En lugar de preguntar solamente «¿Qué debo hacer?», la moral tiene la tarea de indagar tres preguntas fundamentales:

1.- ¿Quién soy? ¿Quién debo llegar a ser?
2.-¿Qué clase de actitudes y qué clase de acciones pueden llevarme a ser lo que debo ser?
3.-¿Qué clase de comunidad puede ayudarme a alcanzar el ideal al que soy llamado?.

Estos son los caminos por los cuales puede orientarse la tarea de reconstruir al sujeto moral. En realidad, una subjetividad libre sólo puede surgir cuando en el horizonte final del querer, aparece un ideal capaz de regular las aspiraciones a bienes reales.

Y la provechosa experiencia de un ideal no nace en un aislamiento individualista, sino que es anticipada en el encuentro interpersonal del amor. Si sólo percibimos el ideal como un objetivo que está lejos de nosotros en un horizonte de futuro siempre distante, el riesgo de que la conquista del ideal pueda, una vez más, ser una cuestión de «puños» o que el ideal pueda ser roto en ideologías que no despiertan al corazón ni le entusiasman, sino que dividen y enfrentan. Por ello no sólo hace falta un horizonte final de plenitud, sino que el ideal ha de ser anticipado en el encuentro interpersonal. La dimensión comunitaria pues, incompatible con toda actitud utiIitaria hacia lo individual: es una experiencia fundacional de la misma subjetividad.

Redescubrir el nexo entre la libertad y la verdad.

Si en la génesis de la crisis hemos descubierto la ruptura entre libertad y verdad, en la reconstrucción del sujeto hemos de redescubrir el nexo entre la libertad y la verdad.

El bien al que aspira el hombre en las profundidades de su corazón siempre es algo más de lo que puede «hacer»: su «hacer» nunca tiene un final. La pregunta sobre lo bueno, tiene, pues, un carácter religioso, y no meramente moral, es el problema de la salvación y no una cuestión de coherencia. Y el hombre no puede encontrar la respuesta, sino sólo aceptarla como un don.

Bien, que desde dentro llama al hombre a superar constantemente cada respuesta estrecha y egoísta, para abrirlo a las dimensiones del Bien Absoluto. Ligada a la verdadera estructura de la persona en su inclinación constitutiva hacia el Bien, la ley natural no se opone a la libertad, sino que en realidad señala el camino hacia ella: es la verdadera ley de la libertad. En este sentido, el papa Juan Pablo II vuelve a proponer, en Veritatis Splendor, la frase del Evangelio de Juan: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,32).

Redescubrir el vínculo entre la fe y la moral

En este sentido, podría decirse que la ética nació de la estética, es decir, del fascinante encuentro en el cual se percibe que la promesa de una feliz autorrealización tiene lugar de una manera humana. Así como la dinámica moral es la dinámica del amor, el amor es provocado por la belleza. La ética nace de un encuentro en el que se anticipa la comunión de las personas. El deseo de felicidad, al principio confuso e inquieto, encuentra en ese encuentro su realización hermenéutica: el amor precede al deseo y revela la verdadera dinámica del don de sí.

El Evangelio responde, pues, en forma libre, sorprendente y superabundante, a la petición de felicidad que anida en el corazón del hombre. En este sentido, como afirma el Concilio Vaticano II, la moral cristiana encuentra su fuente en el Evangelio (Dei Verbum, 7). Llegamos así a uno de los puntos claves de nuestro ensayo: el que concierne al nexo entre la moral y el Evangelio.

Existe sin duda una primacía de la fe y la gracia, es decir, una primacía de la iniciativa divina. Pero esto no está en oposición a una respuesta humana que esa iniciativa suscita y exige. La fe cristiana/como dice Veritatis Splendoren su n° 88, «no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente», sino «una verdad que se ha de hacer vida», «una decisión que afecta a toda la existencia», «un nuevo criterio de interpretación y actuación».

El cristianismo es ante todo un modo concreto de vivir, una praxis nacida de la fe: no es un conjunto indefinido de ideales que pueden interpretarse de maneras diferentes y contradictorias, según gustos subjetivos, sino que es una forma precisa y reconocible de vida. Cada separación entre confesión de fe y vida moral constituiría verdaderamente, según la Primera Carta de Juan, un rechazo a la lógica de la Encarnación, una negativa a creer que Cristo vino en la carne”.

Para resumir el núcleo de la propuesta: para reconstruir al sujeto moral, es necesario restablecer el nexo entre la libertad y la verdad, y el cristiano es el que ha encontrado y reconocido esa verdad en su encuentro con la persona de Jesús. El, que dice «yo soy el camino, la verdad, la vida» es la «ley viviente y personal» (Veritatis Splendor, n°15) de la vida. Para el cristiano, la verdad no es un concepto abstracto sino una persona: es Cristo quien revela en verdad el corazón del hombre, quien le revela al hombre su más elevada vocación (Gaudium et spes, 22). El hombre fue creado «en Cristo» y la ley natural es parte de la imagen creatural, que resplandece con plena luz en el Hijo encarnado, perfecta imagen del Padre (Col 11,15). En este sentido, la Veritatis Splendor, en un pasaje de gran contenido teológico, arroja luz sobre las bases cristológicas de la ley natural: «Él (Cristo) es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo» (n° 53). El diálogo con todos los hombres, según los requerimientos del bien de la persona (ley natural), no necesita, pues, dejar de lado la fe. La fe no excluye, sino que incluye la moral humana, mostrando el significado último de los requerimientos que la razón también puede descubrir por sí misma.

La afirmación fundamental deVeritatis SplendorJesús mismo es el cumplimiento vivo de la Ley, ya que Él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal (VS 15). Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, as! como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad (VS 87).

En el encuentro con Cristo, el drama que connota todo deber moral serio también halla su respuesta: el triste descubrimiento de la propia inconsistencia, de la propia fragilidad, de la permanente traición al bien que fue reconocido como obligatorio. Es un drama que desde su comienzo mismo reconoce y plantea la encíclica en el núcleo de su reflexión y que encuentra solución en el ofrecimiento de misericordia que perdona el pecado, y de la gracia que sustenta el camino de la libertad (n° 101-5). Contra la tentación de reducir la medida de las exigencias morales a lo que parece posible para una frágil libertad marcada por el pecado, Juan Pablo II reafirma la gran esperanza derivada de la salvadora presencia del Señor:

Una morada para la moral

Pero ¿cómo puede realizarse esta presencia del misterio de la Redención en lo concreto de la existencia moral, esta contemporaneidad y esta amistad de Cristo con el hombre, que hace posible el renacimiento del hombre como un sujeto nuevo? Por el contrario, la moral cristiana «consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia» (Veritatis Splendor, n° 119). Por lo tanto, la Iglesia es la «morada» que necesita la moral.

La Iglesia, es el hogar, la casa, la familia en la que vive el cristiano y donde puede crecer su libertad como hijo. Como dice Veritatis Splendor, «la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia» (n° 25).

 

Extracto del libro “Un combate espiritual: El dragón, la bestia, el cordero” Mons. Luis Arguello. (2012)

Editorial Voz de los sin Voz. Nº 645