“Al separar así la reivindicación de los nuevos derechos del individuo de toda definición política, económica y moral de una vida común tan libre e igualitaria como sea posible, resulta que se camina inevitablemente hacia un tipo de sociedad cuya ideología oficialmente “igualitaria” se desarrolla paradójicamente al mismo ritmo que el de las desigualdades sociales reales.”

 

** Extracto del libro “El zorro en el gallinero. Derecho, liberalismo y vida común” (Jean Claude Michéa)

…. ¿Cómo escapar entonces a este círculo infernal? Sabiendo que no se trata aquí, evidentemente, de denunciar como puramente “formales”, “ilusorias” o “mentirosas” estas libertades fundamentales cuya defensa pretende hoy monopolizar la ideología de los “derechos humanos” (hablar sin más precaución de “la fábula de los derechos humanos” —como hacen, por ejemplo, “los Indígenas de la República”— correría el riesgo, sobre todo, de reintroducir las fábulas estalinista, fascista o islamista) [1]. Se trata, muy al contrario, de proponer otra manera filosófica de fundamentar las libertades indispensables que, permitiendo finalmente desactivar el principio de no limitación que roe desde dentro la ideología liberal de los derechos humanos, evitaría así abrir de par en par las puertas del gallinero socialista al zorro de Wall Street (¡porque quien comienza por Kouchner termina siempre en Macron!). Ahora bien, aunque estoy perfectamente dispuesto a ser percibido como un “nostálgico” (“cuando el ser absolutamente moderno se ha convertido en una ley especial promulgada por el tirano, lo que el esclavo teme más que nada es que se pueda sospechar de él que es un nostálgico”, respondía habitualmente Dabord a este tipo de “objeción”), me parece que todo el interés filosófico de la crítica socialista del siglo XIX (y particularmente de sus variantes “libertarias” y “anarquistas”) estaba precisamente en su proyecto de refundar el ideal de la libertad y de la igualdad (a este nivel, el socialismo es incontestablemente un heredero de la Ilustración) sobre otras bases filosóficas que las de la antropología liberal. (Y hay que decir que la ley Le Chapelier, que, en 1791, deducía lógicamente de esta antropología liberal la prohibición de las asociaciones obreras, había preparado suficientemente al movimiento socialista naciente a comprender qué significaba exactamente “libertad, igualdad, propiedad, Bentham” [2]). De ahí, por ejemplo, esa crítica permanente que hace Marx a las aventuras a lo Robinson Crusoe de la ideología liberal (ya se trate del “cazador y del pescador individuales y aislados con los que comienzan Smith y Ricardo”, o de la idea de que la libertad podría ser definida como una “abstracción inherente al individuo aislado”). “El hombre —subrayaba también Marx siguiendo a Aristóteles— es no sólo un animal social, sino un animal que no puede aislarse más que en la sociedad”. Y eso es lo que hacía, a los ojos de Marx, la hipótesis de una “independencia natural” del individuo “tan absurda como lo sería el desarrollo del lenguaje sin la presencia de individuos viviendo y hablando juntos” (inútil decir que toda la antropología contemporánea ha confirmado enteramente este punto de vista de Marx y de los fundadores del socialismo) [3].

Ahora bien, este rechazo a reducir la esencia de la sociedad a un simple agregado “de partículas contratantes que no tienen entre sí otras relaciones que las que se fundan sobre el cálculo de intereses” (tomo prestada esta fórmula de la obra La Gouvernance par les nombres [La Gobernanza mediante los números], un ensayo absolutamente notable de Alain Supiot publicado este mismo año)  no nos recuerda solamente que existen también vínculos que liberan (como, por ejemplo, el amor, la amistad o el sentido de la ayuda mutua) y que nuestra realización individual encuentra, por consiguiente, ciertas de sus condiciones más indispensables en la existencia de una verdadera vida común (en una sociedad socialista —decía Proudhon—, “la libertad de cada uno encontrará en la libertad del otro no un límite, como en la Declaración de los derechos del hombre de 1791, sino una ayuda”). Permite igualmente comprender la ambigüedad constitutiva del ideal de emancipación propio de la ideología liberal (ideal hacia el cual la mayoría de los intelectuales de la izquierda post-Mitterrand consideran hoy toda crítica como sacrílega). Por el mero hecho de su axiomática desgraciadamente individualista, en efecto, le es filosóficamente imposible interpretar de manera coherente (o incluso simplemente imaginar) los efectos antropológica y psicológicamente devastadores que inexorablemente causa en la vida común (por ejemplo, de un pueblo o de un barrio) la sustitución acelerada de todas las relaciones humanas basadas en la ayuda mutua, en la convivialidad y en la lógica del don por unas simples relaciones contractuales, ya sean jurídicas o comerciales. Se sabe perfectamente, empero, y por no tomar más que este ejemplo muy banal, que una copropiedad es tanto más vivible cuanto más subordinada está en ella siempre la aplicación estricta del reglamento a las reglas de la convivialidad. Basta, en cambio, con que uno o dos copropietarios calculadores y atados a los procedimientos hagan su aparición para transformar enseguida ese espacio de vida común en el terreno de una nueva guerra de todos contra todos.

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Consideremos, por ejemplo, la cuestión, convertida en emblemática, del trabajo dominical (no es sin duda casualidad que el primer ensayo de Proudhon, publicado en 1839, fuese De la célebration du dimanche [Sobre la celebración del domingo]). Desde el punto de vista liberal, mi decisión de trabajar el domingo no le concierne a nadie sino a mí mismo y a mi empresario (se trata, en otros términos, de un puro contrato privado entre dos adultos que consienten en el acto). Y desde el momento en que yo le reconozco a usted el derecho simétrico de no trabajar el domingo (dicho de otro modo, que no busco quitarle la más mínima libertad), semejante decisión se presenta a la fuerza como la simple consecuencia lógica de mi derecho “natural” a utilizar mi tiempo personal “como yo quiera”. La situación sería, por lo demás, exactamente la misma si se tratara de un contrato que vincula a una prostituta con su cliente, o a una rica burguesa de Beverly Hills con la madre soltera mejicana encargada de llevar dentro a su bebé en lugar de ella. (Esta forma de GPA —”gestación por medio de otro”, destinada a ahorrarles a las mujeres ricas las molestias físicas del embarazo— está naturalmente en vías de expansión en los Estados Unidos). Desde un punto de vista estrictamente liberal, la interrogación filosófica tiene necesariamente que quedarse ahí [4].

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Basta, sin embargo, con un mínimo de reflexión política y filosófica para comprender que semejante decisión disimula, bajo la apariencia de una elección puramente personal y de un contrato puramente privado, toda una filosofía implícita de la vida común. Porque si el domingo tiene que convertirse en un día igual que los demás (manchedi en lugar de dimanche), no sólo, en efecto, el salario por horas dominical se verá rápidamente alineado con el de los demás días de la semana (anulando así todas las ventajas materiales que un cálculo a corto plazo había permitido obtener de entrada), sino que los ritmos colectivos (los que hacen posible, por ejemplo, una vida familiar, deportiva o asociativa) se encontrarán igualmente sacudidos de arriba abajo. Lo que producirá el efecto inevitable de una disminución progresiva de la autonomía de cada cual, es decir, del grado de control que los individuos pueden todavía ejercer sobre la vida que se les ofrece (por ejemplo, se les hará más difícil a los padres el sincronizar sus esfuerzos para dar a sus hijos el tipo de educación que hayan escogido). Así pues, en última instancia, es precisamente porque la perspectiva liberal es estructuralmente incapaz de integrar en su software esa parte de la vida humana que debería imperativamente seguir siendo común si la palabra humanidad ha de tener todavía un sentido (esa perspectiva liberal no puede reconocer más que la vida pública —reglamentada por el Derecho— y la vida privada, sobre la cual no tiene nada que decir), por lo que tantas opciones oficialmente presentadas como puramente “privadas” —y que, por tanto, sólo remiten al derecho de cada cual a vivir “como mejor le plazca”— terminan con tanta frecuencia traduciéndose, para la inmensa mayoría, en unas restricciones de vida suplementarias de las que habrían prescindido con todo gusto (quien quisiera decidir hoy, por ejemplo, vivir sin teléfono móvil, sin ordenador o sin coche, comprenderá inmediatamente lo que quiero decir). De ahí la paradoja —puesta de manifiesto por Mark Hunyadi en La tiranía de los modos de vida— de una sociedad en la que las libertades individuales no dejan aparentemente de extenderse hasta el infinito, mientras que la autonomía real de cada uno de nosotros se reduce cada día más [5].

El problema sería naturalmente idéntico si se tratase de aumentar la carga fiscal de los ricos o de fijar por ley un ingreso máximo incondicional. Desde un punto de vista liberal, no podría tratarse, tampoco ahí, más que de una violación especialmente grave del derecho de cada cual a disponer libremente del beneficio de su trabajo (aun cuando ese “trabajo” consistiera en enriquecerse mientras se duerme). Es decir, que ese disponer libremente del beneficio de su trabajo incluye, por ejemplo, jugar en Bolsa, dárselo a los pobres o —como ha hecho Pierre Cardin— comprar progresivamente todas las casas de un pequeño pueblo provenzal con la sola finalidad de dejarlas deshabitadas e iluminadas día y noche (y, como le respondía un periodista de Canal+ a un habitante de ese pueblo que lamentaba los efectos sobre la vida común de ese extraño antojo: “Pero, a fin de cuentas, ¡cada cual es libre de hacer con su dinero lo que quiere!”). Sin embargo, desde el momento en que se abandona el terreno puramente jurídico —el que privilegia, en última instancia, las relaciones de individuo a individuo—, para plantear la cuestión en el terreno político, moral o filosófico (dicho de otro modo, en el de la vida común), se debe constatar, muy al contrario, que existe siempre un vínculo muy preciso entre el enriquecimiento sin fin de una minoría y la precarización creciente de la existencia de la gran mayoría. (“El dinero llama al dinero”, esa es —y hoy más que nunca— la ley del capitalismo financiero). Y, por consiguiente, se debe constatar que existen claramente unos niveles de ingresos (por ejemplo, los de los dueños de Silicon Valley o el de las estrellas del fútbol moderno [6]) de los que puede decirse realmente que son objetivamente indecentes (igual que hay condiciones de vivienda y de trabajo que son objetivamente indecentes). Y eso no sólo porque ningún trabajo real podría justificarlos, sino también, y sobre todo, porque hacen imposible, o por lo menos muy problemático, todo sentimiento de vivir en el mismo planeta y, por ende, toda posibilidad de un mundo común (el hecho de que un número creciente de ricos decidan ahora ir a exiliarse a islas paradisíacas o a lujosas comunidades cerradas —las famosas gated cities de los Estados Unidos— constituye, además, la materialización más visible de esta “secesión de las élites” que analizaba Christopher Lasch hace ya casi treinta años). Ahora bien, este concepto orwelliano de “decencia común” (igual que el de sentido común) no puede, por definición, jugar papel alguno en las constituciones “axiológicamente neutras” —ya sean económicas, políticas o culturales— del liberalismo moderno. Se corre un gran riesgo, entonces, de confundir definitivamente el ideal de emancipación individual de un Proudhon, un Orwell o un Camus con el del marqués de Sade, Bill Gates o Jacques Séguélah. Pero esa es, desgraciadamente, una trampa que la intelligentsia de la izquierda contemporánea —pese a toda su insistencia en el primado de las cuestiones llamadas “sociétales“— parece cada vez menos capaz de evadir.

Al separar así la reivindicación de los nuevos derechos del individuo (algunos de los cuales son evidentemente legítimos, otros no, lo que implica que deba reflexionarse sobre ellos filosóficamente y caso por caso) de toda definición política, económica y moral de una vida común tan libre e igualitaria como sea posible (lo que invita igualmente a confundir, en última instancia, el reino de los individuos autónomos —el que debería buscar y favorecer siempre un proyecto socialista y libertario— y el de los individuos atomizados —el que alienta y crea a diario el sistema liberal—), resulta que se camina inevitablemente hacia un tipo de sociedad cuya ideología oficialmente “igualitaria” se desarrolla paradójicamente al mismo ritmo que el de las desigualdades sociales reales [7]. Y en la cual, la multiplicación indefinida de los nuevos “derechos” del individuo encuentra su único complemento práctico posible en una sumisión cada vez más marcada a las solas leyes del Mercado mundial, del derecho liberal abstracto y de la revolución tecnológica permanente. Una sociedad, en suma, en la cual —como lo escribía proféticamente Michel Clouscard— todo está permitido (ese es el principio del liberalismo cultural), pero en la que nada es posible (tal es efectivamente el principio del liberalismo económico: “No hay ninguna otra alternativa“).

 

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El problema es, pues, el siguiente —y es sobre el que están reflexionando hoy un número creciente de movimientos revolucionarios de los países del Sur (especialmente en América Latina) [8]—: ¿a qué nuevo lenguaje filosófico y político —capaz de asumir, a fin de cuentas, la instancia de la vida común y de distinguir así las libertades que refuerzan nuestra autonomía individual y colectiva de aquellas que incrementan nuestra atomización— se podría retraducir la defensa de las libertades cívicas fundamentales de tal manera que ese lenguaje no pueda volverse jamás contra los individuos y los pueblos, ni (lo que viene a ser lo mismo) pueda usarse en beneficio de un sistema fundado sobre la privatización continua de todos los valores y de todos los bienes que tienen la vocación de permanecer —o de llegar a ser— comunes? Marx había sin duda abierto una pista interesante cuando proponía distinguir, en El Capital, el “pomposo catálogo de los derechos humanos” —cuyo desarrollo es de suyo ilimitado [9]— de lo que podría ser, al contrario, una “modesta Carta Magna“.

Yo confieso ser lo suficientemente “nostálgico” como para creer todavía que no es ciertamente a base de seguir dando la espalda —tal como la izquierda lo viene haciendo desde hace más de treinta años— a lo que había de bueno y de fecundo en la tradición socialista, anarquista y populista del siglo XIX [10] como un trabajo así, hoy más indispensable que nunca, podrá tener la menor posibilidad de llevarse a cabo.

 

Notas:

1.- Los Indígenas de la República son una asociación política surgida en Francia en el año 2005 y transformada en partido político (PIR) en 2010. Se definen como antirracistas, antiimperialistas, antisionistas y descolonizadores. [N. del T.].

2.- Alain Supiot, La Gouvernance par les nombres: Cours au College de France (2012-2014), Fayard, Paris, 2015; Hachette Pluriel, Paris, 2020 (ed. ilustr.). [N. del T.].

3- Sobre Proudhon sigue siendo una obra magnífica e iluminadora la de Henri de Lubac, Proudhon et le christianisme, Seuil, Paris, 1945. Versión en español: Proudhon y el cristianismo, ZYX, Madrid, 1965. [N. del T.].

4.- En francés, GPA: gestation pour autrui. [N. del T.].

5.- Hay aquí un juego de palabras intraducible: dimanche es el nombre actual del domingo en francés. Pero manchedi se acomoda (simplemente cambiando el orden de las sílabas) a la fonética de los otros días de la semana en francés: lunedi, martedi, mercredi, etc. [N. del T.].

6.- Mark Hunyadi, La tiranía de los modos de vida: sobre la paradoja moral de nuestro tiempo, Cátedra, Madrid, 2015. [N. del T.].

7.- Véase Christopher Lash, The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy, W. W. Norton & Co., New York, 1996. Es el último gran ensayo de Lasch, publicado de forma póstuma en 1995 y traducido al español por Paidós en 1996: La Rebelión de las élites y la traición a la democracia. [N. del T.].

8.- Sade y Bill Gates son conocidos del público español. No así, quizás, Jacques Séguéla, publicista y farmacéutico francés, responsable de las campañas informativas para las elecciones de François Miterrand y Liones Jospin, entre otras personalidades, además de numerosas campañas para empresas. Decathlon y Evian le deben su desarrollo, y es un CEO del grupo Havas. [N. del T.].

9.- Sociétal (según Larousse, este volablo hace referencia a “los diversos aspectos de la vida social de los individuos, en cuanto constituyen una sociedad organizada”) es un término propio de la neolengua liberal que ofrece alternativa a social, palabra propia de las lenguas de la era precapitalista. Puesto que en español este neologismo no está en uso todavía, hemos optado por mantenerlo en el idioma original. [N. del T.].

10.- Esta última cita está en inglés en el original: There is no other alternative. Michel Clouscard (1929-2009) es un interesante filósofo marxista francés, crítico del mayo del 68 y creador de los conceptos de “liberalismo libertario” y de “capitalismo de la seducción”. [N. del T.].