Concepciones tradicionales

Las figuras clave de las concepciones «tradicionales» del bien común -entendiendo por tales las anteriores a la Modernidad-fueron Platón y Aristóteles en la antigüedad clásica y san Agustín y santo Tomás de Aquino en la tradición cristiana.

Resulta curioso que ninguno de ellos consideró necesario precisar el contenido de este concepto; debieron suponer que su significado se desprendía claramente de las dos palabras que componen la expresión (lo cual no es en absoluto cierto; de hecho no lo entendieron del mismo modo unos y otros). Sin embargo, todos -y particularmente santo Tomás de Aquino- hicieron apor­taciones valiosas, destacando la importancia del bien común y su preeminencia sobre el bien particular, aunque por desgracia no lograron resolver correctamente la relación existente entre ambos. Esto se debe a que en la filosofía de la Antigüedad clásica, y toda­vía durante la Edad media, existía una concepción de la sociedad que hoy llamamos holística -del griego hólos («todo», «entero»)- u organológica: Los seres humanos, más que personas dotadas de libertad individual, se entendían a sí mismos como piececitas anónimas de ese gran engranaje que es la sociedad, y por lo tanto el bien de cada individuo particular no contaba para nada.

  • Platón (aprox. 428-347 a. C.)

Como es sabido, toda la filosofía platónica se articula alrededor de la teoría de las ideas. La realidad se compone de dos mundos: el de las ideas (es la realidad inmutable, que los sentidos no pueden percibir) y el sensible (es la realidad en perpetuo acontecer que perciben los sentidos). Ambos mundos están relacionados porque el mundo sensible participa del mundo de las ideas imitándole (recordemos el mito de la caverna).

Dado que en el mundo de las ideas existe una jerarquía, ocu­pando el lugar más alto la Idea de Bien, el mundo sensible, al tomarle como modelo, tiende igualmente hacia el bien. Pero esto sólo es posible en el marco de un Estado bien organizado dondelos artesanos y comerciantes suministren los medios materiales, los guerreros defiendan la ciudad y los filósofos gobiernen. Aquí es donde Platón introduce el concepto de bien común: «El autén­tico arte político no debe preocuparse del bien privado, sino del bien común, pues el bien común estrecha los vínculos ciudadanos, mientras que el bien privado los disuelve, y tanto el bien particular como el bien común salen ganando si este segundo está sólida­mente garantizado con preferencia al otro»16. Conviene obser­var que la concepción platónica del bien común es claramente totalitaria. El Estado ideal sería aquel en el que desparezcan las individualidades y «tenga más parecido con un único hombre»17. «Así, pues, yo, legislador, declaro que ni vosotros mismos ni estos bienes de que habláis os pertenecéis; tanto ellos como vosotros pertenecéis a vuestro linaje entero, el de ayer y el de mañana, o más bien es a la ciudad a la que pertenece vuestro linaje entero y toda vuestra fortuna»18.

 

  • Aristóteles (384-322 a. C.)

Igual que Platón, Aristóteles conoció la expresión koinónagathón, que unos autores traducen por «interés común» y otros por «bien común». Afirma que el problema de cómo tratar a los individuos excepcionales se da tanto en las constituciones cuya mira se pone en ventajas privadas como «en las constituciones directamente orien­tadas al bien común (koinónagathón)»19. Pero además desarrolló el concepto de polis, que en cierto modo en su obra es equivalente al de «bien común» porque la polis aristotélica no era solamente una institución política, sino el espacio vital donde el ser humano puede alcanzar su felicidad interrelacionándose con los demás.

 

Igual que Platón, Aristóteles da prioridad al bien común sobre el individual: «El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo; pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado entero»20. Sin embargo, existen diferencias entre ambos filósofos. El realismo aristotélico no acepta la existencia de una idea subsistente del Bien: «En primer lugar, el afirmar la existencia de una idea no sólo del bien, sino también de cualquier otra cosa, es una simple abstracción vacía (…); en segundo lugar, aun concediendo que las ideas y la idea de bien existan en su pleno sentido, seguramente ello carece de todo valor práctico para la vida buena o para la conducta»21. Se aleja además del totalitarismo platónico discre­pando de que deba «haber una comunidad de hijos, mujeres y posesiones»22. «Un Estado queda plenamente conseguido sola­mente cuando se llega a que la comunidad de una multitud se baste a sí misma; por consiguiente, (…) un menor grado de unidad es más deseable que uno mayor»23. Sin embargo, ni Platón ni Aristóteles llegan a plantear el equilibrio entre el individuo y la sociedad en los términos actuales.

 

  • Cicerón (106-43 a. C.)

Cicerón abandona el koinónagathón de Aristóteles, que apunta hacia la idea de fin, sustituyéndolo por las expresiones latinas utilitas commune y utilitas reipublicae: «La cosa pública (res publica) es cosa del pueblo, considerando por tal no a todos los reunidos de cualquier forma, sino a la reunión que tiene su funda­mento en el consentimiento jurídico y en la utilidad común. (…) La primera causa de esta agregación de unos hombres con otros es menos su debilidad que cierto instinto de sociabilidad, innato en todos los hombres»24.

 

  • San Agustín (354-430)

Tampoco san Agustín utiliza la expresión «bien común», sino otras expresiones que podemos considerar equivalentes; por ejemplo, «comunidad de intereses» (utilitatiscommunione)25. A partir del axioma paulino de que el amor «no busca su interés» (ICor 13,5), explica la prioridad del interés común sobre el particular y desarro­lla extensamente la idea de que ese interés común no será perfecto si no incluye el servicio al verdadero Dios26, lo cual llevó con el tiempo a justificar (abusando del pensamiento del Santo) la potes­tad -bien sea directa o indirecta- de la Iglesia sobre el Estado27.

 

  • Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

Quien acuñó el concepto de bonumcommune en lengua latina fue Santo Tomás. Pero, a pesar de ser un concepto central en su ética política, no hizo una exposición sistemática del mismo; los textos que hablan de él aparecen dispersos a lo largo de toda su obra. Lassistematizaciones han sido elaboradas por los comentaristas del Santo y no son completamente coincidentes.

En el punto de partida de su ética política está la afirmación de que «el hombre es por naturaleza animal social»28, lo que le lleva a asociarse de múltiples formas. Cada una de esas asociaciones -la familia, las corporaciones municipales, el Estado, la Iglesia…- per­sigue un «bien común» a todos sus miembros. La búsqueda de ese objetivo común une a los miembros y anima la acción de quienes detentan la autoridad.

En cada una de esas asociaciones existe una jerarquía entre el bien particular de los individuos y el bien común de la sociedad: «No es recta la [voluntad] de quien quiere un bien particular si no lo refiere al bien común como a fin»29.

Por otra parte, no sólo existe un bien común natural, sino también un «bien común» sobrenatural, que es «el bien increado, es decir, Dios, el único que con su bondad infinita puede llenar perfectamente la voluntad del hombre»30. Del mismo modo que en el ámbito natural existe una jerarquía entre el bien particular y el bien común, existe también una jerarquía entre el bien común natural y el bien común sobrenatural: El fin último de la sociedad no es el bien común material, sino «alcanzar la fruición divina por medio de la vida virtuosa»31.

El bien particular del individuo está subordinado al bien común de la sociedad sólo cuando se trata del mismo género debien, porque el bien sobrenatural de un solo individuo es superior al bien natural de todo el universo.

Santo Tomás -como antes Platón y Aristóteles- dejó sin resol­ver el problema de las relaciones entre el individuo y la sociedad.

Por una parte, inmerso en la cultura holística propia de las sociedades tradicionales, afirma que la primacía del bien común sobre el bien particular llega hasta el extremo de poder sacrificar los individuos al bien del conjunto. Compara el cuerpo social al cuerpo humano, afirmando que, igual que cada órgano del cuerpo humano contribuye al bien del conjunto según su especificidad, también cada persona contribuye al bien común de la sociedad según su papel específico. Esa comparación con el cuerpo humano es peligrosa, porque concluye: «Si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma lCor 5,6, “un poco de levadura corrompe toda la masa”». El artículo terminaba con estas durísimas palabras: «Aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, sin embargo matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia y causa más daño, según afirma el Filósofo (Aristóteles)»32.

Por otra parte afirma que la persona es más perfecta que la sociedad: «Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo»33. El no logra armonizar ambas afirmaciones.

 

Concepciones modernas

 En la Modernidad, ese problema que los autores tradicionales no acertaron a resolver bien -la relación entre el individuo y la socie­dad, entre el bien particular y el bien general— llevó a contraponer de modo unilateral ambos polos, dando lugar respectivamente a las concepciones individualista y colectivista:

 

  • Concepción individualista del bien común

Fue Louis Dumont quien opuso el individualismo, propio de la cultura occidental moderna, al holismo, que caracteriza a las demás sociedades (la Grecia de las ciudades, la India de las castas, el Occidente medieval, el comunitarismo africano, etc.)34.

El individualismo considera que los individuos humanos pueden alcanzar su plena realización sin necesidad de la sociedad; una idea que las sociedades tradicionales habrían considerado absolutamente extravagante (en diversos lugares de África, antes de que los colonizadores europeos implantaran la pena de muerte, el castigo máximo era la expulsión de la tribu, porque vivir desga­jado de ella se consideraba peor que la muerte misma).

Las raíces del individualismo se remontan a dos momentos de la historia de las ideas. En primer lugar, la Reforma luterana, que defendía una relación directa del creyente con Dios sin necesidad de ninguna mediación eclesiástica. En segundo lugar, la filosofía de Descartes, que exigía desconfiar sistemáticamente de cuanto nos transmiten los demás y verificar todo de modo personal. En el Discurso del Método escribe: «Tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me tenían mis preceptores, aban­doné del todo el estudio de las letras, y me resolví a no buscar otraciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo»35.

Macpherson llamó «individualismo posesivo» a ese indivi­dualismo original, el del siglo XVII, porque consideraba que el individuo «es esencialmente el propietario de su propia persona o de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a la sociedad»36.

Entonces, ¿por qué viven en sociedad esos individuos tan autosuficientes? Desde luego, no porque tengan una naturaleza social sino porque comprenden la conveniencia de establecer con los demás un «contrato» que permita defender la vida y las pose­siones de los asociados. Es necesario, sin embargo, organizar la convivencia de modo que, a pesar de vivir en sociedad, cada uno «no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes»37.

Según Mili, el «modo de vida inglés» se caracteriza porque «todo el mundo actúa como si los demás (con poquísimas excep­ciones, si es que hay alguna) fuesen enemigos o estorbos»38.

Como es lógico, para un individualista puro el concepto mismo de bien común despierta no pocas suspicacias. «Un “bien” -decía Nietzsche, desde su aristocratismo- ya no es bien en boca del pró­jimo. No puede haber, por tanto, un “bien común”. Esa expresión encierra una contradicción en sí misma»39.

En todo caso, si cada individuo concibe su propio bien clara­mente diferenciado -o incluso opuesto- al bien de los demás, el bien común sólo puede entenderse como una suma de bienes indivi­duales, por lo que cada uno debe buscar libremente y sin trabas el interés propio (en el siguiente capítulo comentaremos el famoso pasaje de la «mano invisible» de Adam Smith).

 

  • Concepción colectivista del bien común

En nuestros días, el colectivismo marxista es casi nada más que una reliquia del pasado, pero no olvidemos que antes de 1989 los partidos comunistas controlaban los gobiernos de diecisiete países -la Unión Soviética, China, Camboya, Vietnam, Laos, Corea del Norte, Cuba, Yugoslavia, Albania, Mongolia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Polonia, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana y Afganistán-; algunos de ellos tan poblados que medio mundo vivía bajo ese régimen. Veamos su concepción del bien común:

Como ocurría en las sociedades tradicionales, lo valioso no son los individuos, sino la colectividad; aunque ahora no se trate del clan o la tribu, sino la clase social o el Estado.

Según observa un estudioso de la antropología marxista, en la obra de Marx, «desaparece paulatinamente el individuo y la clase social ocupa plenamente su atención»40. Ya no existen individuos únicos e insustituibles; «cada uno ha pasado a ser el ser humano genérico»41. Por eso cuando Marx habla de la realización del hombre entiende la realización del hombre colectivo; no el indi­vidual: «El individuo concreto -decía- no es más que una concre­ción de la realidad de la especie»42.

Así, pues, bajo el colectivismo, los individuos se pierden en la colectividad igual que una gota de agua se pierde en el océano. El valor de cada gota radica únicamente en que contribuye con las demás a crear el mar; pero ninguna de ellas, en su particularidad, es realmente importante. No son, por tanto, sujeto de derechos los individuos particulares, sino el conjunto de ellos. En consecuencia,para el colectivismo, el bien común es el bien de un Todo hipostasiado (raza, partido, grupo, etc.) al que se pueden sacrificar las partes si fuera necesario.

 

  • Concepción cristiana

 La antropología cristiana equidista del individualismo y del colec­tivismo:

Frente al individualismo, los padres conciliares afirmaron que «la persona humana, por su misma naturaleza, tiene absoluta nece­sidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental»43. Como dirá más poéticamente nuestro Antonio Machado, «un corazón solitario / no es un corazón»44.

Según el principio central del personalismo, no somos personas que en un determinado momento comienzan a entrar en relación con otras, sino que nos hacemos personas gracias a esa relación. «La experiencia primitiva de la persona -decía Mounier- es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, prece­den al yo, o al menos lo acompañan»45. «La persona no crece sino purificándose incesantemente del individuo que hay en ella»46.

Y, frente al colectivismo, la antropología cristiana considera que, si bien el todo vale más que las partes, la persona humana no es solamente parte con relación a la sociedad, sino que tiene valor por sí misma porque no formamos «una sociedad de iguales, sino una comunidad de diversos, de únicos»47. Como escribía AlfonsBusto, «se ha producido este hecho único e irrepetible que es mi vida. Nadie, antes de mí, ha sido igual que yo ni lo será nunca. Nadie verá jamás el mundo con mis ojos. Nadie acariciará con mis manos ni rezará a Dios con mis labios. Nadie amará con mi corazón. Mi vida es insustituible. Es tarea mía y sólo yo la puedo vivir. Si yo no lo hago, quedará para siempre sin hacer. Habrá en la creación un vacío que nadie podrá llenar»48.

Al ser la antropología cristiana equidistante del colectivismo y del individualismo, también lo será la concepción cristiana del bien común:

Frente al colectivismo, afirmamos que, si la persona humana tiene valor por sí misma, el bien común no puede ser el bien de un Todo hipostasiado al que pueden sacrificarse los individuos porque entonces caeríamos en la injusticia radical que caracteriza a todos los totalitarismos.

Y, frente al individualismo, afirmamos en primer lugar algo obvio: «“Común” significa “que incluye a todos”: el bien común no puede excluir o eximir a un sector cualquiera de la población. Si un sector de la población se encuentra, de hecho, excluido de la participación en la vida de la comunidad, incluso a un nivel mínimo, entonces hay una contradicción con relación al concepto de bien común, lo que exige rectificación»49.

Pero, afirmamos más todavía: Para que el bien común sea ver­daderamente «común» es necesario que no sea «la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno, es y permanece común, porque es indi­visible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo»50.

Una comparación sencilla puede ayudar a comprender lo que acabamos de decir: Si tuviera sentido hablar del «bien común» en botánica, diríamos que ese bien «indivisible que es de todos y de cada uno» es el suelo fértil y con agua en el que las distintas plan­tas pueden echar raíces fuertes y absorber después los nutrientes que cada una de ellas necesita.

Veamos ya cómo lo dice el magisterio de la Iglesia. La famosa definición de Juan XXIII51 -recogida después casi literalmente en la Gaudium et spes- es en realidad una formulación simplificada de la propuesta por Pío XII en el radiomensaje navideño de 1942: Entendemos por bien común «aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa»53. Incluye, por ejemplo, el ordenamiento jurídico y las instituciones que lo garantizan; las instituciones de enseñanza y atención sanitaria, las comunicaciones, las instituciones de pre­visión social, el desarrollo de iniciativas culturales, deportivas y religiosas, etc.

Según Juan XXIII, «en la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en el reconocimiento efectivo de los derechos y deberes de la persona humana»54.

Según recordará el lector, dijimos más arriba que la justicia exige garantizar los derechos humanos a todos. Ahora hemos afirmado que el bien común consiste principalmente en el reco­nocimiento efectivo de los derechos humanos. La justicia y el bien común están, por tanto, íntimamente relacionados. SantoTomás decía expresamente que la justicia, y en particular la jus­ticia contributiva -es decir, lo que cada individuo debe aportar a la comunidad-, «se ordena al bien común como objeto propio»55. La justicia, en efecto, identificada con el respeto a los derechos humanos, constituye una parte fundamental del bien común; pero el bien común incluye además otras dimensiones, como las tradiciones de cada pueblo; las iniciativas culturales, deportivas y religiosas; las comunicaciones; una economía saneada, etc.

Dentro de un país, el bien común debe prevalecer sobre el bien particular porque la vida ordenada en sociedad sólo es posible si cada uno acepta limitar sus propios intereses para contribuir a la armonía general, de la que por otra parte será el primer benefi­ciario.

Dado quevivimos en un contexto de escasez, es necesaria una autoridad que valore y armo­nice los intereses particulares «según una equilibrada jerarquía de valores»56. Podríamos decir, por tanto, que la realización del bien común constituye la razón misma de ser de los poderes públicos57. Pero, en realidad, todos los ciudadanos deben colaborar en la con­secución y mantenimiento de ese bien común -decía Benedicto XVI que “desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad”58-, por lo cual los poderes públicos deben respe­tar el principio de subsidiariedad59; es decir, no sólo deben permitir a cada individuo y grupo social que lleven adelante sus iniciativas en pro del bien común, sino además estimularlas y apoyarlas.

Vivimos, por otra parte, en un mundo cada vez más unificado. Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden pocoa poco a toda la tierra. «En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones»60. Naturalmente, de la misma forma que dentro de cada país el bien común debe prevalecer sobre el bien particular, también en la economía mundial el bien común universal debe prevalecer sobre el bien común nacional, lo cual exige el estable­cimiento de algún tipo de autoridad mundial efectiva61.

(Luis González-Carvajal Santabárbara)

Libro: “el hombre roto por los demonios de la economía” 2010

 

Referencias bibliográficas

16 Platón, Las Leyes,875 a (Obras completas, Aguilar, Madrid, 2aed., 1972, p. 1.447).

17Platón, La República,462 b (Obras completas, p. 748).

18Platón, Las Leyes,923 a (Obras completas, p. 1.482).

19 Aristóteles, Política, lib. 3, cap. 8,1284 b (Obras, Aguilar, Madrid, 2aed., 1977, p. 1.469).

20 Aristóteles, Eticankomaquea, lib. 1, cap. 2,1094 b (Obras, p. 1.172).

21 Aristóteles, Eticaeudemiana, lib. 1, cap. 8,1217 b (Obras, p. 1.111).

22Aristóteles, Política, lib. 2, cap. 1,1261 b (Obras, p. 1.427).

23Ibidem, 1261 b (p. 1.428).

24Cicerón, Marco Tulio, Sobre la República, lib. 1, cap. 25 (Obras,Edaf, Madrid, 1977, pp. 1.404-1.405).

25Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, lib. 2, cap. 21, n. 2 (Obras completas de San Agustín, 1.16, BAC, Madrid, 2a ed., 1964, p. 102).

26Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, lib. 19, cap. 21-28 (Obras completas de San Agustín, 1.17, BAC, Madrid, 2a ed., 1965, pp. 500-517).

27Cfr. Arquilliére, Henri-Xavier, El agustinismo político. Ensayo sobre la formación de las teorías políticas en la Edad media, Universidad de Granada-Universitat de Valencia, Granada, 2005.

28 Tomás de Aquino, SummaTheologica, I, q. 96, a. 4 (Suma de Teología, 1.1, BAC, Madrid, 1988, p. 854).

29Tomás de Aquino, SummaTheologica,1-2, q. 19, a. 10 (Suma de Teología,t. 2, BAC, Madrid, 1989, p. 202).

30Tomás de Aquino, SummaTheologica, 1-2, q. 3, a. 1 (Suma de Teología,t. 2, BAC, Madrid, 1989, p. 58).

31Tomás de Aquino, Del gobierno de los príncipes, lib. 1, cap. 14 (Losada, Buenos Aires, 1964, pp. 52-53). Sólo se considera escrito por santo Tomás hasta el cap. 4 del libro II; el resto es pseudo-epigráfico. Del hecho de que el bien espiritual sea superior al material deduce santo Tomás que «los Reyes deben estar sujetos a los Sacerdotes» (Ibidem, p. 54), encuadrándose de este modo de lo que Arquilliére llamó «agustinismo político» (ver nota 27).

32Tomás de Aquino, SummaTheologica, 2-2, q. 64, a. 2 (Suma de Teología, t. 3, BAC, Madrid, 1990, p. 531).

33Tomás de Aquino, SummaTheologica, I, q. 29, a. 3 (Suma de Teología, 1.1, BAC, Madrid, 1988, p. 854).3434Dumont, Louis, Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna, Alianza, Madrid, 1987.

35Descartes, René, Discurso del Método, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, p. 41.

36Macpherson, Crawford B., La teoría política del individualismo posesivo, de Hobbes a Locke,Fontanella, Barcelona, 1970, pp. 16 y 225.

37Rousseau, Jean-Jacques, Contrato social, Espasa-Calpe, Madrid, 5a ed., 1990, p. 47. 39 ^ILL’ J°hn Stuart, Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, p. 80.

38Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, § 43 (Obras completas, t. 3, Prestigio, Buenos Aires, 1970, p. 692).

39Guijarro Díaz, Gabriel, La concepción del hombre en Marx, Sígueme, Salamanca, 1975, p. 165.

40Calvez, Jean Yves, El pensamiento de Carlos Marx, Taurus, Madrid, 5a ed., 1966, p. 447.

41Marx, Karl, Manuscritos de París, 3″ manuscrito (Obras de Marx y Engels, t. 5, Crítica, Barcelona, 1978, p. 381).

42 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 25 a (Oncegrandes mensajes, p. 411).

43 Machado, Antonio, Nuevas canciones (Obras completas de Manuel y Antonio Machado, Biblioteca Nueva, Madrid, 1978, p. 908).

44Mounier, Emmanuel, El personalismo (Obras completas, t. 3, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 475).

45 Ibidem, p. 474.

46Rahner, Karl, «El individuo en la Iglesia» (Peligros en el catolicismo actual, Cris­tiandad, Madrid, 1964, p. 29).

47Busto España, Alfons, Hacia una Iglesia acogedora y servicial, Instituto Superior de Pastoral (Tesina de licenciatura inédita), Madrid, 1999, p. 17.

48Conferencia Episcopal Católica de Inglaterra y Gales, El bien común y la Doctrina Social de la Iglesia, 70: Ecclesia 2.853-2.854 (9-16 de agosto de 1997) 1.212.

49Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 164 (Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 2005, p. 90).

50Juan XXIII, Mater et magistra, 65 (Once grandes mensajes, pp. 147-148); Pacem in terris, 58 (Once grandes mensajes, p. 227).

51Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 26 a (Once grandes mensajes, p. 412).

52 Pío XII, Con sempre (24-12-1942), núm. 13 (Doctrina Pontificia, t. 2, BAC, Madrid, 1958, p. 844).

53Juan XXIII, Pacem in Terris, 60; cfr. Concilio Vaticano II, Dignitatishumanae, 6 a (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar, BAC, Madrid, 7a ed., 1970, p. 790).

54Tomás de Aquino, SummaTheologica, 2-2, q. 58, a. 6 (Suma de Teología, t. 3, BAC, Madrid, 1990, p. 481).

55Juan Pablo II, Centesimusannus, 47 b.

56Juan XXIII, Pacem in terris, 54 (Once grandes mensajes,p. 226); Concilio Vati­cano II, Gaudium et spes, 74 a-b (Once grandes mensajes,p. 467).

57Benedicto XVI, Caritas in veritate, 1 (San Pablo, Madrid, 2009, p. 15).

58Cfr. Pío XI, Quadragesimoanno, 79-80 (Oncegrandes mensajes, pp. 92-93).

59Benedicto XVI, Caritas in veritate,7 (San Pablo, Madrid, 2009, p. 16).

60 Juan XXIII, Pacem_ in terris, 132-141 (Oncegrandes mensajes, pp. 246-248).

61 Cfr. Durkheim, Émile, La división del trabajo social,Akal, Madrid, 1987, pp.74 y ss.

 

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