel del trato entre las personas individuales entre sí, sino también a nivel del funcionamiento de todas las instituciones sociales respecto a todos y cada uno de los miembros de dichas sociedades e instituciones.

La dignidad humana reivindicada por la Iglesia no se funda en algo accidental de las personas, sino que se reconoce en la esencia misma de todo individuo. Para ello se basa en la ley natural, que es común para los creyentes y no creyentes, y lo complementa con la verdad revelada en las Sagradas Escrituras: la persona humana, hombre y mujer, han sido creadas a imagen y semejanza de Dios mismo.

Ese alegato en defensa de la dignidad humana, como algo inalienable y específico de nuestra especie, es una llamada permanente de la Iglesia Católica a que realicemos la Revolución Social, para que todas las estructuras sociales funcionen al servicio efectivo y real de todas y cada una de las personas, tal como hemos visto en el giro de la pirámide invertida, aplastadora de la dignidad humana, para colocarse como una pirámide bien asentada y equilibrada, dignificadora de todas y cada una de las personas.

A modo de ejemplo, vamos a referenciar una pequeña serie de frases sacadas del Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, que ratifican lo que afirmamos en el párrafo anterior.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia en su número 107 afirma:

”El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma de la enseñanza social católica. Toda la doctrina social se desarrolla a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona humana. A través de múltiples expresiones de esta conciencia, la Iglesia ha intentado, ante todo, tutelar la dignidad humana frente a cualquier intento de proponer imágenes reductivas y distorsionadas; y además, ha denunciado repetidamente sus muchas violaciones.”

Dejando claro así que la dignidad humana es el principio y fin esencial de toda sociedad, o lo que es lo mismo, que la persona humana debe estar en la cúspide de la pirámide social. A lo largo de toda la Doctrina Social de la Iglesia encontramos miles de citas como esta, que no hacen otra cosa que animarnos a realizar la revolución social dado que la pirámide social actual está invertida, aplastando claramente la dignidad humana.

Así, por ejemplo, en el número 132 del mismo Compendio se afirma a colación de varias citas de la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II:

“Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada. «El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario». El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de «considerar al prójimo como otro yo, sin excepción de nadie, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente». Es necesario que todos los programas sociales, científicos y culturales estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.”

Esta idea se remata contundentemente en el número 133 y siguientes donde se afirma:

“En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad, trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma. Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad.

La persona humana no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas vigilen con atención para que toda restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto, una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la comunidad de la que forma parte.”

Y más adelante afirma:

“El hombre se orienta al bien en la libertad que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen. «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa»”.

Y sobre la libertad humana en relación a su dignidad y a la estructura social añade:

“El hombre aprecia la libertad y la busca con pasión, al tiempo que quiere, y debe, formar y guiar, por libre iniciativa, su vida personal y social, asumiendo personalmente sus responsabilidades. La libertad no sólo permite cambiar de modo conveniente el estado de las cosas exteriores, sino que orienta el crecimiento personal según opciones conformes al verdadero bien. De este modo el hombre es padre de su propio ser, así como constructor del orden social.”

Concluyendo finalmente en sintonía con el Concilio Vaticano II:

“El recto ejercicio de la libertad personal requiere la existencia de unas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que «con demasiada frecuencia, son desconocidas y violadas. Estas situaciones de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina». La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana. Sin embargo, «es necesario apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de conversión interior, sí se quiere obtener cambios económicos y sociales que estén al servicio del hombre».”

A través de estas citas y de otras muchas más, queda claro que la Iglesia denuncia que la pirámide social está invertida, con un gran daño para la dignidad sustancial de la persona humana y reclama de los creyentes, en especial de los laicos, y de todas las personas de buena voluntad la necesidad de invertir esta pirámide social y, por tanto, realizar la Revolución Social, tal como la soñaron los pobres solidarios del siglo XIX, para que la dignidad de cada persona y de todas las personas sea reconocida y promocionada por la sociedad humana.

Esta inversión de la pirámide social que reclama la Iglesia requiere la inversión interior de nuestro corazón individual (conversión) y nuestra implicación personal y colectiva (desde la familia hasta organizaciones internacionales) en el cambio radical de las estructuras económicas, políticas, socio-laborales y cultural-religiosas para que funcionen al servicio de la dignidad de toda la persona y de todas las personas.

En el orden internacional, y dado el conocimiento que tenemos del comportamiento de todas las instituciones y estructuras internacionales, está claro que la Iglesia Católica es la única institución internacional que, a pesar de sus defectos, sigue siendo la Esperanza que les queda a los pobres del mundo para que finalmente se realice la verdadera Revolución Social. La mejor garantía para esta afirmación está en la Doctrina Social de la Iglesia.

Principio del Bien Común

El principio del Bien Común para la Doctrina Social de la Iglesia es la razón de ser de cada persona y de cada sociedad. La consecución del Bien Común no es solo algo deseable u opcional, sino que es una exigencia de orden moral y, por tanto, ineludible.

En efecto, en el nº 164 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia leemos:

“De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva el principio del bien común, al que debe referirse cada aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido.”

Y un poco más adelante:

“El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque indivisible y porque solamente juntos es posible lograrlo, incrementarlo y cuidarlo con vistas al futuro. Como el actuar moral de cada uno se realiza en el cumplimiento del bien, el actuar social alcanza su plenitud en la promoción del bien común. El bien común es la dimensión social y comunitaria del bien moral.”

Por el principio del Bien Común la Doctrina Social de la Iglesia nos obliga moralmente a todos a realizar la Revolución Social de invertir la pirámide social actual cuyo funcionamiento es tan contrario al Bien Común de todas y cada una de las personas, para convertirla en la pirámide social derecha y bien asentada, al servicio del Bien Común de cada persona y de todas las personas. Así leemos en el nº 167 del Compendio:

“Todos tienen el derecho a disfrutar de las condiciones de vida que resultan de la promoción del bien común. En este sentido, sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: «A cada cual, por consiguiente, debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la participación de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados» (Quadragesimo Anno).”

Para mayor claridad de lo que nos exige el principio del Bien Común, en el nº 166 el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia concreta de la siguiente manera:

“Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas a la promoción de la persona y al reconocimiento, promoción y garantía de sus derechos fundamentales. Estas exigencias se refieren, ante todo, al compromiso por la paz, la organización de los poderes del Estado, a la existencia de un sólido ordenamiento jurídico, la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales de las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, vivienda, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de informaciones y tutela de la libertad religiosa. Todo ello, sin olvidar el deber de las naciones en la edificación de relaciones de cooperación internacional al servicio de la promoción del bien común universal.”

Así la Doctrina Social de la Iglesia establece claramente que el principio del Bien Común no se refiere sólo a los estados y naciones en su funcionamiento interno. El principio del Bien Común que debe buscar la justicia social se refiere, dada la situación actual de la sociedad humana a nivel global, a todo el conjunto de cada persona y de todas las personas. Es el sueño de la solidaridad internacional promovida por las organizaciones solidarias del Movimiento Obrero del siglo XIX, que con sus luchas revolucionarias demostraron por primera vez en la historia que esa Solidaridad Social Humana Mundial es posible.

Y para evitar cualquier clase de duda se añade en el nº 165 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia:

“Una sociedad que, en todos los niveles, quiere estar al servicio del ser humano es aquella que se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el hombre. La persona no puede realizarse sólo en sí misma, es decir, si prescinde de su ser “con” y “para” los demás. Esta verdad le impone la búsqueda, de modo práctico y no sólo ideal, del sentido y de la verdad que se encuentran en la vida social. Ninguna forma de sociabilidad, desde la familia, los grupos intermedios, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado hasta la comunidad internacional, puede ignorar la cuestión del bien común que es la razón de su propia subsistencia.”

De conformidad con esta declaración de la Doctrina Social de la Iglesia, dado que el Bien Común es la razón de ser de toda realidad humana, y dado como está el Bien Común de la humanidad ¿Podemos dudar sobre la afirmación de que la doctrina Social de la Iglesia nos obliga a todos a hacer la Revolución Social Solidaria?

Principio del Destino Universal de los Bienes

Este principio es consecuencia y refuerzo del principio anterior del Bien Común.

El Destino universal de los bienes constituye una norma de naturaleza económica y, al mismo tiempo de naturaleza moral. Con esta norma la Doctrina Social de la Iglesia se desmarca de las dos ideologías más extendidas en la historia de la humanidad, ambas esencialmente materialistas, la liberal y la social-comunista.

Por un lado, el Destino Universal de los Bienes contraviene el derecho liberal de propiedad privada como “jus utendi et abutendi” que recoge el Derecho Romano (derecho de uso y abuso), al afirmar la subordinación de todo tipo de propiedad privada (individual o colectiva comunitaria e incluso nacional) al bien común y al destino universal de los bienes de la Tierra.

Así, en el nº 177 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se afirma:

“La tradición cristiana nunca ha reconocido el derecho a la propiedad privada como derecho absoluto e intocable: «Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes». El principio del destino universal de los bienes afirma, tanto el pleno y perenne señorío de Dios sobre toda realidad, como la exigencia de que los bienes de la creación se orienten al desarrollo de todo el hombre y de la humanidad entera. Este principio no se opone al derecho de propiedad, sino que indica la necesidad de reglamentarlo. La propiedad privada, sean cuales fueren sus formas y regímenes jurídicos concretos, es sólo un instrumento para el respeto del principio del destino universal de los bienes y, por tanto, un medio y nunca un fin.”

Por otro lado, el principio del destino universal de los bienes no implica que no pueda existir propiedad privada individual o colectiva, sino que está en contra de la propiedad colectiva controlada por la autoridad del estado, socialista o comunista, como defiende la ideología social-comunista.

Ya la primera encíclica social, la Rerum Novarum de León XIII, declara con meridiana claridad el derecho a la propiedad privada de los trabajadores, como fruto de su trabajo y el de sus antepasados y como la más eficaz garantía de su libertad como ciudadano miembro de la sociedad humana.

Así mismo en el nº 176 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se afirma:

“Mediante el trabajo y gracias a su inteligencia, el hombre domina la tierra y la convierte en su digna morada: «De este modo se apropia una parte de la tierra, la que ha conquistado con su trabajo, he ahí el origen de la propiedad individual». La propiedad privada, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes «aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana (…) al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles. La propiedad privada es elemento esencial de una política económica auténticamente social y democrática, así como garantía de un recto orden social. La doctrina social enseña que la propiedad de los bienes debe ser accesible a todos, de modo que todos se conviertan en propietarios, al excluir el recurso a formas de «posesión indivisa para todos».”

Vivimos en un mundo global donde tan solo 200 personas poseen más riqueza que 3.500.000.000 personas, la mitad de toda la población mundial, que es pobre y hambrienta. ¿Podemos dudar de que la Iglesia nos obliga a todos por el Principio del destino Universal de los Bienes a realizar la revolución social para que todos esos millones de hambrientos puedan alimentarse adecuadamente? Esta obligación es tanto más severa sabiendo que hay en la actualidad alimentos suficientes para satisfacer la nutrición adecuada de toda la población mundial.

Pero no sólo los alimentos están sometidos al principio del destino universal de los bienes, son también los cuidados educativos, los sanitarios, los habitacionales, los culturales, los religiosos, …

La dimensión estructural de esta revolución social, necesaria no solo a nivel municipal sino también a nivel regional, nacional e internacional es tanto más urgente cuanto que los organismos institucionales no sólo no cumplen sus obligaciones de hacer llegar los bienes de la tierra a todas y cada una de las personas, sino que entorpecen el que todos puedan acceder a ellos. En efecto, no hay en el mundo tanta hambre como desde que funciona la FAO, no hay tantos enfermos como desde que funciona la OMS, no hay tantos analfabetos como desde que existe la UNESCO, no hay tantos pobres como desde que las instituciones financieras y bancarias internacionales, FMI, Banco Mundial, etc., son el mejor instrumento para el acaparamiento de unos pocos de las riquezas y los bienes que son tan necesarios para la mayor parte de la humanidad, que no puede disfrutar de ellos porque no están a su alcance.

En efecto en el nº 182 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que hemos citado tantas veces, se afirma con toda claridad:

“El principio del destino universal de los bienes exige que se atienda con particular solicitud a los pobres, a aquellos que se encuentran en situación de marginación y, en cualquier caso, a las personas cuyas condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado. A este propósito debe reafirmarse la opción preferencial por los pobres. «Ésta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad».”

Y más adelante en el número 184 se concluye, advirtiendo de que las limosnas, siempre necesarias en las situaciones de necesidad, nunca deben ocultar la necesidad del cumplimiento de la justicia y de los cambios políticos para que esta injusticia tan flagrante deje de existir:

“El amor de la Iglesia por los pobres se inspira en el Evangelio de las Bienaventuranzas, en la pobreza de Cristo y en su atención por los pobres. Este amor se refiere a la pobreza material, así como a las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa. La Iglesia «desde sus orígenes, a pesar de la infidelidad de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables». Inspirada por el precepto evangélico «Gratuitamente han recibido, den gratuitamente» (Mt 10,8), la Iglesia enseña a socorrer al prójimo en sus diversas necesidades y lleva a cabo en la comunidad humana innumerables obras de misericordia corporales y espirituales: «Entre estas obras, la limosna es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna, así como una práctica de justicia que agrada a Dios», si bien la práctica de la caridad no se reduce a la limosna, sino que requiere la atención a la dimensión social y política del problema de la pobreza.

Sobre la relación entre caridad y justicia es constante la enseñanza de la Iglesia: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les damos de nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que cumplir un acto de caridad, lo que realizamos es un deber de justicia». Los Padres Conciliares recomiendan que se cumpla este deber «para no dar como ayuda lo que es debido a título de justicia». El amor por los pobres es ciertamente «incompatible con el amor desordenado por las riquezas o con su uso egoísta».”

Este principio del Destino Universal de los Bienes tiene también mucho que ver contra la xenofobia y el entorpecimiento de la inmigración a todos los niveles, nacionales e internacionales. Es cierto que la inmigración se debe hacer de forma reglada y ordenada… pero debe poder hacerse. Lo más importante es que todos los organismos y estructuras de la sociedad se deben desvelar en facilitar el desplazamiento ordenado y legal de las personas y las familias a cualquier lugar del mundo donde quieran dirigirse. Ya su santidad Juan XXIII afirmaba con toda sencillez, pero también con toda autoridad y contundencia que vivimos ya en una “Aldea Global” y cualquier ciudadano debe poder moverse libremente en ella, para ejercer su deber de trabajar para sustentar a su familia, para dominar la tierra y para servir a sus hermanos, los hombres. Esta gran aldea mundial, tal como la concibió el papa bueno, Juan XXIII, está claro que debe estar estructurada conforme a la pirámide estable y equilibrada, pero dado el desastre de inmigración que tenemos (pateras y muertes en el Mediterráneo, represión y muros salvajes en Europa y EEUU), está claro que nos anima a todos a realizar la Revolución Social.

En este tema de la inmigración también sobresalen las exhortaciones del papa Francisco que no duda en calificar el trato que damos a los inmigrantes como una vergüenza. “Bergoña”, fue su lamento ante el hundimiento, cerca de la isla italiana de Lampedusa, de un viejo barco, con más de mil inmigrantes, hacinados en él, muchos de ellos ahogados por estar encerrados en la bodega, sin poder siquiera nadar o pedir auxilio.

Está claro que el Principio del Destino Universal de los bienes, sólo se puede cumplir en una sociedad estructurada en sus distintos niveles, municipal, regional, nacional e internacional, de manera que:

  • La dimensión económica subordine la propiedad privada a este principio y funcione, por tanto, subordinada al Bien Común social.
  • Bien Común garantizado por la dimensión política. Para ello la estructura política debe garantizar el protagonismo histórico de la dinámica social gestionada desde abajo, los más pobres y desfavorecidos. Para ello
  • La dimensión socio-laboral, superando la tensión reivindicativa corporativista, dinamice el funcionamiento social al servicio de todas y cada una de las personas (“parias del mundo uníos”). Esto sólo será posible si
  • La dimensión cultural-religiosa sea el motor de toda la dinámica social, para que responda a la dignidad que tenemos todas y cada una de las personas y así la Historia de la Humanidad tenga un sentido solidario y trascendente.

Esto es lo que soñaban los pobres de la Revolución Social Solidaria del siglo XIX… y esto es lo que nos enseña la Doctrina Social de la Iglesia, como vamos descubriendo a través de sus documentos.

Principios de la Subsidiariedad y la Participación

Estos dos principios de la Doctrina Social de la Iglesia vienen a coincidir con los principios de la Autogestión y de la Emancipación como funcionamiento básico de la Revolución Social luchada por el Movimiento Obrero Solidario. Tanto la rama libertaria (autogestión y emancipación), como la rama socialista (emancipación) del movimiento revolucionario defendieron la necesidad de que la estructura social funcionara conforme a lo que establece los principios de Subsidiariedad y de Participación de la Doctrina Social de la Iglesia.

La diferencia entre unos y otros es que las organizaciones obreras cayeron en el error de reivindicarlos sólo para la clase obrera (denunciando falsamente a la Iglesia como aliada de los ricos y enemiga de estos principios), sin embargo y en sentido contrario, la Doctrina Social de la Iglesia los reivindica como principios básicos para para todas las personas y para el funcionamiento de todas las sociedades humanas, locales, regionales, nacionales y de toda la Humanidad en su conjunto.

El principio de la subsidiaridad de la Doctrina Social de la Iglesia viene a decir que la estructura social debe respetar el dinamismo protagonista de las personas, de las familias y de los grupos humanos menores, con los medios que ellos se pueden proveer por sí mismos y poniendo a su servicio los medios económicos y políticos que necesiten para que puedan servir mejor al bien común.

Efectivamente, en el nº 185 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia podemos leer:

“La subsidiariedad está entre las más constantes y características directrices de la doctrina social de la Iglesia, presente desde la primera gran encíclica social. Es imposible promover la dignidad de la persona si no se protege la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones asociativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional y político, a las que las personas dan vida y que hacen posible su efectivo crecimiento social. Éste es el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre los individuos y las sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la «subjetividad creativa del ciudadano». La red de estas relaciones conforma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de sociabilidad.”

Está claro que la Iglesia defiende, por el principio de la subsidiariedad, una estructura social en la que las dimensiones económica y política estén al servicio de la estructura socio-laboral, tal como corresponde a la pirámide equilibrada y estable. Dada la situación de la pirámide actual invertida donde las estructuras económica y política controlan y dominan al tejido social, nos está invitando a que realicemos la Revolución Social invirtiendo la pirámide social a todos los niveles.

Así en el nº 187 del Compendio de la DSI, tan citado aquí, se nos dice:

“Con el principio de subsidiariedad contrastan formas de concentración, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos». La falta de reconocimiento adecuado de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como los monopolios, dañan gravemente el principio de subsidiariedad.

Al principio de subsidiariedad corresponden: el respeto y la promoción efectiva de la primacía de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso de la iniciativa privada, de modo que cada organismo social, según sus propias peculiaridades, esté al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; el equilibrio entre la esfera pública y la esfera privada, con el consiguiente reconocimiento de la función social del sector privado; una adecuada responsabilidad del ciudadano para «ser parte» activa de la realidad política y social del país.“

El principio de la subsidiariedad conlleva el principio de la participación para que sea efectiva la supeditación de la estructura económica y política al tejido social que debe producir la revolución social. Así en el nº 189 del Compendio de la DSI podemos leer:

“Una consecuencia característica de la subsidiariedad es la participación, que se expresa en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, individual o asociadamente, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, social y política de la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos deben cumplir, de modo responsable y con vistas al bien común.

La participación no puede ser delimitada o restringida a un contenido particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades económicas en sus dinámicas internas, la información y la cultura y, muy especialmente, la vida social y política hasta los niveles más altos, como son aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la edificación de una comunidad internacional solidaria. Desde esta perspectiva, se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo, de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la corresponsabilidad de cada uno con relación al bien común.”

Y en el nº 190 remata de esta manera:

“La participación en la vida comunitaria no es sólo una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercer libre y responsablemente su papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de ser una de las mayores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno democrático se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que toda democracia debe ser participativa. Esto comporta que los sujetos de la comunidad civil deben ser informados, escuchados y ser partícipes en el ejercido de las funciones que la democracia desempeña.”

Principio de la Solidaridad

Finalmente, el principio de la Doctrina Social de la Iglesia de la Solidaridad es el alegato más firme para urgir la Revolución Social de cara a que la sociedad humana se estructure solidariamente a diferencia de cómo está estructurada en la actualidad, caracterizada por el latrocinio Norte-Sur en lo económico, el servilismo de la política a los poderosos, el egoísmo y corporativismo en lo social y la pérdida del sentido de la vida en lo cultural-religioso.

La Solidaridad, en la Doctrina Social de la Iglesia, no es en modo alguno dar de vez en cuando limosnas. Recuerdo que el sacerdote que ofició la misa de primera comunión de mi hijo pequeño, definió en el sermón la solidaridad como “compartir con los demás algo de lo que nos sobra”. San Juan Pablo II, en cambio, la definió como “compartir con los demás lo que necesitamos para vivir”. Esta radicalidad es la misma que la Solidaridad descubierta por el Movimiento Obrero pobre, pero elevada al rango de toda la humanidad y no reducida a sólo la clase obrera.

En este sentido, en el número 193 del Compendio de la DSI, podemos leer:

“La solidaridad debe ser entendida como principio social ordenador de las instituciones, según el cual «las estructuras de pecado», que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas del mercado y ordenamientos. La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos somos responsables de todos». La solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada al bien común, y en «la entrega al bien del prójimo que está dispuesto a perderse, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a servirlo en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cfr. Mt 10, 39–42; Mc 10, 42–45; Lc 22, 25–27)».

Una actitud solidaria es el deber de justicia que toda persona tiene como pago de restitución de la deuda que tenemos por el patrimonio histórico que pone a nuestra disposición la sociedad en la que hemos nacido y vivimos. El Compendio de la DSI, ordenado hacer y publicar por San Juan Pablo II, lo afirma con toda claridad en el número 195 de esta manera: “El principio de solidaridad hace que los hombres de nuestro tiempo cultiven la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad a la que pertenecen: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Esta deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de modo que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto a las generaciones presentes y futuras, llamadas a compartir, en la solidaridad, el mismo don.”

Históricamente, aunque no reconocido explícitamente por el Movimiento Obrero Solidario, el primer referente y prototipo de persona Solidaria ha sido Jesucristo, secundado también por una inmensa multitud de cristianos, cuya vida ha sido un derroche de Solidaridad. Así lo afirma con rotundidad el Compendio de la DSI en su nº 196: “La cumbre de esta perspectiva es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre Nuevo, solidario con la humanidad hasta la «muerte de cruz» (Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en unidad. En Él, y gracias a Él, –también la vida social puede ser descubierta, aún con todas su contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y esperanza, en cuanto signo de una Gracia que se ofrece a todos y que invita a las formas más altas y comprometedoras de comunión.

Jesús de Nazaret hace resplandecer ante los ojos de todos los hombres el nexo entre solidaridad y caridad, iluminando su significado: «A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas, de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano, con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con el que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuesto al sacrificio, incluso extremo: «dar la vida por los hermanos (cfr. Jn 15,13)».

 

Extracto del libro «La revolución social en la Doctrina Social de la Iglesia» (Autor: Alfonso Gago – militante cristiano)

 

 

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