La Iglesia no hace política participado en la lucha por el poder, ni poniéndose de parte de un partido político o de otro, ni prefiriendo un determinado ordenamiento institucional con respecto a otro, sino anunciando la salvación en Cristo, iluminando la solución de los problemas humanos con la luz que viene de la Palabra de Dios, sobre todo formando conciencias y laicos cristianos maduros, a los que compete el deber de testimoniar con la propia vida los valores evangélico y de abrir con su compromiso concreto la praxis política a un humanismo integral, con pleno respeto a su laicidad.

 

Al hablar de las enseñanzas de la Iglesia relativas al tema del Estado, el aspecto que más se ha desarrollado y renovado por la reciente DSI (Doctrina Social de la Iglesia) es el concerniente a las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Las clarificaciones definitivas sobre esta materia delicada e importante pueden sintetizarse en la respuesta que la DSI da hoy a los tres siguientes interrogantes:

1) ¿Qué relación debe existir entre la comunidad eclesial y la comunidad política?

2) ¿Cuál es la frontera entre el ámbito religioso y el ámbito civil que no es lícito cruzar ni por la Iglesia ni por el Estado?

3) ¿Qué relación debe haber entre la jerarquía y los fieles laicos comprometidos en la política?

 

La comunidad eclesial y la comunidad política

El punto de partida sobre el que la DSI llama la atención es la distinción entre comunidad eclesial y comunidad política. Desde el punto de vista teológico y a la luz de las adquisiciones del Concilio Vaticano II, ahora está claro que «la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico y social: de hecho, el objetivo que le ha fijado es de orden religioso» (GS, 42.). En la encíclica Deus caritas est, hablando de la relación entre justicia, política y caridad, Benedicto XVI aprovecha la ocasión para reiterar cómo la acción de la Iglesia se distingue de la de las instituciones políticas del Estado. La Iglesia -dice el papa- no pretende afirmar su doctrina social en un plano estrictamente político, sino que contribuye a la vida de la comunidad política iluminando las conciencias y purificando la razón con los horizontes de la fe, y «contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales»(Deus caritas est,28ª,  90). La comunidad eclesial contribuye al bien común, que es el objetivo de la comunidad política, a través de la «caridad social», entendida como servicio y espiritualidad.

Es exactamente lo que ya había afirmado el Concilio: «La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno»(GS 76). Concretamente, esto significa que ambas partes, que tienen diferente naturaleza y misión, deben ser libres de perseguir sus propios fines y utilizar sus propios instrumentos. En la práctica, la Iglesia no puede invadir la esfera política o utilizar la política con fines religiosos, y el Estado no puede invadir la esfera religiosa o utilizar la religión con fines políticos.

Por consiguiente, las relaciones entre comunidad política y comunidad eclesial no pueden ser las mismas que existen entre dos potencias mundiales: el hecho de que la Iglesia católica sea reconocida a nivel internacional como una personalidad jurídica (debido a su historia y su universalidad) no altera en nada el hecho de que la actividad eclesial pertenezca esencialmente al plano religioso y ético y se desarrolle en este.

No obstante, hay algunos ámbitos del bien común en los que la comunidad política y la comunidad religiosa se compenetran en cierta medida. Esta coincidencia se produce bien porque las personas que componen las dos comunidades son las mismas o porque existen materias -por ejemplo, las relativas a la familia, a los diversos aspectos de la vida humana o al derecho de los padres de elegir libremente la escuela y la formación que quieren para sus hijos- que involucran conjuntamente la misión religiosa de la Iglesia y la organización laica del Estado. De hecho, católicos y laicos son «ciudadanos» de pleno derecho. Esto explica por qué la comunidad eclesial y la política, celosas cada una de su autonomía y teniendo que servir las dos al bien común, no pueden ignorarse, sino que tienen que colaborar entre sí con un espíritu de lealtad recíproca. La Iglesia y el Estado, afirma el Concilio, desarrollarán «su servicio con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellos, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo».

Actualmente se ha superado la concepción ilustrada de laicidad (el viejo laicismo). Predomina la concepción de «laicidad positiva», de la que hablaron hace ya algunos años el presidente francés Nicolas Sarkozy y el papa Benedicto XVI. Con ocasión de su toma de posesión como canónigo honorario de San Juan de Letrán (20 de diciembre de 2007), dijo Sarkozy en Roma:

«La laicidad se afirma como necesidad y oportunidad. Se ha convertido en una condición para la paz civil. […] Ha llegado el momento de que, con el mismo espíritu, las religiones, especialmente la católica, que es nuestra religión mayoritaria, y todas las fuerzas vivas de la nación miren juntas lo que está en juego en el futuro […]. En la república laica, el político […] no debe decidir según consideraciones religiosas. Pero es importante que su reflexión y su conciencia sean iluminadas especialmente por opiniones que se refieran a normas y convicciones libres de contingencias inmediatas […]. Es por esta razón que espero profundamente el advenimiento de una laicidad positiva, es decir, una laicidad que, sin perder de vista la libertad de pensamiento, la libertad de creer o no creer, no considera que las religiones sean un peligro, sino más bien un punto a favor».

En París, el mismo presidente francés retomó este discurso con ocasión de la visita del papa a Francia (12-15 de septiembre de 2008):

«Es legítimo para la democracia y respetuoso de la laicidad -dijo- dialogar con las religiones. Estas, y en particular la religión cristiana, con la que compartimos una larga historia, son un patrimonio de reflexión y pensamiento, no solo sobre Dios, sino también sobre el hombre, sobre la sociedad e incluso sobre esa preocupación, central hoy en día, que es la protección de la naturaleza y del medio ambiente. Sería una locura privamos de ellas, sería simplemente un error contra la naturaleza y contra el pensamiento. Por eso apelo una vez más a la laicidad positiva. Una laicidad que respeta, una laicidad que une, una laicidad que dialoga. Y no una secularidad que excluye y denuncia. En esta época en la que la duda y el aislamiento individualista enfrentan a nuestras democracias con el desafío de responder a los problemas de nuestro tiempo, la laicidad positiva ofrece a nuestras conciencias la posibilidad de intercambiar opiniones, más allá de las creencias y los rituales, sobre el significado que queremos dar a nuestra existencia. La búsqueda del sentido» .

Esta concepción positiva de «laicidad» -entendida como colaboración entre Estado e Iglesia (y no ya como contraposición o como mera tolerancia de la religión)- es ya ampliamente aceptada, como confirman dos casos emblemáticos: el Accordo di revisione del Concordato lateranense tra la Santa Sede e la Repubblica italiana (18 de febrero de 1984) y el Tratado Constitucional Europeo, bien en la primera versión (firmada en Roma el 29 de octubre de 2004, pero abandonada posteriormente por el voto negativo de Francia y Holanda), o en la nueva versión del Tratado de Reforma de la UE, aprobado en Lisboa en octubre de 2007. El art. 1 del Accordo di revisione dice: «La República italiana y la Santa Sede reafirman que el Estado y la Iglesia católica son, cada uno en su orden, independientes y soberanos, comprometiéndose en el pleno respeto a este principio en sus relaciones y en la recíproca colaboración para la promoción de las personas y el bien del país». A su vez, el art. 1-52 del Tratado Constitucional Europeo (convertido en el art. 16 C del Tratado de Reforma) reconoce el estatuto del que gozan en sus países las iglesias, las asociaciones y las comunidades religiosas (párrafo 1); después de admitir explícitamente el valor social de la religión, dispone que se instauren relaciones estables de colaboración entre las instituciones de la Unión y las iglesias, mediante un «diálogo abierto, trasparente y habitual» (párrafo 3). Así pues, la religión ya no es más considerada un fenómeno privado, y el Estado laico no la puede ignorar. El viejo laicismo ilustrado está superado.

Por su parte, también la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II, ha repensado el concepto de laicidad, que hoy es considerado justamente un valor cristiano, en cuanto que se fundamenta en la teología de las realidades temporales y del laicado. Benedicto XVI ha regresado varias veces a este concepto de una laicidad sana o positiva. Lo hizo al dirigirse a la CEI con ocasión del «Convegno eclesiale nazionale» [Congreso Nacional Eclesial] de Verona (2006):

«La Iglesia no puede faltar a su misión de purificar la razón, a través de la propuesta de su propia doctrina social, argumentada “desde lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano”, y de despertar las fuerzas morales y espirituales, abriendo la voluntad a las auténticas exigencias del bien. A su vez, una sana laicidad del Estado significa, sin duda, que las realidades temporales deben regirse según sus propias reglas, a las que, sin embargo, pertenecen también aquellas exigencias éticas que encuentran su fundamento en la esencia misma del hombre y que, por lo tanto, se refieren en última instancia al Creador» .

Volvió sobre el tema en el discurso inaugural de la V Conferencia General del episcopado latinoamericano:

«Ciertamente existe un tesoro de experiencias políticas y de conocimientos sobre los problemas sociales y económicos, que evidencian elementos fundamentales de un Estado justo y los caminos que se han de evitar. Pero en situaciones culturales y políticas diversas, y en el cambio progresivo de las tecnologías y de la realidad histórica mundial, se han de buscar de manera racional las respuestas adecuadas y debe crearse -con los compromisos indispensables- el consenso sobre las estructuras que se han de establecer. Este trabajo político no es competencia inmediata de la Iglesia. El respeto de una sana laicidad -incluso con la pluralidad de las posiciones políticas- es esencial en la tradición cristiana» .

Posteriormente, el mismo Benedicto XVI regresó de nuevo a la cuestión en su viaje a Francia, retomando el tema de la colaboración necesaria en Estado e Iglesia:

«En este momento de la historia -dijo el papa- en que las culturas se entrelazan cada vez más, estoy profundamente convencido de que se ha hecho necesaria una nueva reflexión sobre el verdadero significado e importancia de la laicidad. En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre la esfera política y la religiosa para proteger tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado frente a ellos y, por otra, tomar conciencia más claramente de la función insustituible de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto con otras instancias, a la creación de un consenso ético básico en la sociedad» .

En una palabra, la necesidad de una estrecha y leal cooperación entre el Estado y la Iglesia hoy en día puede considerarse adquirida tanto a nivel histórico como teológico. Por consiguiente, la Iglesia debe renunciar a cualquier nostalgia del antiguo régimen de «cristiandad», y el Estado secular debe dejar de reclamar la reducción de la religión a mera conciencia y la Iglesia a mera asociación privada. Eloy en día la presencia social de la Iglesia y la función del Estado aparecen como complementarias en la consecución del bien común político, precisamente porque uno y otra «aunque de manera diferente, están al servicio de la vocación personal y social de los propios seres humanos» .

 

¿Cuál es la frontera entre el ámbito de la fe y el ámbito de la política?

Llegados a este punto, es necesario precisar cuál es la frontera entre el ámbito religioso y el ámbito político, para evitar «interferencias» de la Iglesia en los asuntos internos del Estado y viceversa.

La Iglesia existe para evangelizar, es decir, ha nacido para anunciar la «buena noticia» de la liberación integral del ser humano y de su elevación a la vida divina. Para ello la Iglesia dispone de instrumentos propios (en primer lugar, el anuncio de la Palabra de Dios y los gestos sacramentales que culminan en la eucaristía), que no son de naturaleza política, económica o social, sino de naturaleza religiosa y sobrenatural. Ahora bien, dado que está destinada a la liberación integral del hombre, la acción evangelizadora de la Iglesia tiene un nexo indisoluble con la promoción humana; de hecho, de la misión religiosa surgen luces, fuerzas y orientaciones que pueden contribuir de forma determinante al proceso del desarrollo humano” (GS, 76).

Este vínculo intrínseco entre evangelización y promoción humana -explica Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi- se funda en razones de orden antropológico, teológico y evangélico:

«Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?.

Por eso no puede haber ni oposición ni separación, sino complementariedad, entre la acción de la comunidad política y la de la comunidad eclesial: aunque claramente diferenciadas, coinciden en el único y mismo objetivo de lograr el crecimiento personal y social de los ciudadanos. Por lo tanto, la Iglesia se hace socialmente presente y relevante, porque:

«Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no solo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que, de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a su historia»   .

¿Pero qué es esto -objetan los laicistas- sino «hacer política», y, por consiguiente, «interferir» en la vida del Estado? La respuesta a esta objeción debe encontrarse a la luz de la doble acepción del término «política». En efecto, la «política» puede entenderse en el sentido más amplio y elevado de «discurso sobre el hombre» y de «cultura política», o bien en el sentido más común y restringido de «praxis política» (de los partidos, de los sindicatos, del gobierno).

En esta perspectiva, la Iglesia hace «Política», con P mayúscula. De hecho, cuando evangeliza hace necesariamente cultura, propone una antropología inspirada en el Evangelio, hace un «discurso sobre el hombre». Por eso, el anuncio del Evangelio está destinado, ciertamente, a influir e inspirar los comportamientos personales y sociales, privados y público, de quien los acoge libremente. En este sentido, puede afirmarse que al evangelizar la Iglesia «hace política» en el significado más alto y novel del término. Obviamente el discurso cristiano sobre el hombre no está exento de repercusiones a nivel de la «praxis» política, ya que esta refleja siempre la cultura en la que se inspira; pero no se puede hablar de «interferencia». Esto, por otra parte, se produciría si la Iglesia hiciera política con la p minúscula, interviniendo directamente en cuestiones de «praxis» política y de organización del Estado.

Ahora bien, esta última posibilidad es excluida taxativamente por la DSI. De hecho, para ser fiel a la naturaleza esencialmente religiosa de la misión confiada por Cristo, la Iglesia se autoexcluye de toda intervención directa en la «praxis» política. Pero no porque la política sea algo sucio (Pío XI la definió, al contrario, como «el campo de la más extensa caridad»), sino porque traicionaría su misión si se convirtieran en «parciales» los que tienen el ministerio de dar testimonio del Absoluto y de mostrar al mundo que la Iglesia es verdaderamente «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium 1). Esta es la verdadera razón teológica por la que «no corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos» (Catecismo de la Iglesia Católica 2442). Benedicto XVI lo ha reiterado:

«Si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía política y con posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres precisamente al no identificarse con los políticos ni con los intereses de partido».

Sin embargo, aunque se abstenga de intervenir directamente en la práctica política, la jerarquía no puede ser en absoluto indiferente o desinteresada en las opciones políticas, económicas y sociales; de hecho, debido al vínculo intrínseco entre la evangelización y la promoción humana, es deber del magisterio juzgar si es o no coherente con el Evangelio y la enseñanza social cristiana. Esto no significa cruzar la frontera entre la esfera de la fe y la esfera política.

La Iglesia no hace política participado en la lucha por el poder, ni poniéndose de parte de un partido político o de otro, ni prefiriendo un determinado ordenamiento institucional con respecto a otro, sino anunciando la salvación en Cristo, iluminando la solución de los problemas humanos con la luz que viene de la Palabra de Dios, sobre todo formando conciencias y laicos cristianos maduros, a los que compete el deber de testimoniar con la propia vida los valores evangélico y de abrir con su compromiso concreto la praxis política a un humanismo integral, con pleno respeto a su laicidad.

 

¿Qué relaciones hay entre la jerarquía y el compromiso político de los fieles laicos?

Sin embargo, pese a todas las clarificaciones teóricas y toda la buena voluntad, hay que admitir que se han producido y se pueden siempre producir algunas «invasiones de campo» en la práctica, hasta el punto de que la Iglesia ha sentido la necesidad de pedir públicamente perdón por los comportamientos incoherentes del pasado.

La causa principal de las invasiones no es la voluntad de interferir en las zonas ajenas, sino -en su mayor parte- la dificultad objetiva de discernir cuándo y dónde se producen situaciones de emergencia que justifiquen la intervención de la jerarquía como «suplencia». De hecho, Juan Pablo II explicó:

«Puede haber naturalmente casos excepcionales de personas, grupos y situaciones en los que puede parecer oportuno, o incluso necesario, desempeñar una función de ayuda y de suplencia respecto a instituciones públicas carentes y desorientadas, con el propósito de apoyar la causa de la justicia y la paz. Las mismas instituciones eclesiásticas, incluso las de nivel elevado, han desempeñado en la historia esa función, con todas las ventajas, pero también con todas las cargas y las dificultades que derivan de ella» (Juan Pablo II, El presbítero y la sociedad civil, en L´Osservatore Romano -29 julio 1993) .

Pongamos algunos ejemplos. Después de la II Guerra Mundial, la jerarquía desarrolló una función de suplencia en Italia, cuando el país no se encontraba preparado para hacer frente al peligro comunista y debía al mismo tiempo restablecer la democracia después del fascismo. Otro caso de «suplencia» fue el compromiso de la comunidad eclesial en el sur del país contra la mafia durante la década de 1980, dada la ausencia total del Estado. Lo mismo hizo la Iglesia en Polonia en los años del comunismo y en numerosas dictaduras de América Latina, donde era prácticamente la única fuerza moral, la única voz con capacidad de hacerse oír.

Ciertamente, nadie se escandaliza si en casos similares la jerarquía se compromete en acciones de «suplencia» para defender a los pobres y los oprimidos y a favor de la justicia y la paz. Al mismo tiempo, no obstante, es necesario reafirmar que se trata solo de excepciones que confirman la regla, según la cual la Iglesia se abstiene rigurosamente de intervenir en la praxis política. Esto explica por qué, en nuestros días, la multiplicación de casos impropios de «suplencia» eclesiástica despierta perplejidad y cierta preocupación (incluso entre los católicos). De hecho, existe una tendencia por parte de exponentes autorizados de la Iglesia a dirigirse directamente a las instituciones del Estado para afirmar sus razones, y a tomar posición sobre cuestiones técnicas, que en sí mismas son cuestionables, que pertenecen a la esfera de la «práctica» política y son motivo de división de las mentes y de conflicto entre facciones políticas opuestas. Tales casos de «suplencia» son impropios, porque no son requeridos por graves situaciones de emergencia; por el contrario, son perjudiciales, porque alimentan malentendidos y conflictos no solo entre católicos y laicos, sino dentro de la propia comunidad eclesial. Sobre todo, corren el riesgo de presentar a los ojos de la opinión pública, como si fueran de naturaleza confesional, cuestiones que son, en cambio, exclusivamente de naturaleza secular y política. Por lo tanto, es hora de que los fieles laicos retomen la tarea específica que tienen de animar la vida política desde dentro y de «buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios»(Lumen gentium 31). Las invasiones impropias en el ámbito de la praxis política harían pagar a la Iglesia un coste pastoral altísimo, con efectos negativos sobre la credibilidad de la misma obra de evangelización.

La repercusión práctica de las enseñanzas del Concilio y del reciente magisterio en la vida interna de la comunidad cristiana y en sus relaciones externas con las instituciones públicas de Italia no se da todavía por sentada del todo. En cuanto a la vida interna, el hecho de que la estructura de la Iglesia, tal como Cristo la quiso, implique una distinción de grado y función entre la jerarquía y el laicado «no significa que en la Iglesia haya un área reservada para el trabajo de los pastores y otra reservada para el trabajo de los laicos»: la misión es única. Esta se lleva a cabo en la comunión eclesial bajo la guía del obispo con tareas diversas pero complementarias entre pastores y fieles laicos. Lo que actualmente se necesita ante todo, por consiguiente, es revalorizar la misión de los laicos en la vida misma de la Iglesia. Sin un laicado maduro no es posible un testimonio ejemplar de la comunidad cristiana.

Concretamente, no corresponde a los obispos mediar los valores cristianos en las elecciones operativas o legislativas:

«Cuando los pastores, movidos por los principios del Evangelio, intervienen en la sociedad predicando y hablando sin recurrir al derecho a dictar la ética pública para todos los ciudadanos, piden ser escuchados, aconsejan, advierten, pero no exigen que la ley del Evangelio se traduzca en una ley vinculante para todos, excepto cuando la conciencia de todos está de acuerdo en exigirlo: la Iglesia acepta entrar en acción pacíficamente y en el ágora con sus propuestas, afirma sus posiciones de forma democrática, destaca sus aspectos positivos también a nivel antropológico y social, pero no pretende ser el único criterio ético para la convivencia civil» (E. Bianchi, La differenza cristiana, Einaudi, Torino 2006, 73).

Ciertamente, los obispos pueden y deben juzgar la conformidad o no de los programas políticos y de las leyes con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia, pero compete a los fieles laicos llevar a cabo responsablemente y con conciencia iluminada las mediaciones necesarias de naturaleza técnica, social, política y económica. Lo clarificó, en su momento, el Concilio Vaticano II: «Es preciso, con todo, que los laicos tomen como obligación suya la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y en forma concreta en dicho orden» (Apostolicam actuositatem 7). Y lo ha vuelto a afirmar Benedicto XVI: «El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. […] La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad» (Deus caritas est 29) . Es la hora de los laicos. ¿Pero dónde están hoy? ¿Por qué no se oyen?

 

Conclusión

Hoy en día, tanto la DSI como el Estado laico excluyen, por una parte, que la religión pueda reducirse a un mero hecho interior y privado y, por otra parte, que se deba hablar de un conflicto de naturaleza confesional cuando la Iglesia se pronuncia sobre opciones de carácter ético, que también son de naturaleza política. La conciencia laica y la conciencia religiosa, la fe y la política, están llamadas a vivir juntas y a encontrarse en la búsqueda común del bien común del país, que es laico y que une a todos los ciudadanos, independientemente de su pertenencia cultural, étnica o confesional.

Por lo tanto, la solución a las dificultades que surgen en las relaciones entre católicos y laicos, entre la Iglesia y el Estado, no debe buscarse en una colisión frontal, ni en una reconstrucción anacrónica de los cercados históricos. Lo que se necesita, en cambio, es que la comunidad eclesial y la comunidad política lleven a cabo un nuevo estilo de colaboración en el pleno respeto ,o a la autonomía recíproca y una laicidad positiva, exigido tanto por los profundos cambios de la sociedad como por las adquisiciones de la eclesiología del Concilio y del reciente magisterio: sin nostalgia del siglo XIX por parte del Estado, y sin añoranza por la «cristiandad» perdida por parte de la Iglesia.