«Cultivar las evidencias morales esenciales, defenderlas y protegerlas como un bien común sin imponerlas por la fuerza, constituye a mi parecer una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias.»

 

LA LIBERTAD, LA JUSTICIA Y EL BIEN

Principios morales de las sociedades democráticas

 

Cardenal Joseph RATZINGER

Este trabajo es la versión alemana de mi discurso de agradecimiento, pronunciado en la sala de cúpulas de la Académie Française en noviembre de 1992, al ingresar en la Académie des Sciences Morales et Politiques. Según la tradición, el nuevo miembro debe ensalzar en el acto al predecesor cuyo lugar ocupa ahora. En mi caso el predecesor era Andrei Sajarov, con lo que el tema de mi disertación estaba decidido de antemano. Sajarov fue grande como físico, pero sobre todo fue grande como hombre, como intrépido y apasionado luchador por la dignidad y la libertad del hombre. Sajarov aceptó el precio del sufrimiento que le impuso el régimen comunista, cuya mendacidad e inhumanidad destapó ante los ojos del mundo. La opinión pública lo admiró por ello, pero no quiso renunciar a su flirt con la ideología que tanto sufrimiento había causado al físico. Siguiendo la tradición de la Académie, mi discurso no podía ser una pura elegía, una alabanza retrospectiva del gran predecesor. De su figura emergía la pregunta sobre cómo formar en nuestros días una comunidad nacional en libertad. Para ello hacía falta considerar el contenido ético de la libertad humana como realidad que solo se puede vivir en un ámbito de responsabilidad compartida.

El marco temporal previsto tan solo permite alusiones aforísticas a algunos puntos de vista relevantes. La ocasión me permitió echar mano de un discurso pronunciado en 1992 en Bratislava, capital de Eslovaquia, ante un nutrido auditorio. Tras el fin de la dictadura comunista se planteó en el país con gran urgencia y absoluta concreción la pregunta sobre el modo de construir un Estado nuevo y justo, de organizar y garantizar la libertad sin menoscabar la justicia. La conferencia de París y la de Bratislava, que constituye el tercer capítulo del libro, están totalmente entrelazadas entre sí. En París traté de examinar de nuevo, a partir de la figura concreta de Sajarov, lo que en la capital eslovaca había presentado previamente sirviéndome de hechos objetivos.

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ES UN GRAN HONOR PARA MÍ PODER pertenecer desde ahora al Instituto de Francia como sucesor de la eminente figura de Andrei Dimitrievich Sajarov. Doy las gracias de todo corazón por ello. Sajarov figuraba entre los representantes más prestigiosos de su ciencia, la física, pero fue más que un renombrado científico: fue un gran hombre. Sajarov luchó por la humanidad del hombre, por su dignidad moral y su libertad, pagando por ello el precio del sufrimiento, la persecución y la renuncia a la posibilidad de ulterior trabajo científico. La ciencia puede servir al hombre, pero también se puede convertir en instrumento del mal y prestarle todo el horror de que es capaz. Solo cuando se ejerce con responsabilidad moral puede la ciencia satisfacer su verdadera naturaleza.

  1. LA DEMANDA PÚBLICA DE LA CONCIENCIA

No sé cuándo ni cómo percibió con claridad Sajarov la extrema seriedad de estas cosas. Una breve noticia sobre un acontecimiento ocurrido el año 1955 proporciona un indicio al respecto. En noviembre de 1955 se hicieron importantes ensayos con armas termonucleares que se saldaron con este trágico balance: la muerte de un joven soldado y de una niña de dos años. En el pequeño banquete posterior, Sajarov levantó su copa para brindar. El científico aprovechó la ocasión para manifestar su esperanza en que las armas rusas no explotarían jamás sobre ciudades. El director de las pruebas, un alto oficial, explicó en la respuesta que la tarea de los científicos consistía en perfeccionar las armas. Pero no era asunto suyo ocuparse de cómo se deberían emplear. Su inteligencia no es competente para ello. El comentario de Sajarov a esas palabras puso de manifiesto la creencia del científico mantenida hasta el final de su vida: «Ningún hombre puede rechazar su parte de responsabilidad en aquellos asuntos de los que depende la existencia de la humanidad»[2]. El oficial había negado, seguramente sin ser consciente de ello, la moral como magnitud peculiar en la que todos los hombres son competentes. Para el oficial existía solo competencia técnica de carácter científico, político o militar. En verdad no hay competencia profesional que otorgue derecho a matar —o hacer que otros maten— a los hombres. La negación de la capacidad humana común para penetrar en lo que concierne al hombre como hombre crea un nuevo sistema de clases y envilece a los seres humanos, porque en esas condiciones desaparece el hombre como tal. Negar el principio moral, impugnar ese órgano de conocimiento —previo a cualquier especialización— que llamamos conciencia, significa negar al hombre. Sajarov llamó la atención una y otra vez, con energía, sobre la responsabilidad de cada hombre sobre toda la realidad, y en la salvaguardia de esta responsabilidad encontró su propia misión.

Desde 1968 fue apartado de aquellos trabajos que tuvieran que ver con los secretos de Estado. A partir de ese momento defendió con más ardor la demanda pública de la conciencia. En adelante su pensamiento girará en torno a los derechos humanos, la renovación moral de su país y de la humanidad, los valores humanos comunes a todos y el mandamiento de la conciencia. Sajarov, que amaba profundamente a su país, hubo de convertirse en acusador de un régimen que hundía a los hombres en la indolencia, el cansancio y la indiferencia, y los empobrecía interior y exteriormente. Se podría decir que con el hundimiento del sistema comunista Sajarov habría cumplido su misión, un importante capítulo de la historia de la moral política hundido definitivamente en el pasado. Yo creo que esa opinión sería un inmenso y peligroso error. Es evidente que la orientación general de Sajarov hacia la dignidad y los derechos humanos, su disposición a obedecer a la conciencia aun al precio del sufrimiento, continúa siendo un mensaje que no ha perdido la menor actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en el que la adquirió. Creo, además, que las amenazas que penden sobre el hombre, que con la dominación de los partidos marxistas se convirtieron en poderes políticos concretos de destrucción de la humanidad, perviven de otro modo en nuestros días.

Robert Spaemann ha dicho recientemente que, tras el hundimiento de la utopía, comienza a propagarse en la actualidad un nihilismo banal, cuyos resultados pueden llegar a ser más peligrosos todavía[3]. Como ejemplo menciona al filósofo americano Richard Rorty, que ha formulado la nueva utopía banal. El ideal de Rorty es una sociedad liberal en la que no existan valores ni criterios absolutos. El bienestar será lo unico a lo que merezca la pena aspirar. En su cautelosa pero contundente crítica del mundo occidental, en la que además de hablar de una «moda liberal izquierdista» denuncia la ingenuidad y el cinismo que paraliza a Occidente cuando se trata de percibir su responsabilidad moral, Sajarov anticipó el peligro agazapado en un vaciamiento así del hombre[4].

 

  1. LIBERTAD INDIVIDUAL Y VALORES SOCIALES

Nos hallamos ante la pregunta que Sajarov nos plantea hoy día a todos nosotros. ¿Cómo puede el mundo libre afrontar su responsabilidad moral? La libertad conserva la dignidad cuando permanece vinculada a su fundamento y a su cometido morales. Una libertad cuyo único argumento consistiera en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana, seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad individual huera se anula a sí misma, porque la libertad del individuo solo puede subsistir en un orden de libertades. La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos. La misma idea se podría expresar también así: el concepto de libertad reclama, por su misma esencia, un complemento que le proporcionan estos dos nuevos conceptos: lo justo y lo bueno. Podríamos decir que es propio de la libertad la capacidad de la conciencia para percibir los valores humanitarios fundamentales que atañen a todos los hombres.

En este lugar deberíamos continuar hoy día el pensamiento de Sajarov para trasladarlo convenientemente a la situación del presente. Junto a la gratitud por la intervención del mundo libre en favor suyo y en el de otros perseguidos, Sajarov hubo de sufrir dramáticamente la abstención repetida de Occidente en numerosos acontecimiento políticos y en el destino de muchas personas. No creyó que fuera tarea suya analizar las razones profundas de todo ello, pero vio con claridad que la libertad se puede entender a menudo egoísta y superficialmente[5]. Uno no puede querer la libertad solo para sí mismo. La libertad es indivisible y debe ser considerada siempre como conectada al servicio de la humanidad entera. Eso significa que no puede haber libertad sin sacrificio y renuncia. La libertad requiere velar para que la moral sea entendida como un lazo público y común, para que se le otorgue, a ella, que carece de poder, el verdadero poder al servicio del hombre. La libertad requiere que los gobiernos y los que tienen responsabilidades se inclinen ante una realidad que se yergue indefensa y no es capaz de ejercer violencia alguna.

En esto reside el peligro de las democracias modernas, con las que debemos ponemos de acuerdo según el espíritu de Sajarov. Es difícil ver cómo puede la democracia, que descansa sobre el principio mayoritario, mantener la vigencia de valores morales no apoyados por la convicción de la mayoría sin introducir un dogmatismo que le es esencialmente extraño. Rorty piensa al respecto que la razón orientada por la mayoría incluye siempre algunas ideas intuitivas, como por ejemplo el rechazo de la esclavitud. Más optimista todavía se mostraba en el siglo XVII P. Bayle. Al final de las guerras sangrientas en las que enzarzaron a Europa los grandes conflictos religiosos, Bayle opinaba que la metafísica no afectaba a la vida política. Bastaba con la verdad práctica. No habría más que una única moral, necesaria y universal, una luz clara y verdadera que todos los hombres podrían percibir nada más abrir los ojos[6]. La ideas de Bayle reflejan la situación intelectual de su siglo: la unidad de la fe se había desmoronado y resultaba imposible conservar las verdades de la esfera metafísica como patrimonio común. Pero las convicciones morales esenciales, con las que el cristianismo había conformado las almas, eran todavía certezas evidentes, cuya nítida evidencia podía percibir al parecer la sola razón.

La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así que sirva de fundamento firme y seguro de la libertad. La mirada a los valores esenciales puede extraviarse perfectamente para la razón. Ni siquiera la intuición en la que confía Rorty se mantiene ilimitadamente. La idea invocada por el filósofo americano sobre la necesidad de rechazar la esclavitud no existió durante muchas centurias, y la historia de los Estados totalitarios de nuestro siglo muestra con suficiente claridad con qué facilidad podemos traicionarla. La libertad se puede anular y hartar de sí misma cuando se convierte en una realidad vacía. También hemos visto en nuestro siglo cómo la decisión de la mayoría sirve para derogar la libertad.

Detrás de la inquietud que le producía a Sajarov la experiencia de la ingenuidad y el cinismo occidentales se esconde el problema de una libertad vacía y sin dirección. El positivismo estricto, que se expresa en la absolutización del principio mayoritario, se transforma inevitablemente antes o después en nihilismo. A ese peligro debemos hacer frente cuando está en juego la defensa de la libertad y los derechos humanos.

El político de Danzig, Hermann Rauschning, sostuvo en 1938 que el nacionalsocialismo era la revolución del nihilismo. «No ha habido ni hay un solo fin que el nacionalsocialismo no esté dispuesto a perseguir o desdeñar por mor del movimiento»[7]. El nacionalsocialismo era solo el instrumento del que se servía el nihilismo, que estaba dispuesto a desprenderse de él cuando hiciera falta y a sustituirlo por otra cosa. Me parece a mí que los fenómenos que observamos con cierta inquietud actualmente en Alemania no se pueden comprender tampoco de manera adecuada con la etiqueta de xenofobia. En la base de la xenofobia se halla también el nihilismo que procede de la vaciedad de las almas: ni la dictadura nacionalsocialista ni la comunista consideraban inmoral y mala en sí ni una sola acción. Lo que servía a los fines del movimiento o el partido era bueno, por inhumano que fuera. Así se ha producido después de varios decenios la aniquilación del sentido moral, que se transformará en completo nihilismo cuando pierdan vigencia los fines anteriores y la libertad se reduzca tan solo a la posibilidad de hacer todo lo que en algún momento pueda considerar interesante y entretenido, una libertad vacía.

  1. RESPETO DE UN SUSTRATO FUNDAMENTAL DE HUMANIDAD

Volvamos al problema de cómo robustecer el derecho y el bien en la sociedad frente a la ingenuidad y el cinismo, sin que la fuerza del derecho sea impuesta mediante coacción exterior ni se defina de forma totalmente arbitraria. En este orden de consideraciones me ha impresionado siempre el análisis de Tocqueville en La democracia en América. Una condición esencial para que se mantuviera unida esta formación constitutivamente quebradiza y fuera posible un orden de libertades en libertad vivida en común era, a juicio del gran pensador político, el que en América seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo protestante, la cual constituía el fundamento que sustentaba las instituciones y mecanismos democráticos[8]. Así es efectivamente. Sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto. Pero las convicciones no derivan de la mera razón empírica. Las decisiones mayoritarias no pierden su condición verdaderamente humana y razonable cuando presuponen un substrato básico de humanidad y lo respetan como verdadero bien común y condición de todos los demás bienes. Esas convicciones reclaman actitudes humanas correspondientes, y las actitudes no pueden prosperar cuando no se respeta el fundamento moral de la cultura ni las evidencias religioso-morales custodiadas por ella. Apartarse de las grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio de una cultura y una nación. Cultivar las evidencias morales esenciales, defenderlas y protegerlas como un bien común sin imponerlas por la fuerza, constituye a mi parecer una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias.

En ello veo también la misión pública de las iglesias cristianas en el mundo de hoy. Está en conformidad con la esencia de la Iglesia mantenerla separada del Estado y evitar que este imponga la fe, que debe descansar en convicciones libres. Sobre este punto existen unas palabras de Orígenes a las que por desgracia no siempre se ha hecho demasiado caso. «Cristo no vence al que no se quiere dejar vencer. Él vence solo por convicción. Él es la PALABRA de Dios»[9]. No es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Estado, sino una comunidad de convicciones. Pero también es propio de ella reconocer que tiene responsabilidad en todo y no puede limitarse a sí misma. En uso de su libertad debe participar en la libertad de todos para que las fuerzas morales de la historia continúen siendo fuerzas morales del presente y para que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común.

Notas:

[1] Discurso con motivo de la recepción como membre associé étranger en la Académie des Ciences Morales et Politiques des Institut de France, pronunciado en París el 7 de noviembre de 1992.

[2] Cfr. A. D. Sajarov, Mein Land unddie Welt, Viena, 1976, p. 82.

[3] R. Spaemann, La Perle précieuse et le nihilisme banal, en Catholica 1992, n.º 33, pp. 43-50. Cita p. 45.

[4] A. D. Sajarov, op. cit., p. 17; cfr. también 44 y ss.

[5] Cfr. ibid., p. 21 y ss; también p. 89.

[6] Cfr. V. Possenti, Le societá liberali al bivio. Lineamenti di filosofia della societá, Génova, 1991, p. 293. Cfr. el tercer capítulo de este libro, pp. 83 y ss.

[7] H. Rauschning, Die Revolution des Nihilismus, Zurich, 1938, neu hersg von Goto Mann, Zurich, 1964. Cfr. J. Ratzinger, Kirche, Ôkumene und Politik, Einsiedeln, 1987, pp. 153 y ss.

[8] A. Jardin, Alexis de Tocqueville 1805-1859, París, 1984, por ejemplo, p. 210.

[9] Salmos, 4,1: PG 12, 1133 B. Cfr. M. Geerard, Clavis Patrum Graecorum 1,1983, p. 151.