HISTORIA de la Doctrina Social de la Iglesia

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

Hay quien piensa que la fuerza que mueve la historia son las ideas. Otros cre­en que son las religiones. Otros atribuyen todo a la economía. Otros achacan es­te poder al amor, al deseo de poder, a la lucha de clases…

 

Sin duda cada uno de estos factores tiene importancia y ninguno es exclusi­vo. Y nadie duda, además, que los cambios tecnológicos han sido un factor fun­damental en la historia y recibir un terruño, que le hacía, modesta, pero real­mente, propietario también a él.
El artesano, una vez que comenzaba su vida laboral como aprendiz, podía ir subiendo en el escalafón y llegar a ser oficial y, algunos, maestros. Pero la industrialización creó un tipo humano nuevo: el «patrón», o el «fa­bricante», el empresario de hoy. Para serlo eran necesarios unos conocimien­tos técnicos, unas relaciones, una capacidad económica y una audacia que le separaron abismalmente del «proletario», el otro tipo humano creado por la re­volución industrial. Se le llama así porque su fuerza principal es su prole, sus hijos.
El proletario se encontró en la parte inferior de la pirámide social y el tiempo le fue descubriendo, paulatina y gradualmente, que ése sería también el destino de sus hijos y de los hijos de sus hijos, que no era fácil en este mun­do industrial su promoción.
A todo esto podemos y debemos añadir algo mucho más visible y conoci­do: los horarios y condiciones de trabajo esclavizantes, el hacinamiento en viviendas sin higiene ni confort, enclavadas en barrios insalubres —los suburbios, cinturones de las grandes ciudades, a los que afluye un éxodo rural—, la ausencia allí de escuelas para sus hijos, etc. Todo ello contribuye a perpetuar su situación. Pero lo peor de la industrialización para el pro­letario no son las llamativas condiciones infrahumanas en que vive y traba­ja, sino la imposibilidad de salir de esa situación, en la que se ven enca­denados él, sus hijos y los hijos de sus hijos.
Realmente la industrialización cambió la condición de los obreros, a peor. Por eso, respecto a la cuestión social, hay un antes y un después, divididos por la revolución industrial. La industrialización planteó de forma distinta el an­tiguo mal social —la desigualdad hiriente en las condiciones de trabajo y de vida dentro de una sociedad— que ha existido prácticamente siempre, como la conciencia de su existencia y, sobre todo, la voluntad de remediarlo. Es precisamente por su envergadura —el paso de la sociedad agrícola a otra in­dustrial, con sus nuevas condiciones de vida— por lo que comienza entonces a hablarse de problema social o de cuestión social.  En España este paso se da también durante el siglo XIX. en el desarrollo de la humanidad. El arado y las téc­nicas de cultivo de la tierra provocaron el inicio de la «ola agrícola» y de la vida sedentaria. Luego vinieron la rueda, el eje, la red, la polea… En el siglo XVIII la máquina de vapor da comienzo a la «ola industrial»: comienza la primera re­volución industrial, la industrialización. Más tarde, la electricidad, la microe­lectrónica, el ordenador, la telemática, etc. están alumbrando un mundo nuevo.
La aplicación de la máquina de vapor a la producción supuso una revolu­ción: la revolución industrial. Significó «domesticar» la fuerza motriz, poder disponer de ella dónde y cuándo se desee, con independencia de los factores na­turales. Poder producir más cantidad, con más rapidez y mejor calidad, con menor esfuerzo humano… Se creó un nuevo centro de producción: la fábrica. Y és­ta se convirtió en el centro de un remolino de consecuencias insospechadas.
Todos los avances técnicos han provocado en su tiempo cambios sociales, políticos y económicos. La agricultura hizo posible la vida sedentaria y favore­ció el gobierno monárquico.

¿Cuáles han sido los efectos de la industrializa­ción?

Son muchos y variados. Ahora se pretende recordar algunos:

⦁  Ciertamente se aumenta de forma insospechada la producción. Esto exige la crea­ción de redes de distribución de los productos, que a su vez requiere un empleo mayor de carburantes para el transporte, una red de comunicaciones mejor y el es­tablecimiento de agencias de distribución de productos y de comercialización. Pa­ra que se consuma lo que se va produciendo es necesaria la publicidad que cam­bie los hábitos de los posibles consumidores.
⦁  Desde el punto de vista financiero, la nueva forma de producción va exigiendo ca­da vez más capital. Entran en escena las entidades financieras, los bancos y la con­centración de capital y poder económico, muy pronto supranacional.
⦁  La obtención de materias primas y el vertido de residuos van cambiando lenta­mente el equilibrio medioambiental. Con el tiempo surgirá el problema ecológico.

En pocas palabras, la industrialización permite obtener —más rápidamente y con mayor calidad— bienes que satisfacen las necesidades de la sociedad, au­menta la renta real de todos —aunque no en igual medida, pero sí en términos reales para todos, capitalistas y proletarios— y permite, por eso, una mayor de­manda y un ritmo renovado de crecimiento económico. Más adelante recorda­remos que esta revolución tecnológica y económica se vio acompañada por transformaciones políticas y sociales, mutuamente implicadas con la industria­lización. Pero antes urge señalar el impacto de la revolución industrial en lo que llamamos la cuestión social.

La cuestión social tras la industrialización. ¿Cuál es la novedad que aporta la industrialización al planteamiento de la cuestión social?

Se conocen sus efectos más llamativos:
⦁  La máquina sustituye al hombre y provoca inicialmente desempleo: una máquina realiza el trabajo de varios artesanos y en menos tiempo.
⦁  La instalación de fábricas en las ciudades provoca un éxodo del campo a la ciudad y da origen al nacimiento de los suburbios, en los que se hacinan en poco espacio fa­milias numerosas sin infraestructura higiénica, ni escuelas, ni servicios.
⦁  La jomada laboral se prolonga hasta 16-18 horas sin condiciones de seguridad; se emplean como mano de obra mujeres y niños, etc.
Nace así una nueva clase social, el trabajador industrial, obrero, o proletario. Respecto a los derechos políticos, el Nuevo Régimen no cambió las condiciones en esta nueva clase social: continuó sin derechos —como en el Antiguo Régimen aunque ahora de forma más llamativa pues otras clases los tienen ya. To­do esto es bien conocido. Pero pasa más desapercibida la principal novedad: la estabilización de la nueva clase proletaria, su imposibilidad de cambio.
Antes de la industrialización, los trabajadores eran mayoritariamente o jor­naleros (trabajadores del campo) o artesanos (trabajadores manuales). En ambos casos su vida era generalmente dura, pero ofrecía algunas posibilidades de pro­moción. El jornalero, tras varias generaciones de servicio a sus amos —los due­ños de la tierra— podía recibir un terruño, que le hacía, modesta, pero real­mente, propietario también a él. El artesano, una vez que comenzaba su vida laboral como aprendiz, podía ir subiendo en el escalafón y llegar a ser oficial y, algunos, maestros.
Pero la industrialización creó un tipo humano nuevo: el «patrón», o el «fa­bricante», el empresario de hoy. Para serlo eran necesarios unos conocimien­tos técnicos, unas relaciones, una capacidad económica y una audacia que le separaron abismalmente del «proletario», el otro tipo humano creado por la re­volución industrial. Se le llama así porque su fuerza principal es su prole, sus hijos. El proletario se encontró en la parte inferior de la pirámide social y el tiempo le fue descubriendo, paulatina y gradualmente, que ése sería también el destino de sus hijos y de los hijos de sus hijos, que no era fácil en este mun­do industrial su promoción.
A todo esto podemos y debemos añadir algo mucho más visible y conoci­do: los horarios y condiciones de trabajo esclavizantes, el hacinamiento en viviendas sin higiene ni confort, enclavadas en barrios insalubres —los suburbios, cinturones de las grandes ciudades, a los que afluye un éxodo rural—, la ausencia allí de escuelas para sus hijos, etc. Todo ello contribuye a perpetuar su situación. Pero lo peor de la industrialización para el pro­letario no son las llamativas condiciones infrahumanas en que vive y traba­ja, sino la imposibilidad de salir de esa situación, en la que se ven enca­denados él, sus hijos y los hijos de sus hijos.
Realmente la industrialización cambió la condición de los obreros, a peor. Por eso, respecto a la cuestión social, hay un antes y un después, divididos por la revolución industrial. La industrialización planteó de forma distinta el an­tiguo mal social —la desigualdad hiriente en las condiciones de trabajo y de vida dentro de una sociedad— que ha existido prácticamente siempre, como la conciencia de su existencia y, sobre todo, la voluntad de remediarlo. Es precisamente por su envergadura —el paso de la sociedad agrícola a otra in­dustrial, con sus nuevas condiciones de vida— por lo que comienza entonces a hablarse de problema social o de cuestión social.  En España este paso se da también durante el siglo XIX.