HISTORIA de la Doctrina Social de la Iglesia

Cuando en 1991, Juan Pablo II conmemoró el centenario de la encíclica Rerum Novarum, hizo notar que León XIII se enfrentó con algo más com­plejo que la cuestión social. Sin que esto suponga devaluar su trascendencia, la revolución industrial fue sólo una parte de un cambio más amplio y pro­fundo.

El Papa escribe así en su encíclica conmemorativa Centesimus Annus: “A finales del siglo pasado la Iglesia se encontró ante un proceso histórico, presente ya desde hacía tiempo, pero que alcanzaba entonces su punto álgido. Factor determinante de tal proce­so lo constituyó un conjunto de cambios radicales ocurridos en el campo políti­co, económico y social, e incluso en el ámbito científico y técnico, aparte del múltiple influjo de las ideologías dominantes. (…) Una sociedad tradicional se iba extinguiendo, mientras comenzaba a formarse otra, cargada con la esperanza de nuevas libertades, pero al mismo tiempo con los peligros de nuevas formas de injusticia y esclavitud” (Centesimus Annus 4).

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Concretando más, Centesimus Annus continúa hablando:
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…………de «una nueva concepción de la sociedad, del Estado y, como consecuencia, de la autoridad»
………..de «una nueva forma de propiedad, el capital», y de una nueva forma de trabajo, el «trabajo asalariado», que se convierte en mercancía
………..y que llega a producir «la división de la sociedad en dos clases separadas por un abismo profundo».
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UN PROCESO HISTORICO COMPLEJO

Los tres ámbitos a los que llega ese complejo proceso histórico al que se en­frenta la Doctrina Social de la Iglesia son la política, la economía y la sociedad. Lo que ocurrió puede recordarse sumariamente así:
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⦁  En el ámbito de la política, la Ilustración había ejercitado una crítica demoledora del régimen absoluto. Sus ideas fueron llevadas a la práctica en la revolución norteamericana primero y, más tarde, en la Revolución Francesa de 1789. Superados sus excesos revolucionarios, fue reconducida por Napoleón hasta convertir a Fran­cia en un Imperio que pretendía dominar al mundo desde el dominio de Europa. Como reacción ante este Imperio, reencarnación del Absolutismo anterior, surge el liberalismo como filosofía y como sistema político. Su bandera es la libertad. Su forma política, el Estado liberal, basado en la división de poderes, en la participa­ción de todos los ciudadanos —aunque el sufragio fue primero censitario y sólo más tarde llega a convertirse de hecho en universal, incluyendo a las mujeres— y en la igualdad y subordinación de todos ante la ley. A todo este conjunto se le lla­mó «Nuevo Régimen», en contraposición al Antiguo Régimen absoluto. Derechos del hombre, libertades, división de poderes. Constitución, soberanía nacional y partidos políticos eran los ingredientes de esta forma de concebir la política. Bajo estas estructuras formales latían un espíritu y un estilo nuevos.
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⦁  Paralelo al liberalismo político se había desarrollado el económico. En el cam­po de la economía, la libertad se traducía en dos exigencias: el respeto a la ini­ciativa privada por parte del Estado —«laissez faire, laissez passer» [«dejad ha­cer, dejad pasar»]— y la intangibilidad de la propiedad privada, que tenía honda tradición moral y jurídica, hasta el punto de ser considerada, junto con la religión, la familia y la autoridad, una de las bases sobre las que se cimenta­ba la sociedad.
Al calor de este talante había progresado indudablemente la economía y se ha­bía hecho posible la industrialización. Frente a los evidentes desajustes y desi­gualdades, el liberalismo clásico seguía creyendo en la virtualidad de «la mano invisible» y del «entendimiento omnisciente», que, en clima de libertad, regula­rían la situación. No era preciso, por tanto, adoptar correctivos, sino tener un poco de paciencia para que la libertad surtiera, indudable e inevitablemente, sus efectos benéficos. Propiedad y libertad, ya desde el principio unidas, fueron la bandera del liberalismo económico.
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⦁  La realidad fue que, con estas premisas, se instauró un sistema económico nuevo —con razón nota Centesimus Annus que propiedad y trabajo cobran significados distintos tras la industrialización— que configuró a la sociedad de forma también nueva. Surgen así dos clases sociales nuevas: las burguesías y el proletariado, que se unen a las ya existentes —aristocracia, clase media, campesinos y artesanos— para irse con­virtiendo gradualmente en antagonistas y protagonistas de la cuestión social.
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A estas tres revoluciones se añade la industrial, que aprovecha la libertad política, fomenta la ideología económica liberal y contribuye a crear la divi­sión entre las clases.