La moral social atenderá no sólo el comportamiento personal para identificarse con Cristo en la construcción del bien común, sino que también se ocupará de cómo debe actuar la sociedad políticamente organizada para alcanzar dicho fin.

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El hombre es un ser social, lleva en sí una inclinación interior no sólo a las relaciones personales, sino también a la creación de sociedades y de comunidades. Esta relación entre el hombre y la sociedad está subordinada a la moralidad. El problema fundamental de la moralidad social es una disposición de las relaciones entre la persona y la sociedad tal, que de ella provenga la más plena correlación entre el verdadero bien de la persona y el bien común.

La consecución de semejante correlación no es tarea fácil, porque, por un lado, la persona puede sucumbir a la tentación de hacer prevalecer su bien individual sobre el bien de la colectividad, dando lugar al individualismo a partir del cual se ha desarrollado en la historia el liberalismo y en la economía el capitalismo, y por otro lado, existe el peligro contrario, es decir, que la sociedad tienda a una subordinación de la persona respecto a ella, tender a un presunto bien común que anule la persona y la entregue al poder de la colectividad, dando lugar al totalitarismo.

El principio de correlación consiste en que la persona debe subordinarse a la sociedad en todo lo que sea necesario para la realización del bien común, y el verdadero bien común no amenaza en ningún caso el verdadero bien de la persona, aunque puede exigir de ella auténticos sacrificios[i].

El Concilio Vaticano II permitió dotar de identidad a la Moral Social. Será la constitución pastoral Gaudium et spes el documento que se convertirá en la hoja de ruta de la Moral Social, cambiando desde entonces el modo de presentar las cuestiones sociales. La Moral Social gira en torno a los grandes temas de la vida social, resaltando los grandes temas de la dignidad de la persona humana y la promoción del bien común, la importancia de la justicia social y la defensa de los derechos humanos, sin olvidar una atención especial a la vida económica y la comunidad política, a la familia y la cultura. Son, sin duda, los contenidos específicos de la doctrina social de la Iglesia: familia, trabajo, cultura, política, economía y aspectos de mundialización. Con Gaudium et spes se ve superada una ética individualista y se establecen los fundamentos de una verdadera moral social. A partir de entonces la moral social será considerada como una verdadera ciencia teológica, encontrando entre sus principios doctrinales la sociabilidad del hombre, la participación creadora que recibe de su Creador y el poder santificador de las realidades temporales. Esta doctrina teológica constituye un sólido fundamento para la moral social.

Hablar de la moral social cristiana sólo es una aliteración, puesto que «toda la moral cristiana es esencialmente social, dado el carácter comunitario de la persona humana como sujeto del actuar moral»[ii]. Todo el quehacer humano posee una connotación social; no sólo la economía, sino también la política, la familia o la sexualidad. La doctrina cristiana deberá ocuparse de las relaciones sociales, por cuanto a través de ellas la persona se identificará con el mismo Jesús. La moral cristiana, y la social en particular, la fundamos, como viene siendo habitual, sobre fuentes cristianas, bíblicas y patrísticas. Sin renunciar a la mediación ética que permita articular los contenidos de la revelación, se ahonda  en el concepto de dignidad de la persona y un amplio análisis de su expresión en los derechos humanos, mostrando su anclaje en la naturaleza humana y su vinculación con el bien común. El discurso teológico se inscribe en una tradición que reconduce a unidad cualquier manifestación de lo social, y a unidad centrada en una ontología de lo humano: ley natural, dignidad y derechos humanos.

La salvación obrada por Cristo, y por ello la misión de la Iglesia, alcanza al hombre en toda su integridad, incluido el ámbito social. Cuando la Iglesia evangeliza la esfera social, no sólo no excede el mandato recibido, sino que lo cumple fielmente[iii]. Por eso, «toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal»[iv]. No existiría evangelización si no se mostrase el vínculo entre el Evangelio y el comportamiento personal, tanto a nivel individual como social. La Iglesia tiene el deber de ocuparse de las cuestiones sociales, puesto que éstas no son extrañas a la legítima preocupación de la Iglesia considerada como institución religiosa.

La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio en todos los ámbitos de la vida humana. Su competencia no se extiende a cuestiones técnicas[v] sino al ámbito moral y evangélico[vi]. La enseñanza social del Magisterio no constituye una rémora para la autonomía de las realidades terrenas. Por un gratuito designio divino somos partícipes de la vida de Cristo. La conformidad con ese designio confiere a los valores humanos su plena autonomía.

Si por un lado, existe una evidente armonía entre la realidad terrena y la vida cristiana, por cuanto la persona está condicionada por las relaciones sociales, sin poderse disociar la caridad y la justicia ni separar el orden de la creación y de la redención, por otro lado, no pueden confundirse la vida cristiana y la promoción de los bienes terrenos, en la medida en que la liberación de Cristo es sobre todo liberación del pecado. Una errónea equiparación transformaría la enseñanza social de la Iglesia en mera ideología, perdiendo su significación más profunda para terminar siendo manipulado su mensaje por la misma política.

Cuando la Iglesia interviene en el debate público expresando sus reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia ni desprecio hacia ningún colectivo, puesto que esas intervenciones sólo están encaminadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar con libertad y responsabilidad de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder o intereses personales. La Iglesia busca la defensa y promoción de la dignidad de la persona, prestando especial atención a los principios innegociables, anteponiendo las exigencias de la justicia a los intereses personales, de una clase social o incluso de un Estado.

No es posible, por tanto, la pretensión de reducir el hecho religioso a la esfera privada. «¿Quién pretendería encerrar en un templo -se pregunta el papa Francisco- y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la santa Teresa de Calcuta?»[vii]. La Iglesia no puede desinteresarse del ámbito social, no es indiferente a cuanto en la sociedad se decide, a la calidad moral de la vida social. La sociedad, y con ella la política, la economía, el trabajo, el derecho, la cultura no constituyen un ámbito meramente secular y mundano, y por ello marginal y extraño al mensaje y a la economía de la salvación. La sociedad, en efecto, con todo lo que en ella se realiza, atañe al hombre[viii]. También en el campo social, como dondequiera se planteen cuestiones sobre moral, jamás puede la Iglesia descuidar ni olvidar «el mandato de vigilancia y de magisterio que le ha sido impuesto por Dios»[ix].

El modo de cumplir semejante obligación es complicado en el campo de la política[x]. Las enseñanzas de Jesucristo respecto al tributo al César evidencian la trascendencia de la justicia escatológica respecto de la justicia social, pero no defienden una separación entre ambas esferas sino que más bien demandan un mutuo influjo. La Iglesia no quiere ser un agente político, pero mantiene un gran interés por el bien de la comunidad política. Con su doctrina social, argumentada con aquello que es conforme con la naturaleza del hombre, la Iglesia contribuye a realizar lo que es justo, ayudando a anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales, partidistas o de un Estado.

La relación entre la Iglesia y el Estado, relación de distinción sin separación, será fructífera si se apoya en tres puntos fundamentales: aceptar la existencia de un ámbito ético que precede y configura la esfera política; distinguir la función de la religión y de la política; favorecer la colaboración entre estos dos ámbitos[xi].

En efecto, es necesario, en primer lugar, reconocer la existencia de valores morales que preceden y son independientes del Estado, y que deberán informar la actividad política. Una auténtica laicidad de Estado evitará dos extremos: la imposición coercitiva de una teoría moral convirtiéndose en un Estado ético[xii], así como el rechazo de las instancias morales provenientes de tradiciones culturales o religiosas[xiii]. La ética política tiene una dependencia relativa de la ética personal, y el Estado no puede imponer una deriva individualista moralmente inaceptable para el bien común.

Esa distinción implica, en segundo lugar, que el Estado no puede gobernar las conciencias, puesto que el fundamento moral de la política se encuentra fuera de ella, y que la Iglesia no posee ningún poder político coercitivo, puesto que su pertenencia a ella es voluntaria y su potestad es espiritual y no política. De esta manera, Estado e Iglesia se adecúan a sus propias funciones, garantizando así la libertad religiosa y social[xiv]. De aquí derivan dos importantes derechos: el derecho a la libertad religiosa y el derecho al pluralismo político de los cristianos.

Finalmente, hay que favorecer un clima de armonía y colaboración entre la Iglesia y el Estado. Tanto una como otro no pueden dejar de encontrarse. La función de la religión es de naturaleza espiritual, pero en cuanto inserta en una realidad histórica precisa estructura social y dimensión jurídica en el seno de la sociedad civil. Por su parte, el Estado reconocerá los fines y bienes de la comunidad religiosa, dentro de los límites del bien común, sin interponerse en su organización interna. Asimismo, la Iglesia, sin la pretensión de sustituir al Estado, no se quedará al margen de la lucha por la justicia[xv], siendo ésta también tarea del Estado. Tanto la Iglesia como el Estado están al servicio del hombre; ambas comunidades podrán cumplir la propia función «con tanta mayor eficacia para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta las circunstancias de lugar y tiempo»[xvi]. Si el Estado ignora a la Iglesia se pondrá en contradicción consigo mismo, al obstaculizar los derechos y deberes de los ciudadanos católicos.

La teología moral social es la parte de la teología moral que se propone la comprensión científica y el estudio sistemático de la vida en Cristo en el ámbito social con el propósito de iluminar, con la ayuda de la fe, la relación de la actividad social con el fin último del hombre[xvii]. Esta «teología moral social» no se identifica con la Doctrina Social de la Iglesia, que es el Magisterio de la Iglesia en el ámbito social.

El objeto de la teología moral social es la conducta humana en el ámbito social, es decir, las relaciones sociales. Esta conducta se realiza en tres esferas que se influyen, pero que no se identifican ni confunden. La conducta humana se desarrolla en el ámbito personal, mediante los actos personales con sus consecuencias sociales; en el ámbito institucional, que es el modo de organizar la sociedad a través de sus instituciones; y en el ámbito cultural, por medio de valores presentes en la sociedad. Por tanto, el objeto es triple: el comportamiento personal en el plano social, las estructuras sociopolíticas que regulan la vida social y los valores culturales presentes en la esfera social.

El ámbito personal es el objeto determinante de la moral social en un doble sentido: la identificación con Cristo depende del propio comportamiento, y las instituciones y la cultura presentes en la sociedad derivan de la actuación de sus componentes. Por ello es tan decisivo, como pensaba Aristóteles, qué tipo de personas sean aquellas que toman las decisiones en una colectividad[xviii].

Ahora bien, no es suficiente la primera esfera, sino que es necesario que las instituciones, las estructuras y la cultura de una sociedad se conformen a la dignidad humana a fin de promover una auténtica cultura humanista[xix]. Para fortalecer el desarrollo social se precisa impregnar la cultura de valores humanistas, puesto que el imaginario hegemónico de cualquier colectivo influye de un modo decisivo no sólo en la conducta personal sino en la misma forma de organizar la vida sociopolítica. Es decir, las transformaciones estructurales exigen una cultura capaz de acoger los imperativos de la fe y de la moral.

La moral social atenderá no sólo el comportamiento personal para identificarse con Cristo en la construcción del bien común, sino que también se ocupará de cómo debe actuar la sociedad políticamente organizada para alcanzar dicho fin. La libre actividad humana posee una dimensión operacional política, formalmente diversa de la dimensión individual[xx]. Es decir, a la ética personal corresponde ocuparse de las actividades sociales en las que las personas son inmediatamente responsables, mientras que a la ética política corresponde juzgar si las acciones sociales son conformes al bien común[xxi].

Para determinar si un comportamiento debe ser prohibido por el Estado, no basta constatar que es éticamente negativo, sino que se deberá comprobar asimismo que es contrario al bien común. Por lo mismo, el hecho de que un comportamiento no esté penado por el Estado no implica que sea aceptable moralmente para la ética personal. Este es un típico error del pensamiento político moderno, que tiende a decir que lo único importante son las reglas o leyes institucionales dotadas de validez pública, mientras que todo lo demás pertenece al ámbito de las «actitudes privadas», consideradas irrelevantes[xxii]. Es evidente que, a pesar de la necesidad de las leyes, gobernar ateniéndose únicamente a la letra de la ley es gobernar mal, puesto que con frecuencia las leyes no dan con lo correcto y no deben en tal caso aplicarse.

Por otro lado, la ética política posee una dependencia relativa a la ética personal, en la medida en que la sociedad está ordenada al bien de las personas. Por tanto, la ética política nunca podrá juzgar buena una ley que sanciona una conducta contraria a la ética personal, debiendo asimismo examinar la cuestión del bien común de modo concreto y conforme a las circunstancias de cada país; de lo contrario, si se queda en principios abstractos o denuncias genéricas, no alcanzaría su objeto formal.

Entre las características que marcarán la teología moral social, subrayamos:

  • Una necesaria docilidad a las fuentes, entre las que destacan la Revelación divina contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, custodiada e interpretada correctamente por el Magisterio de la Iglesia, así como el Evangelio y las correspondientes exigencias éticas. La prioridad otorgada a la Revelación no significa considerarla como única fuente de la enseñanza social cristiana, puesto que en la vida social la fe sólo ofrece una mayor seguridad a lo que el hombre puede alcanzar con su razón.
  • Un conocimiento y una metodología interdisciplinar[xxiii] en las que se analicen las diversas posibilidades y se escoja la mejor, un profundo estudio de la filosofía y de las diversas ciencias humanas. En efecto, un primer ámbito de interdisciplinariedad se refiere al vínculo profundo entre la doctrina social de la Iglesia y la filosofía[xxiv], que permite evitar el peligro del fideísmo y del racionalismo, así como mantenernos en guardia frente a la ideología. En segundo lugar, la Iglesia deberá prestar atención a las distintas aportaciones de las ciencias humanas, como la historia o el derecho, para elaborar la doctrina social, contribuyendo así a la mejora de las relaciones humanas[xxv]. Juan Pablo II y Benedicto XVI recordarán que la doctrina social de la Iglesia tiene una importante dimensión interdisciplinar[xxvi]. Conviene no olvidar, en cualquier caso, que la doctrina social cristiana es un saber teológico que, lejos de limitarse al nivel filosófico y científico, subrayará la verdad conocida por fe.
  • Un estudio sobre los «signos de los tiempos», de los distintos acontecimientos que se presentan en el transcurso de la historia, analizados a la luz de la verdad cristiana y del Evangelio, a la luz de la fe: «Aunque la tarea más noble de la Doctrina Social Cristiana es investigar los fundamentos metafíisicos, éticos y teológicos de la sociedad, tiene que estar siempre atenta a comprender los “signos de los tiempos” (Mt 16,3). De lo contrario corre el peligro de caer en una abstracción desligada del presente, aunque siga siendo fiel a los principios»[xxvii].
  • Un decidido empeño en promover una sociedad que respete y favorezca el desarrollo integral de toda persona humana en todos los ámbitos de la vida humana. En este sentido, es necesario recordar que ninguna ideología, tanto de carácter individualista como colectivista o totalitaria, puede lograr un auténtico desarrollo humano. Entre esas ideologías contrarias a la moral social destacamos el liberalismo, el laicismo, el colectivismo, la teología de la liberación, la ideología tecnocrática.

 

Fuente: Moral socioeconómica y política (Roberto Esteban Duque)

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NOTAS:

[i] Esto mismo es lo que sostiene el personalismo tomista, para quien el bien individual de la persona se ordenará al bien de la sociedad, pero sin que tal subordinación signifique anular a la persona: cfr. Wojtyla, K., Mi visión del hombre, 2.a ed., Palabra, Madrid 1997, pp. 317-318.

[ii] López, T., Moral social, «Scripta Theologica» 25 (1993) 699.

[iii]      Cfr. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, nn. 9, 30; Juan Pablo II, Discurso en Puebla, III; Redemptor hominis, n. 15; Libertatis conscientia, nn. 64, 80; Compendio, n. 64.

[iv]         Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 11.

[v]     López, X, Valor de la Doctrina Social de la Iglesia, en AA.W, Persona, Verita e Morale, Cittá Nuova, Roma 1987, p. 414.

[vi]         Cfr. Caritas in veritate, n. 9.

[vii]       Francisco, Evangelii Gaudium, 183.

[viii]      Cfr. Compendio, n. 62.

[ix]        Pío XI, Quadragesimo anno, 96.

[x] Cfr. Gaudium et spes, nn. 36, 40-44, 76; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 27; Evangelii nuntiandi, nn. 31-32; Libertatis conscientia, nn. 61, 65; Compendio, n. 50; Deus caritas est, nn. 28-29. Vid. Las anta, P. J., La Iglesia frente a las realidades temporales: el juicio moral, EUNSA, Pamplona 1992; R. Navarro-Valí s-R. Palomino, Estado y religión, 2.a ed., Ariel, Barcelona 2003; Viola, E, Laicidad de las instituciones, sociedad multicultural y religiones, «Persona y derecho» 53 (2005) 81-112; Ratzinger, J., Moralismo politico, laicitei e dottrina sociale della Chiesa, «La Societá» 15 (2005) 180-190; Berzosa, R., Iglesia, sociedad y comunidad política: entre la confesionalidady el laicismo, Desdée, Bilbao 2006.

[xi]             Cfr. Colom, E., Elegidos en Cristo para ser santos, IV, Moral Social, Roma 2011, p. 37.

[xii]        «No pertenece ni al Estado, ni siquiera a los partidos políticos que se cerrarían sobre sí mismos, el tratar de imponer una ideología por medios que desembocarían en la dictadura de los espíritus, la peor de todas. Toca a los grupos establecidos por vínculos culturales y religiosos “dentro de la libertad que a sus miembros corresponde” desarrollar en el cuerpo social, de manera desinteresada y por su propio camino, estas convicciones últimas sobre la naturaleza, el origen y el fin de la persona humana y de la sociedad» (Octogésima adveniens, n. 25). Cfr. Centesimas annus, n. 25.

[xiii]       Con frecuencia ese rechazo se convierte en un auténtico enfrentamiento con la religión: cfr. Martín de Agar, J. T., Libertad religiosa, igualdad y laicidad, «Revista Chilena de Derecho» 30 (2003) 103-112; Prieto Sanchís, L., Religión y política (a propósito del Estado laico), «Persona y derecho» 53 (2005) 113-138. Vid. § 5 c. «Las religiones son, por el contrario, las murallas para resistir que lo espiritual sea asumido por lo político: así ellas le ponen un límite infranqueable. Si bien es esencial para la coexistencia humana, lo político no puede pretender ser el todo de las cosas; debe aceptar su autolimitación, por lo tanto, admitir esta grieta por donde se despliega la vida espiritual de la humanidad. Es su deber y su responsabilidad asegurar la posibilidad de este espacio, favorecerlo y no apropiárselo» (Valadier, P., Lo espiritual en política, Imdosoc, México 2009).

[xiv]     Para un estudio sobre las funciones de la sociedad civil y de la comunidad de la fe, ver Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismoypolítica, BAC, Madrid 1987, pp. 179-180.

[xv]           Cfr. Deus caritas est, n. 28 a. Cfr. Benedicto XVI, Discurso en Verona, 19-X-2006.

[xvi]          Gaudium etspes, n. 76. Cfr. Compendio, n. 425.

[xvii]       La bibliografía es amplia, aquí sólo propongo unos cuantos manuales: Utz, A. E, Ética social, Herder, Barcelona 1988; Günthor, A., Chiamata e risposta. III, 4.a ed., San Pablo, Cini- sello Balsamo 1988; Del Pozo Abejón, G., Manual de moral social cristiana, 2.a ed., Aldecoa, Burgos 1991; Sánchez García, U., La opción del cristiano, 2.a ed., Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1991; Fernández, A., Teología Moral. Curso fundamental de la moral católica, 4.a ed., Palabra, Madrid 2010.

[xviii]        Cfr. Aristóteles, Política III, 15, 1286.a. 19.

[xix]        Cfr. Gaudium et spes, n. 61; Concilio Vaticano II, Decr. Adgentes, n. 21; Populorum progressio, nn. 40-41.

[xx]         Cfr. Santo Tomás de Aquino, In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum Expositio, lib. I, lect. 1, nn. 5-6.

[xxi]        Para abundar en esta diversa función entre la ética personal y la ética política, puede verse: Rodríguez Luño, A., Cultura política y conciencia cristiana. Ensayos de ética política, Rialp, Madrid 2007.

[xxii]      Cfr. Rhonheimer, M., La perspectiva de la moral Fundamentos de ¡a Ética Filosófica, trad, de J. C. Mardomingo, Rialp, Madrid 2000, pp. 260-266.

[xxiii]        Cfr. Compendio, n. 76.

[xxiv]     Un planteamiento filosófico de la moral social se encuentra en: Possenti, V., Las sociedades liberales en la encrucijada, Eiunsa, Barcelona 1997; Chalmeta, G., Ética social: familia, profesión y ciudadanía, 2.a ed., EUNSA, Pamplona 2003.

[xxv]     En este sentido puede verse: Illanes, J. L, Ante Diosy en el mundo, EUNSA, Pamplona 1997; Oviedo, L., La fe cristiana ante los nuevos desafios sociales: Tensiones y respuestas. Cristiandad, Madrid 2002; Donati, P., Repensar la sociedad. El enfoque relacional, Eiunsa, Madrid 2006.

[xxvi]        Centesimas annus, n. 59. Cfr. Caritas in veritate, nn. 30-31.

[xxvii]     Hóffner, J., Doctrina social cristiana (L. Roos, ed.), Herder, Barcelona 2001; Universidad Pontifica de Comillas. Departamento de pensamiento social cristiano, Una nueva voz para nuestra época: PP47, UPCM, 2.a ed., Madrid 2001, p. 25.