Desde sus comienzos, el capitalismo ha sido una fuerza de transformación cataclísmica en un país tras otro. El capitalismo ha cambiado radicalmente todos los aspectos materiales, sociales, políticos y culturales de las sociedades que ha tocado, y lo sigue haciendo. Comprender este impacto revolucionario del capitalismo […] es una tarea intelectual formidable y muy importante.[1]
¿Están limpias nuestras manos?
Cuentan que San Ignacio de Cerdeña, que era monje, solía recorrer las calles aledañas a su monasterio pidiendo limosna con un saco. Tenía por costumbre no pedirle limosna a cierto mercader que había amasado su fortuna engañando a los pobres. El mercader, preocupado por la mala reputación que eso podía granjearle a ojos de sus vecinos, se quejó al superior de San Ignacio, y éste ordenó al santo que le pidiera limosna al mercader. Ante esa orden, San Ignacio respondió obedientemente: “Muy bien, padre; iré, si usted así lo desea. Pero no consentiré que el monasterio se alimente de la sangre de los pobres”. Tal como podía esperarse, la vez siguiente que el monje salió a pedir limosna y se acercó a casa del mercader, éste lo recibió con grandes honores, le dio limosna con dadivosidad y le insistió en que volviera más veces. Ignacio salió de la casa, se echó el saco al hombro y se encaminó calle abajo para volver al monasterio. Pero apenas había echado a andar cuando apareció una mancha oscura en la parte baja del saco, y unas grandes gotas de sangre empezaron a caer de él. Las gotas cayeron en el umbral de la puerta del mercader y siguieron goteando del saco a lo largo de toda la calle. Dondequiera que iba Ignacio, un rastro de sangre lo seguía. Cuando llegó al monasterio, le salió al encuentro su superior. Ignacio descargó el saco sangrante y lo puso a los pies de su superior. El superior se quedó sin aliento y retrocedió, diciendo: “¿Qué es esto?”. “Esto —dijo Ignacio— es la sangre de los pobres”.[2]
Una versión contemporánea de este relato, adaptado a nuestra economía global con sus largas cadenas de bienes de consumo, que simultáneamente revelan y ocultan esa conexión, podría comenzar con una parada en nuestro camino matutino al trabajo, bajo una señal luminosa que reza: “La experiencia perfecta”. Ya en la mesa, recibimos el saludo amable y sonriente de una camarera que habla con entusiasmo de la magnífica experiencia que supone trabajar allí, y de la gran cantidad de vidas a las que toca la compañía para la que trabaja. Nos sirven uno de los dos mil millones de cafés que se sirven diariamente, pues las ventas de café al por menor se han disparado en las últimas décadas, de 30 mil millones de dólares a más de 80 mil millones. Y el cuento podría terminar en Tilapa, Méjico, o en Oromia, Etiopía, donde unos campesinos como Burke Arba se esfuerzan por ganarse la vida produciendo café. Un café que venden en un mercado internacional dominado por un puñado de marcas internacionales que enfrentan a los productores entre sí, de manera que los precios que se les ofrecen por su café están a veces muy por debajo de los costes de producción, y nunca alcanzan un nivel suficiente como para sacarlos de esa pobreza destructiva que deja a sus niños malnutridos y sin posibilidad de escolarización, y que hace que con frecuencia ellos mismos necesiten ayuda internacional de emergencia para poder comer.[3] Es este un relato que podría hacerse en innumerables escenarios, desde el estante de frutas y verduras del supermercado de la esquina hasta las camisetas y la ropa interior que cubren nuestros cuerpos, pasando por la madera, el plástico, las botas de goma y los circuitos de silicio que dominan nuestras vidas. Dondequiera que ese relato se cuente, las preguntas son las mismas: ¿qué es esto? ¿Están limpias nuestras manos?
¿Qué hay de malo en el capitalismo?
Para Deleuze y Foucault, el rechazo del capitalismo era algo que se daba por supuesto. Pero esto no nos sirve, porque no está claro en absoluto que el capitalismo y el cristianismo sean incompatibles de un modo significativo. De hecho, los cristianos evangélicos —precisamente los cristianos que más abiertamente proclaman su adhesión a la fe cristiana clásica— se hallan entre los más ardientes defensores del capitalismo y de su promoción.
Por supuesto, en la medida en que el capitalismo era presentado como el malo de la película en las calles de Seattle, en el Mardi Gras o en la fábrica en Fuzhou, podemos imaginarnos fácilmente la forma que asumiría esa crítica. De igual manera, los dos capítulos precedentes muestran que Deleuze y Foucault perciben que el capitalismo es, de algún modo, represivo de ese poder creador y productor que es el deseo. En este capítulo se desarrolla una evaluación teológica y moral del capitalismo. No obstante, esta evaluación teológica y moral no tomará el rumbo habitual, y precisamente por eso la explicación que nos brindan Deleuze y Foucault del capitalismo como economía del deseo será particularmente útil. Para poner en claro todo esto, comencemos presentando la manera habitual de evaluar moralmente el capitalismo.
¿Cuál es esta manera habitual de evaluar moralmente el capitalismo? Trate usted de entablar con alguien una conversación sobre la moralidad del capitalismo. Pregunte si es bueno o malo, si es correcto o incorrecto. Invariablemente, la conversación se centrará en la cuestión de si el capitalismo funciona. Más específicamente, la cuestión girará —en un sinfín de círculos de una retórica cada vez más agresiva, cuando no directamente acalorada— en torno a la pregunta de si el capitalismo ayuda a las personas pobres a escapar de su pobreza, o de si es el sostén de las fuerzas que provocan y perpetúan esa pobreza. ¿Reduce el capitalismo la pobreza y mejora el nivel de vida de las personas pobres, o perpetúa y exacerba el sufrimiento de los pobres y desposeídos?
Es, además, un tipo de discusión que gira en torno a las pruebas empíricas. Por ello, defensores y detractores del capitalismo apelan a hechos, cifras, números y estadísticas, y tal vez a alguna que otra anécdota, para apoyar su afirmación de que el capitalismo funciona o no funciona. También se apela a informes varios de institutos económicos o de organizaciones no gubernamentales que estudian el bienestar y el desarrollo económico de las personas. En un esfuerzo por descubrir la verdad, se traen a colación datos de salarios, de crecimiento económico, de pobreza y de mortalidad.
El enfoque empírico de estos debates tiene todo el sentido, porque hay un amplio acuerdo entre los cristianos en cuanto a que la preocupación por los pobres y el alivio de los sufrimientos asociados con la pobreza son, de hecho, tareas propias del orden económico, y por eso es legítimo recurrir a esos datos para determinar la moralidad de un orden económico determinado.
Desgraciadamente, por apropiados que puedan ser, los debates sobre la eficacia o ineficacia del capitalismo son tan interminables como estériles. Esto no quiere decir que no puedan darnos respuestas, sino que las respuestas y las pruebas que se esgrimen en esas discusiones rara vez, si alguna, resultan convincentes.
No obstante, los problemas del típico debate empírico sobre la moralidad del capitalismo son más profundos que la mera incapacidad de las pruebas empíricas para convencer. El error fundamental de esos debates es la naturaleza de la pregunta que se le plantea al capitalismo.
La pregunta de si el capitalismo funciona es una mala pregunta que plantearle al capitalismo. Es una mala pregunta porque es bastante evidente que el capitalismo funciona. De hecho, aunque Foucault y Deleuze rechazan el capitalismo, ninguno de los dos pone en cuestión que el capitalismo funcione, o que sea una fuerza productiva gigantesca. Ningún orden económico de los que conocemos hasta la fecha ha desplegado tan claramente una capacidad productiva de tal magnitud. De ahí que, cuando se le plantea al capitalismo la pregunta empírica de si funciona, no hay en realidad discusión que valga. La respuesta obvia es que sí.
¿Qué función tiene el capitalismo?
En vez cié preguntarnos si el capitalismo funciona, deberíamos preguntarnos para qué funciona el capitalismo, para qué vale. Y esto porque los problemas morales del capitalismo no residen simplemente en un fracaso funcional, sino en el tipo de obra que lleva a cabo cuando funciona, allí donde tiene éxito. A este respecto, el filósofo cristiano Alasdair MacIntyre ha observado: “Aunque las condenas cristianas del capitalismo han centrado su atención justamente en los daños que hace a los pobres y a los explotados, el cristianismo tiene que considerar a cualquier orden social y económico que vea el ser rico o el hacerse rico como una meta sumamente deseable como algo que hace daño a aquellos que no sólo deben aceptar sus metas, sino luchar por alcanzarlas […]. El capitalismo es malo, tanto para quienes triunfan según sus categorías como para quienes fracasan según esas mismas categorías; y esto es algo que muchos predicadores y teólogos no han sabido reconocer”.[4] En otras palabras, aunque, como afirman sus defensores, el capitalismo esté mejorando la situación de las personas pobres, sigue siendo malo, y en consecuencia es correcto oponerle resistencia.
¿Por qué? ¿Por qué sigue siendo malo el capitalismo, aunque funcione en el sentido tópico y habitual de aliviar o reducir la pobreza? ¿Por qué es malo, no simplemente por lo que deja de hacer, sino precisamente por lo que hace? Para responder a estas preguntas, necesitamos retroceder por un instante —hasta el principio— y plantearnos esta pregunta, aparentemente inocua: ¿para qué sirve la gente?b
¿Para qué sirve la gente?
¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro fin o propósito? San Agustín (354-430 d.C.) captó acaso mejor que nadie la respuesta de la tradición cristiana cuando dijo que nuestros corazones están inquietos hasta que descansan en Dios. Santo Tomás (1225-1274 d.C.) dijo lo mismo de un modo ligeramente distinto al afirmar que nuestro fin último es la bienaventuranza o visión beatífica, que consiste nada menos que en nuestra amistad con Dios. Y los teólogos calvinistas que se reunieron en Westminster en 1647 afirmaron algo semejante cuando declararon que el fin principal de los seres humanos es dar culto a Dios y gozar de Él.
En otras palabras, la gente sirve para desear a Dios, para deleitarse en Él y para reflejar su gloria. Hemos sido creados para la amistad, para la comunión con Dios. El Dios Trino es una comunión de amor a la que estamos invitados. Por supuesto, esta amistad no es sólo cosa de dos: Dios y yo, yo y Jesús. Después de todo, la Escritura nos recuerda que no es posible ser amigos de Dios si odiamos a nuestro prójimo (1 Jn 3, 17; 4, 20-21), y que la redención lleva consigo la demolición de los muros de hostilidad que dividen a los pueblos (Ef 2; Gal 3, 28); de ahí que los mandamientos puedan resumirse de manera sucinta en la exhortación a “amar a Dios y al prójimo” (Mt 22, 35-40).
Más aún, la comunión para la que hemos sido creados abarca también a la creación no humana. Así, la Escritura presenta la redención en una escala cósmica, hablando de un cielo nuevo y de una tierra nueva, anunciando a Cristo como la comunión de todo en todos, y pintando un cuadro del reino de la paz donde la humanidad y las bestias existen en armonía, y donde las bestias se unen a la multitud celeste en alabanza a Dios.
¿Cuál es, pues, el problema? Si hemos sido creados para desear a Dios y vivir en comunión con nuestro prójimo en Dios, ¿por qué nuestros corazones están tan claramente inquietos? ¿Por qué no podemos simplemente llevarnos bien unos con otros? Si hemos sido creados para la amistad, ¿por qué tenemos que rezar por nuestros enemigos? ¿Por qué vivimos con miedo a nuestros vecinos y recelando constantemente de los extraños? La tradición cristiana explica esto recurriendo al pecado.
¿Y cuál es la esencia del pecado? No es la mera violación de unas reglas o una conducta inadecuada, aunque una visión completa del pecado debe sin duda incluir a ambas. Volviendo a San Agustín y a los teólogos calvinistas de Westminster, podemos ver el pecado fundamentalmente como una corrupción de nuestro deseo. Hemos sido creados para desear a Dios y las cosas de Dios, para deleitarnos en Dios y gozar de El, y para regocijarnos en su gloria; sin embargo, al estar en pecado ya no hacemos estas cosas. No deseamos a Dios ni las cosas de Dios. Nuestro deseo está desordenado. Como sugiere el profeta Isaías (Is 55, 12), deseamos cosas que no nos sacian. No es exagerado decir que estamos esclavizados, prisioneros de este deseo desordenado (véase 1 Tim 6, 9). Es por esto por lo que nuestros corazones están inquietos.
Además, recurriendo a Santo Tomás de Aquino y a la Escritura, podemos profundizar un poco más y describir el pecado como una brecha o fractura en la comunión. Hemos sido creados para la amistad con Dios y con el prójimo, y, sin embargo, prisioneros como estamos de nuestros deseos desordenados, luchamos, reñimos y competimos unos con otros (véase Sant 4, 1-3; Gén 4-11). Tal y como enseñaba la iglesia primitiva, el pecado es un problema de división, de una brecha o fractura en la comunión. Por esta razón, Orígenes (185-254 d.C.) declaraba que, allí donde hay pecado, hay una multitud, y San Máximo el Confesor (580-662 d.C.) observaba que nuestra condición pecadora es tal que “ahora nos desgarramos unos a otros como a bestias salvajes”.[5] Por desgracia, esta es, con demasiada frecuencia, una descripción dolorosamente precisa de lo que leemos en los titulares día tras día.
Deseo, economía y comunión
¿Qué tiene esto que ver con la economía, en general, y con el capitalismo, en particular? Absolutamente todo. Porque todo sistema económico tiene que ver ante todo con el deseo humano. Como sugieren Deleuze y Foucault, la economía tiene que ver principalmente con la naturaleza y el carácter del deseo humano, con el fin o propósito del deseo humano. Aunque esto es algo que con frecuencia pasa desapercibido, está reflejado en la que muchos consideran como la definición clásica de la economía: “La economía es la ciencia que estudia el comportamiento humano como relación entre unos fines y unos bienes escasos que tienen usos alternativos”. La mención de la escasez se entiende a menudo, y erróneamente, como una referencia a los límites materiales de un mundo finito, esto es, al simple hecho de que no hay suficiente para todos; pero es, ante todo y sobre todo, una afirmación acerca del deseo humano. Otra definición común de la economía dice esto mismo de un modo más explícito al señalar que “la economía es la ciencia social que trata de los modos en que los hombres y las sociedades intentan satisfacer sus necesidades materiales y deseos”. La economía moderna es impulsada por el deseo humano, por un deseo humano que excede a la capacidad de producción de bienes y servicios. La economía trata de los esfuerzos del deseo humano, y de cómo éste hace uso del orden creado.
Esto no sólo tiene que ver con la economía, en general, sino que tiene absolutamente todo que ver con el capitalismo, en particular. En la cita que abre este capítulo, el famoso pensador cristiano y defensor del capitalismo, Peter Berger, observa que el capitalismo ha operado una transformación cataclísmica de la sociedad, no sólo en el dominio económico, sino también en los dominios social, político y cultural.[6] Su observación es secundada por otros defensores cristianos del capitalismo, que reconocen que el capitalismo es mucho más que un sistema económico, porque implica también formas morales y culturales.[7] Todo esto coincide con lo que hemos aprendido de Deluze y Foucault. Como ambos sugieren, el capitalismo no es simplemente un modo económico de producción particular, sino más bien una economía del deseo operativa en, y a través de, varios regímenes de gubernamentalidad, como el gobierno mediante la libertad del liberalismo y las sociedades de control. Y esta gubernamentalidad opera no sólo en las dimensiones económica y política de la vida, sino también en las dimensiones cultural, social y personal. En otras palabras, el capitalismo como economía del deseo está estrechamente relacionado con el modo en que la vida es organizada u ordenada hacia unos fines o propósitos particulares.
Más concretamente, la pregunta “¿para qué sirve la gente?” es totalmente pertinente para el capitalismo, porque el capitalismo encarna una respuesta completamente diferente a la que da la tradición cristiana. Dicho sin ambages, la economía capitalista del deseo es una manifestación del pecado porque corrompe el deseo y al mismo tiempo obstruye la comunión. El capitalismo es malo porque su disciplina distorsiona el deseo humano. Corrompe el deseo para que éste no pueda ya fluir de acuerdo al fin creado que le es propio; distorsiona el deseo, y al hacerlo obstaculiza nuestra amistad con Dios, con el prójimo y con la creación. En otras palabras, el problema del capitalismo no es que podría no funcionar, sino que, incluso si lo hace, incluso si genera riqueza, incluso si lograse convertir en millonarios a todos los habitantes del planeta en un solo día, sigue siendo malo a causa de lo que hace con el deseo humano y la sociabilidad humana, y por ende debe ser resistido. El problema del capitalismo no es sólo que puede no facilitar, en palabras de Juan Pablo II, el ordenamiento de los bienes materiales a su destino universal[8] —el alivio de las necesidades de todos, en especial de los pobres—, sino que no facilita, y más bien dificulta, la voluntad divina de renovación de la comunión con Dios y con la humanidad. Lo que nos lleva casi de lleno al corazón del problema del capitalismo.
Hasta ahora he argumentado que el problema del capitalismo no es simplemente si funciona, sino para qué funciona, qué es lo que hace. Pero incluso esta reformulación de la cuestión es inadecuada para articular la esencia de la problemática moral del capitalismo. A la luz de la discusión sobre la función de la gente que he hecho en los párrafos anteriores, la pregunta moral que debería planteársele al capitalismo, y a cualquier orden económico, debería formularse como sigue: ¿permite y facilita el fin primordial de la humanidad, a saber, glorificar a Dios y gozar con Él eternamente?[9] ¿Ayuda u obstaculiza al deseo en su ascenso hacia Dios? La pregunta fundamental sobre la que deberían apoyarse todas las preguntas que le formulemos al capitalismo es esta: con nuestras vidas económicas ordenadas por el capitalismo, ¿somos capaces de rendirle culto a Dios verdaderamente? ¿Somos capaces de desear a Dios y sus dones tanto como debemos?
Formular la pregunta de este modo, no obstante, hace saltar las alarmas de inmediato. Pues, ¿no suena esto como si esperásemos que un orden económico nos ofreciera bienes espirituales? ¿No es pedirle demasiado a un orden económico? ¿No es cierto, como un buen amigo y feligrés me recordó airadamente un domingo por la mañana, tras el sermón, que ningún orden económico pretende llevar esa carga?
La respuesta a esta pregunta depende de la carga que le pidamos a la economía que lleve. Cuando sugiero que podemos y debemos preguntar a todo orden económico si permite y facilita que el deseo alcance su fin sobrenatural, no estoy sugiriendo que el orden económico pueda salvarnos. Aunque, como en breve veremos, algunos de los defensores cristianos del capitalismo se quedan peligrosamente cerca de ungir al capitalismo con tales expectativas mesiánicas, yo no lo hago. Para decirlo sin rodeos, no estoy sugiriendo que seamos salvados por nuestra economía. No alcanzamos la salvación simplemente teniendo una economía adecuada; ningún orden económico puede justificarnos ni abrirnos las puertas del cielo.
A pesar de todo esto, es enteramente apropiado preguntarnos cómo deberían ordenarse nuestras vidas económicas en respuesta al don y a la llamada de Aquel que de verdad nos salva: Jesucristo. Es enteramente apropiado preguntarnos si nuestras vidas están ordenadas económicamente de tal forma que alimenten el deseo en vez de corromperlo, de forma que faciliten un discipulado fiel en vez de obstaculizarlo, de forma que promuevan la comunión en vez de entorpecerla. Después de todo, la economía no está fuera de la soberanía de Dios y no está exenta de la voluntad y el diseño de Dios para la humanidad y la creación.
Que estas preguntas teológicas acerca de la economía puedan resultarnos extrañas es un reflejo de lo mucho que nos hemos alejado de nuestras raíces, en las que hasta las ollas y sartenes deben ser santas (Zac 14, 20). Y si San Pablo no mentía cuando dijo que debemos glorificar a Dios en todo lo que hagamos (1 Cor 10, 31), entonces, a pesar de la división de la vida moderna en compartimentos estancos como la “política’ y la “religión”, la economía no está exenta de santidad y de la expectativa de que todo llegue a reflejar algún día la gloria de Dios. Ya estemos trabajando, en el centro comercial o en la iglesia, nuestro fin o propósito primordial es glorificar y adorar a Dios adecuadamente.
Además, el que una economía propiamente ordenada deba tener profundidad espiritual, lo cual podría asociarse con lo que la tradición cristiana llama “medios de gracia”, que ayudan a la santificación de la humanidad, no es una idea tan disparatada. Después de todo, los defensores cristianos del capitalismo constantemente pregonan la densidad teológica o espiritual del capitalismo. Dicho de otro modo, la economía, en general, y el capitalismo, en particular, no deberían disociarse de su dimensión teológica, y por ende de la investigación teológica.
El capitalismo como revolución teológica
Plantear la cuestión moral del capitalismo en términos de lo que hace con nuestro deseo de amar a Dios y al prójimo trae a un primer plano el modo en que la cuestión de la economía no es meramente material, referente a la producción y circulación de bienes y servicios, sino, de forma más importante, teológica, referente al verdadero fin natural y sobrenatural de nuestro deseo. A este respecto, tanto Berger como aquellos que comparten su opinión sobre el capitalismo están totalmente en lo cierto: el capitalismo marca sin duda un cambio cataclísmico, una revolución, que se extiende más allá de los estrechos límites de la economía. De hecho, el capitalismo es nada menos que una revolución teológica que implica cambios radicales no sólo en la circulación de los bienes materiales, sino también en la naturaleza del deseo y en la relación de éste con su fin supernatural (espiritual, teológico).
Si la insinuación, hecha unas líneas más arriba, de que las economías deberían estar sujetas a la investigación teológica hizo saltar las alarmas, no hay duda de que esta otra afirmación de que el propio capitalismo es un orden teológico despertará sospechas aún mayores. Pero tales sospechas son infundadas, porque, tras un momento de reflexión, la verdad de dicha afirmación es fácil de discernir y más bien favorable.
Así como toda economía, en virtud de su relación con el comportamiento humano, necesariamente encarna una visión de la naturaleza y del propósito del deseo, así también todo sistema económico descansa sobre una teología, implícita o explícita. Esto ocurre porque, en la medida en que todo orden económico refleja una particular visión de conjunto de la realidad que trata de ser coherente —cuál es la naturaleza y el fin del mundo material, cómo opera ese mundo material y qué lugar ocupan en él los humanos, incluyendo la naturaleza, el propósito y las posibilidades de su comportamiento y sus interacciones—, todo orden económico contiene unas premisas implícitas acerca de Dios y de la humanidad, y acerca del modo en que ambos interactúan mientras la humanidad lucha por una buena vida.
El capitalismo no es una excepción. De hecho, los partidarios cristianos del capitalismo con frecuencia ensalzan sus bases teológicas. Por ejemplo, muchos lo alaban por ser el sistema económico más realista, porque no ignora el pecado humano. Este realismo lo distingue del socialismo.[10] El socialismo sería fantástico si fuéramos ángeles, pero la triste realidad es que no lo somos. Somos pecadores; por lo tanto, afirma el argumento, el socialismo nos pide demasiado y como resultado es irrealista y utópico. Y lo que es peor, esta falta de realismo resulta en un orden social que, como la Historia ha demostrado, es opresivo y mortífero. En contraste, el capitalismo es un orden que reconoce que no somos ángeles; reconoce la lucha constante de la humanidad con el egoísmo y la avaricia, y por eso logra evitar los resultados opresivos y mortíferos que acarrea la ingenua confianza en la virtud que es propia de los ideólogos socialistas. Asimismo, el capitalismo es encomiado por el modo en que nutre y orienta nuestra libertad y nuestro espíritu emprendedor —nuestra capacidad para elegir y hacer y crear—, que son ambos dones de Dios.
Conclusión
En este capítulo hemos empezado a apreciar más claramente las ventajas que nos ofrece el pensamiento de Deleuze y Foucault en nuestra consideración de la forma que debe tomar un discipulado fiel en un mundo posmoderno. Concebir, como ellos hacen, la vida posmoderna en términos de deseo nos empuja a ir más allá de la pregunta de si funciona, para preguntarnos en su lugar para qué funciona, qué es lo que hace. Concretamente, Deleuze y Foucault nos empujan a preguntarnos qué le hace el capitalismo a ese poder humano fundamental que llamamos deseo.
Esta es, en último término, una cuestión teológica, pues el deseo humano está adecuadamente ordenado hacia un fin sobrenatural, hacia la comunión con Dios. De acuerdo con esto, en el próximo capítulo examinaremos el carácter teológico del capitalismo: lo que dice sobre la naturaleza y el fin del deseo, y sobre la relación entre ambos. En el nivel más fundamental, nos preguntaremos si la revolución teológica que ha traído el capitalismo es fiel, si está en armonía con la revolución originaria que es la buena noticia de Jesucristo. Específicamente, exploraremos las premisas referentes a la naturaleza y a las relaciones de Dios, de la humanidad y de la buena vida que están implícitas en la práctica capitalista, y que en ocasiones son explicitadas por sus teóricos cristianos y seculares.
Fuente: Libro “La economía del deseo” (extracto). Daniel M. Bell Jr.(ed. Granada 2021)
Notas
[1] Peter Berger, The Capitalist Revolution, Basic Books, New York, 1986, p. 3.
[2] Dorothy Day, Selected Writings (ed. Robert Ellsberg), Orbis Books, Maryknoll, New York, 1993, pp. 108-109.
[3] Véase Black Gold: Wake Up and Smell the Coffee, documental dirigido por Marc Francis y Nick Francis (2006). Véase también Coffee, Com, and the Cost of Globalization, producido por el Mennonite Central Comitee (2004); y Life and Debt, dirigida por Stephanie Black (2001).
En el contexto estadounidense en el que escribe el autor, los “cristianos evangélicos” (en inglés, “evangelical Christians”) son los cristianos que, en el ámbito de las denominaciones protestantes, una y otra vez han tratado de reformarse, retornando a una forma más auténtica, más “evangélica” de cristianismo, frente a una secularización progresiva y a veces muy explícita de las denominaciones más grandes. En ocasiones, esos movimientos evangélicos tienen hoy un tono “pentecostal” o “carismático” característico, heredero del pietismo tradicional, con su rechazo del valor de la razón y de un quehacer teológico riguroso, pero no siempre ha sido así. En el contexto católico (español) al que esta traducción se dirige, el equivalente más cercano a los “cristianos evangélicos” de que habla el autor serían los grupos “conservadores” o “neoconservadores”, por oposición a la disolución del cristianismo en la cultura más o menos abiertamente propugnada por los grupos que se llaman a sí mismos “progresistas”. Y, efectivamente, esos grupos “(neo)conservadores” tienden a pensar que la defensa del cristianismo y la del capitalismo van de la mano. [N. del Tr.].
(4) Alasdair MacIntyre, Marxism and Christianity, Duckworth, London, 1995 (2 ed.), p. xiv. [Edición en gspañol: Alasdair MacIntyre, Marxismo y cristianismo, Nuevo Inicio, Granada, 2007].
Esta pregunta da título a un famoso ensayo de Wendell Berry, recientemente traducido al español, cuya lectura recomendamos encarecidamente. Véase Wendell Berry, ¿Para qué sirve la gente?, Nuevo Inicio, Granada, 2018. [N. delTr.].
[5] Citado en Henri de Lubac, Catholicism, Ignatius Press, San Francisco, California, 1988, pp. 33-34. [Edición en español: Henri de Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Encuentro, Madrid, 1992].
(6) Lionel Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, MacMillan, Londres, 1952, p. 16. La cursiva es mía.
(7) Albert Rees, citado en Gary S. Becker, The Economic Approach to Human Behaviour, University of Chicago Press, Chicago, Illinois, 1976, p. 3. Véase también Edwin Mansfield, Principles of Macroeconomics, Norton, New York, 1992 (7 ed.), p. 5.
(8) Mansfield, Principles of Macroeconomics, p. 7.
[9] P. Berger, The Capitalist Revolution, p. 3.
(10) Véase, por ejemplo, Michael Novak, The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, Free Press, New York, 1993, pp. 7-8.
(11) San Juan Pablo II, Centesimus Annus IV, 30-31.
(12) Esto no quiere decir que el impacto de una economía en las personas y comunidades no sea importante. Lo que quiere decir, más bien, es que el impacto de una economía en las personas y comunidades no puede ser evaluado de forma completa y precisa si no está enmarcado en la cuestión del culto adecuado a Dios.
[13] Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism, Touchstone, New York, 1982, pp. 82-88. Véase también Ronald Preston, Church and Society in the Late Twentieth Century: The Economic and Political Task, SCM, Londres, 1983, pp. 30-33.