El mundo cristiano celebra en estos días la gloriosa resurrección de Cristo, y diciendo celebra, decimos bien, porque la lección no es vivida ni asimilada por los que nos llamamos sus discípulos.

Para resucitar en Cristo antes tenemos que haber subido con Él al Calvario, haber padecido los azotes y la coronación de espinas, haber servido de mofa y de escarnio al populacho y haber sido perseguidos por los que se dicen defensores del orden, de la paz y de ]a justicia.

* * *

El cristiano ha de ganarse el derecho a la resurrección viviendo austeramente, dando trascendencia a todos sus actos, aun a los menos importantes, sabiendo buscar la verdad entre la maraña de mentiras organizadas, en medio de la confusión en que se vive, sabiendo seguirla con corazón recto y decidida entrega. Aunar en su persona las obras y la Fe como instrumentos al servicio de Cristo y de su Iglesia.

La resurrección es ciertamente gloriosa. Por eso los pasos que a ella llevan no son fáciles, ni cómodos, ni envidiables.

Todos estamos dispuestos a subir al Tabor o a estar presentes en la jornada triunfal de Jerusalén, pero muy pocos a humillarnos, a luchar en defensa de la justicia, a ser perseguidos, a vivir pobremente como la familia de Nazareth —no miserablemente—. La miseria es la negación misma de la dignidad de los hijos de Dios. Esta gran lección de Cristo es, en nuestros días, olvidada, ignorada, cuando no despreciada.

* * *

Desde hace dos mil años los católicos estamos viviendo de las «rentas» del capital acumulado por los méritos de la pasión de Cristo, no queriendo aportar nuestro esfuerzo personal decidido, cerrados en una labor egoísta.

La muerte se vence solamente con abundancia de vida; y la vida no se entiende de otro modo que con abundancia de obras, cumpliendo así aquel mandato: «Para que, viendo vuestras obras, alaben al Padre…».

Los humanos somos muy dados a querer vivir del esfuerzo ajeno, a cobrar inmediatamente irnos esfuerzos iniciales, una persecución, un sacrificio. Algo de lo que podamos presentar factura.

«La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos», decían, los apologistas, en los primeros tiempos de la Iglesia. Hoy, ¿qué podríamos decir? La sangre del cristiano amigo, del compañero, del hermano es —valga la frase— abono estupendo para nuestro desarrollo y encumbramiento social…

* * *

Queremos implantar el Reino de Dios a base de «resurrecciones» —asambleas multitudinarias, congresos, concentraciones, exhibiciones e inflación religiosa— en vez de hacerlo a base de una vida íntegra y honrada. El cumplimiento del deber cristiano es pospuesto al de fines partidistas.

Resucitar con Cristo es para todo cristiano vivir íntegramente y en su totalidad las veinticuatro horas de cada día, una vida honrada, santificada por la Gracia. Es saber renunciar a la posición de relumbrón, cuando desde allí no se sirve al pueblo ante todo y sobre todo. Es hacerse «todo a todos para ganarles a todos».

Un mundo como el actual, cerrado a toda idea de sacrificio y de renuncia, camina rápidamente hacia su descomposición total, porque el tejido nervioso que ha de unirlo y darle consistencia se encuentra carcomido por el individualismo, el egoísmo y el fariseísmo. Su mal es muy grave, porque ignora su enfermedad, porque no cree necesitar del consejo médico y de la medicación pertinente.

La lección de la resurrección es el eje en que han de centrarse todas las fuerzas para la implantación del Reino de Dios. Volver a una nueva vida auténtica y rotundamente cristiana, donde la austeridad no se considere flor de los tiempos difíciles, sino encarnación del diario vivir, viendo en ella el primer eslabón para llegar a alcanzar aquel Reino, luchando continuamente contra todas las tendencias tanto internas (personal y organizativamente) como externas, que no conduzcan a aquel fin. Desbordarse después en el sentido de la solidaridad consecuente con la visión del Cuerpo Místico; solidaridad y unión con todos, anteponiendo sus necesidades —las de los demás— a las nuestras, y ordenando la vida entera hacia este objetivo, para terminar con la incorporación del Mandamiento nuevo: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado»; he aquí algo sin lo cual la lección de Cristo resucitado no tiene más que un sentido puramente afectivo, pero sin trascendencia vital.

(Boletín, n.° 191)

 

Rovirosa militante cristiano pobre

https://solidaridad.net/rovirosa-militante-cristiano-pobre8693/

SUSCRIPCION AL BOLETIN SEMANAL DEL AULA DE DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA