Siete palabras 2023

 

Sermón de las Siete Palabras

Viernes Santo, 7 de abril de 2023

Introducción:

De nuevo en este lugar, de nuevo Viernes Santo. Un acontecimiento ya eterno, ocurrido en la historia, emerge, una vez más, ante nosotros.

Permitidme que del baúl de lo eterno saque diversas piezas: el monte Calvario y otros montes, el Sinaí, el monte de las bienaventuranzas y el monte de la transfiguración. Vamos a proclamar y comentar Siete Palabras, pronunciadas por Jesús en el Monte Calvario, pero también haremos resonar alguna de las Diez Palabras entregadas por Yahveh a Moisés en el Sinaí, entremezcladas con el Pregón de la novedad que Cristo proclama en el monte de las bienaventuranzas. Siempre iluminados por el rostro glorioso que Cristo ofrece en el monte Tabor.

En el monte Calvario hay un árbol, el de la cruz y nosotros queremos invitar a acercarse a esta Plaza Mayor vallisoletana a otros dos árboles, que aparecen en el paraíso en el relato original y que nos acompañan en nuestra experiencia: el árbol del conocimiento del bien y del mal y el de la vida. Es más, el árbol de la cruz cura y restaura las consecuencias de querer “ser como dioses” y comer del árbol de la autonomía, y es el nuevo y eterno árbol de la Vida del que, ahora sí, podemos comer.

Siete Palabras, Diez Palabras, en medio de tantas palabras, en el silencio de esta mañana vallisoletana con el rumor de la ciudad al fondo. Palabras en una época, como ya decía Heidegger, en la que la devastación del lenguaje se extiende velozmente por todas partes. El deterioro del valor de la palabra nace de una amenaza contra la esencia del hombre y es la consecuencia del proceso por el que el lenguaje, bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va cayendo de modo casi irrefrenable fuera de su elemento: ser la casa de la verdad del ser. El lenguaje se abandona a nuestro mero querer y hacer, a modo de instrumento de dominación sobre lo que es. Hoy las palabras, en redes y pantallas, dejan de ser representación de la realidad, para convertirse en instrumento de la voluntad de poder o de lo políticamente correcto. Así parece casi imposible imaginar siquiera la verdad del ser, lingüística o real, porque una y otra han sido sustituidas por el discurso.

Y rodeados de Palabras, montes y árboles estamos nosotros, frágiles peregrinos en la historia. A un adulto no se le debe pedir que represente el ideal de la vida moral, y mucho menos de una vida realizada, sino que dote de peso a su propia palabra, lo que significa, en primer lugar, asumir todas las consecuencias de sus palabras y de sus actos. Un adulto no está obligado a encarnar ideal de perfección alguno, pero sí está obligado a dar peso simbólico a su propia palabra. Y esto significa, -padres ante vuestros hijos, políticos ante los ciudadanos, pastores ante la comunidad cristiana-, mostrarnos como dependientes de una ley -la ley de la palabra- que está por encima de nosotros. Si esto ocurre con nuestras propias palabras, qué decir si la Palabra pronunciada, acogida o esgrimida en las relaciones o en la plaza pública, es la de Dios.

Hemos de dejar que las Siete Palabras purifiquen las nuestras y sean ofrecidas en rescate de otras a las que tantas veces se ha robado su significado. Así podremos intercambiar nuestras palabras en la casa, en la calle o en el ágora, en un ejercicio de diálogo genuinamente político, es decir, con capacidad para recomponer las diferencias particulares por el bien común de la polis. Cuando esto no ocurre, el hogar familiar, la vida ciudadana y el ágora económico, cultural y político, se transforman en un frenético ruido o en drama de adolescentes.

Cristo, gracias aún, gracias, que aún duele tu agonía en el mundo, en tus hermanos.

Que hay hambre, ese resumen de injusticias; que hay hombre en el que estás crucificado.

Gracias por tu palabra que está viva, y aquí la van diciendo nuestros labios; gracias porque eres Dios y hablas a Dios de nuestras soledades, nuestros bandos.

Ia Palabra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lucas, 23, 34)

Resuena la gran novedad del Sermón del Monte: “Habéis oído que se dijo: ‘ojo por ojo diente por diente’. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.

Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Pero yo os digo amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?” (Mt 5, 38-47)

Benedicto XYI decía que esta página evangélica se considera la Carta Magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal, sino en responder al mal con el bien, rompiendo de este modo la cadena de la injusticia.

Perdónalos, porque no saben. En todos los tiempos coexisten saber e ignorancia, avances en el conocimiento material y la profunda falta de sabiduría moral y de significado de la existencia. En nuestra época, de gran crecimiento material y conocimientos científicos, resalta con especial fuerza el no saber, a pesar de creer que todo se conoce. No sabemos cómo alcanzar una vida lograda y aparece el “malestar de nuestra época”, con búsquedas y propuestas de salvación.

Ya en el monte Calvario se reclamaba salvación sin saber que estaba aconteciendo ante sus ojos. Escuchemos unas voces que allí se oyen:

Los magistrados: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios”. Los soldados: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.

Los sumos sacerdotes: “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos”.

Los que pasaban lo injuriaban meneando la cabeza y diciendo: “Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en cinco días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.”

“Sálvate a ti mismo”, si eres Dios, decían todos aquellos hombres de un universo creyente, que intuían que la salvación solo podía venir de Dios. Pero en esta época, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Escuchemos al papa Francisco: “El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.” (Lumen Fidei 3)

Pero la búsqueda continúa. Recordad que nos acompaña el árbol del conocimiento del bien y de mal y que sigue susurrando la voz del tentador: si coméis del fruto del árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal. Desde el origen, hombres y mujeres hemos decidido conocer y decidir el bien y el mal. El tiempo moderno lo ha hecho de tal manera, -autonomía, independencia, derecho a decidir, autodeterminación-, que la hartura está provocando indigestión.

El paradigma tecnocrático, dominante en el mundo de la economía globalizada, ofrece su propia receta. Precisa de una antropología y una cultura que hagan juego con sus proyectos. Por ello, se van extendiendo, en singular alianza entre las nuevas formas de capitalismo y el progresismo cultural, en parte heredero de “mayo del 68”, propuestas antropológicas y de estilos de vida convergentes con las necesidades de producción y consumo, pero, sobre todo, con los grandes desafíos que supone la cuarta Revolución Industrial y sus asombrosas novedades tecnológicas.

Las luces modernas de la razón y la moral kantiana han mostrado sus límites para ofrecer una vida lograda. El sentimiento y la voluntad de poder han reclamado su oportunidad en la plaza pública. El mal y el sufrimiento continúan en medio de la fiesta de la vida. Quizá sea tiempo de afirmar, como buena noticia, que todo es relativo y nada tiene consistencia, pues esta perspectiva deja abiertas todas las posibilidades al poder autónomo del individuo, sí, pero también al Poder, que como los emperadores romanos, dicta su “evangelio” por el que quiere instaurar su “pax global”. Nihilismo – doctrina filosófica y experiencia vital que considera que al final todo se reduce a nada, y por lo tanto nada tiene sentido- es, ante todo, la consecuencia inevitable de una presunción antropocéntrica, por la que el hombre sería capaz de salvarse por sí mismo. Aparecen respuestas violentas o de populismo simplificador. Muchos se sienten disueltos en un dualismo de cuya amargura tratan de escapar con imágenes tomadas del mundo oriental o de diversos espiritualismos del occidental en el que subyace, en el fondo, un ideal panteísta.

Con una consecuencia muy relevante, estas dos teorías y posturas -nihilismo y panteísmo- dictan muchos de los comportamientos actuales; conforman la mentalidad común generalizada, incluso en el interior de las comunidades cristianas. Una y otra, con todas sus consecuencias, se refuerzan y tienen un punto de encuentro común: la confianza en el poder y la codicia de cualquier manera o versión de ese poder. Los hombres ceden al poder porque solo ahí -a nivel de afirmación del individuo y del orden establecido por el Estado- pueden encontrar una consistencia y una forma que de por sí no tendrían. Tanto el panteísmo como el nihilismo destruyen al hombre como persona y le quieren reducir a individuo desvinculado o a miembro anónimo y sin rostro de una identidad utilizada ideológicamente por el Poder.

El indigenismo, los nacionalismos, las corrientes identitarias, étnicas o de orientación sexual o cualquier otra expresión del pensamiento woke, mezclan reivindicaciones legítimas, con propuestas emotivistas y de deconstrucción antropológica e histórica para construir relatos marcados por el enfrentamiento y luchas de poder que debilitan el orden institucional vigente y lo hacen cada vez más débil ante los enormes poderes económicos. Éstos, con su inmensa capacidad tecnológica para generar opiniones y sentimientos, favorecen el proceso y obtienen beneficios.

Todo ello nos encierra en un no saber y en una perplejidad. Se entroniza la autonomía desvinculada, aparecen los desajustes muchas veces en forma de odio y violencia, y se

desconoce el perdón. Se promueve una sociedad al mismo tiempo libertina y puritana en la que no cabe el perdón. El Señor de la cruz nos ofrece el perdón y nos justifica. El perdón nos despierta y levanta y nos invita a la recuperación del rostro en medio de tantas identidades.

En el Calvario, con sus palabras, Jesús ora y nos recuerda la oración que enseñó en el monte de las Bienaventuranzas.

Padre nuestro, perdona nuestras ofensas
Introduce tu perdón en tantos enfrentamientos cotidianos.

Que el perdón adquiera categoría social y política
en la resolución de los conflictos, en la justicia restaurativa,
en la presión moral no-violenta.

Que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza.

Inspíranos el gesto y la palabra oportuna para abrir sendas de reconciliación y de paz.
Que el perdón nos haga gritar contigo: ¡no matarás!

2a Palabra: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».

Todos buscamos desesperadamente a alguien que nos diga con su mirada: “tú no morirás”, tú no estás destinado a la nada. ¿Qué no daríamos por encontrarlo?

La incertidumbre de la nada en la que estamos destinados a vivir es una tendencia transversal: en nosotros y en la sociedad, en el mundo laico y en los ámbitos eclesiásticos, en las ideologías progresistas y en las reaccionarias, en las prácticas amorales y en las actitudes moralistas de la existencia. El hilo conductor es la dolorosa advertencia que nuestra naturaleza lleva dentro como ley insuperable, la de acabar y basta. No hay un sentido último en la naturaleza, solo una necesidad que habrá que gestionar como se sepa y soportar como se pueda. No es extraño que reaparezca un nuevo estoicismo elitista, como en Roma, en el final de la República y principalmente bajo el Imperio. El estoicismo y el epicureismo intentaron desmovilizar políticamente a los miembros de la Ciudad, a fin de dejar el campo libre a los gobernantes distantes de sus bases. Encontramos estas características en tantos proyectos actuales de gobierno: poder concentrado, distante, inasequible; hombres y mujeres exaltados en su individualidad y su hedonismo, pero apartados de la participación política.

En este ambiente estalla, sobre todo en los jóvenes, el conflicto entre el deseo de felicidad y la competición social en un campo de juego económico y cultural que excita el deseo, pero que no logra satisfacerlo. Este vértigo de deseo-competición y exclusión es algo que roba el oxígeno para respirar y provoca que se busquen adicciones consoladoras y numerosos disfraces culturales, tanto en la política como en el arte, en la economía o en la religión.

Como señala Julián Carrón en La belleza desarmada: “Si no percibimos su significado,
la realidad no nos conmueve, no puede resultarnos verdaderamente interesante. Esta

actitud termina en el aburrimiento, la nostalgia y la desilusión porque ya nada despierta el interés del yo. Pensábamos que la realidad podía seguir resultando atractiva incluso sin significado, reducida a mera apariencia, y que todos, especialmente los jóvenes podían seguir interesándose por vida, sin la comunicación de una hipótesis de significado, pero esto no ha sucedido. Al contrario, aparece un humus donde se cultiva, por un lado, la explosión agresiva del deseo en experiencias vertiginosas y adictivas o en formas de violencia que no dejan de asombramos, o por otro, se produce un colapso del deseo y de la curiosidad en formas nuevas o antiguas de melancolía y desánimo. Solo quien consiga rescatar al yo de esta astenia podrá ofrecer una contribución a la situación dramática en la que nos encontramos”.

El Poder ofrece un nuevo inicio en el impenitente deseo de edificar el paraíso en la tierra: construir un sujeto que transcienda sus limitaciones, para lo cual el cuerpo es solo material de trabajo; construir la historia desde los intereses del presente y construir también nuevas identidades sociales y políticas. Para todo ello es necesario “deconstruir” la persona, el matrimonio y la familia, la historia de los pueblos e incluso su identidad nacional. Las ideologías radicales de género son una referencia clave en este proceso de destrucción y construcción, sobre todo sus últimas expresiones “queer” o de “sexo y género fluido o “no normativo”. El cuerpo tiene que dejar de ser referencia o límite en propuestas ideológicas que han llegado a los Parlamentos para convertirse en nuevas y exigentes normas. Ideologías que seducen en nombre de una libertad ilimitada, aterrizan en propuestas asfixiantes que quieren regular todos los aspectos de la vida y de la conciencia.

Todos buscamos desesperadamente a alguien que nos diga con su mirada: “tú no morirás”, tú no estás destinado a la nada. ¿Qué no daríamos por encontrarlo?

Al lado del Señor, otros dos crucificados, uno se burla y se queja: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. El otro gime: Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Su mirada se cruza con la de Jesús y éste le dice:       no  morirás;   hoy estarás

conmigo en el paraíso.

El paraíso o Reino de Dios a veces se ha identificado con el progreso en este mundo y en este tiempo. El paraíso desborda el espacio y el tiempo, germina aquí y ahora, pero su plenitud no es de este mundo. Este coloquio entre historia y vida eterna es muy importante para caminar al mismo tiempo comprometidos y libres, empeñados en la acción y esperanzados. Este diálogo entre escatología e historia permite atravesar esterilidades y fracasos sin dejar de sembrar y de comenzar de nuevo.

Padre nuestro, ¡venga tu Reino!

Permítenos estar contigo, tu presencia renueva todas las cosas
y nos hace descubrir el significado de nuestra vida.

Tu mirada nos ofrece un amor eterno
y tu cuerpo llagado nos regala un amor concreto y salvador.

Que venga tu Reino, pues pretendiendo edificar paraísos hemos construido infiernos.

Maranata, rescátanos del infierno de la soledad
¡Míranos!, tu compañía es el paraíso.

3a palabra: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! [Luego dijo al discípulo] ¡Ahí tienes a tu madre!» (Juan, 19, 26-27).

Mujer. Resuena con fuerza esta palabra que ya ha parecido en el libro del Génesis, cuando el Creador la presenta a Adán. Es el mismo término que Jesús había usado en las bodas de Caná (cf. Jn 2,4). Las dos escenas quedan así relacionadas una con otra. Caná había sido una anticipación de la boda definitiva, del vino nuevo que el Señor quiere ofrecer. Sólo ahora se hace realidad lo que entonces era únicamente un signo precursor de lo que estaba por venir. La mujer, María, es figura de la Iglesia, aquella que es encomendada al discípulo, que ha de cuidarla como el esposo lo hace con la esposa, como el hijo lo hace con su madre. María, la iglesia, es virgen, esposa y madre, una mujer llamada a dar a luz continuamente a Cristo con dolor, y amenazada siempre por la presencia del dragón que quiere arrebatar al “hijo de la mujer”, como nos narra el libro del Apocalipsis.

Al pie de la cruz aparecen así una serie de vínculos, madre-hijo, discípulo-maestro, esposa-esposo, que nos hablan de nuestras experiencias más elementales: somos hijos, hermanos, esposas, madres, padres, esposos. Formamos un tejido de personas vinculadas y son los vínculos los que nos permiten ser, expresarnos, transmitir la vida, permanecer en el tiempo. En este coloquio de las palabras que os proponía al principio, hoy los vínculos soportan la sospecha de empequeñecer la libertad. Discípulo o hijo, que hablan del reconocimiento de autoridad y paternidad tampoco gozan de buena salud; incluso la palabra mujer está sometida hoy a discusión y autodeterminación.

Al pie de la cruz en el monte Calvario, escuchando otra palabra que nos viene del monte Sinaí: “honrarás a tu padre y a tu madre”, os propongo reflexionar sobre un nuevo término que está en la plaza pública y que expresa un rasgo de la cultura actual: “empoderamiento”.

Esta palabra, de actualidad en la “neolengua” de la cultura dominante, es traducción del vocablo inglés empowerment. Surge, sobre todo, en los estudios de género y luego se extiende a diversos grupos identitarios. Empoderar es conceder poder a un colectivo desfavorecido, para que mediante su autonomía y los recursos públicos que se le ofrezcan, mejore sus condiciones de vida.

En la tradición de la acción social de la Iglesia y de gran parte del movimiento obrero, la expresión a la que “empoderamiento” quiere sustituir, quizá sin saberlo, es promoción. Promocionar en la acción cultural y social busca salir al paso del asistencialismo. Éste quiere paliar los efectos de las situaciones de injusticia, desigualdad o retraso en la participación de los logros sociales con ayudas dirigidas a las consecuencias, pero sin abordar las causas, ni favorecer el crecimiento personal de los afectados. Pongamos como ejemplo la situación del desempleo. Ante esta falta de empleo se puede buscar la solución

de ayudas, subvenciones o rentas, o bien, promover la creación de puestos de trabajo o de actividades remuneradas en favor del bien común, que ayuden a desarrollar las capacidades de la persona y sean verdadero cauce de promoción personal y social.

El empoderamiento, en el actual momento de elogio de diversidades e identidades, donde el deseo quiere convertirse en ley y se consagra “el derecho a tener derechos”, acentúa una lógica de enfrentamiento, pues, al leerse la autonomía o los derechos en clave del poder otorgado, el otro siempre aparece como una potencial amenaza o rival para desarrollar el poder concedido y nunca plenamente detentado. La promoción, por el contrario, parte de lo que la propia persona ofrece en el crecimiento de sus capacidades y cualidades, incluye la colaboración con otras personas para, juntos, incidir en la necesaria transformación institucional, para que la promoción incluya todas las dimensiones de la persona en sociedad.

La promoción tiene un punto de arranque primordial, la promoción de conciencia. El ayudarnos unos a otros a descubrir la radical dignidad, la condición compartida de ser libres, iguales y hermanos en un pueblo. La conciencia es también conciencia histórica y de significado de la existencia. El empoderamiento pone más el acento en la ideología como bandera reivindicativa del poder. En palabras del papa Francisco, la promoción sabe que el tiempo es superior al espacio, mientras que el empoderamiento busca la conquista de espacios en el menor tiempo posible. La promoción ama los procesos, el empoderamiento las conquistas.

El camino de la promoción parte de la realidad que es preciso discernir. El empoderamiento insiste en el combate de ideas y fuerza la mirada sobre la realidad para que responda a la interpretación ideológica previa a la escucha de lo que los hechos revelan.

En definitiva, detrás de la promoción hay una concepción del sujeto como persona, que se recibe como don, es relacional e histórica. El empoderamiento hace el elogio del individuo autónomo, eslabón de una identidad. Son concepciones antropológicas distintas, que suponen también una visión diferente de la pertenencia a un pueblo y del bien común.

El ideal supremo del empoderamiento es superar lo humano y los límites de la naturaleza con el poder de la tecnología para llegar a “ser como dioses”. El ideal de la promoción, desde la perspectiva cristiana, es la “divino-humanidad” con la ayuda de la gracia y el camino de la humildad, la pobreza y el sacrificio.

Al pie de la cruz, el pequeño discípulo y la mujer son promocionados, descubren su vocación, son llamados a la acogida mutua y al servicio. La cruz, signo eminente de entrega de la vida y de sacrificio por los demás, es la singular plataforma de promoción que se ofrece a Juan y a María, y en ellos a la Iglesia, a los pobres y a todos nosotros.

La Iglesia vive hoy un camino sinodal que tiene como uno de sus principales acentos promocionar a los laicos, llamarles a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia. Si la promoción es solo leída en clave de poder, seguramente la comunión será difícil y la misión estéril, pues no ofrece novedad a un mundo ciego por la conquista del poder de unos y la exclusión de las mayorías.

María y el pequeño Juan al pie de la cruz nos animan a conformar nuestra vida con el misterio de la cruz del Señor y a amar la cruz concreta que cada uno de nosotros llevamos, para que se transforme en una llave que abre rincones ocultos del corazón y que realiza en nosotros la singular promoción de la santidad.

Padre, no nos dejes caer en la tentación del individualismo que nos encierra
ni del poder que nos enfrenta y separa.

Haznos descubrir que los vínculos no disminuyen la libertad.

No nos dejes caer en la tentación de anular las diferencias
que hacen posible la fecundidad.

Líbranos del uniformismo que borra los rostros y
concédenos la armonía que nos hace crecer.

4a Palabra: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». – ¡Eli, Eli! ¿lama sabactani? (Mateo, 27, 46) – (Marcos, 15, 34).

Es un gemido dramático el que realiza Jesús en este momento final de su vida. Pero como nos dice Joseph Ratzinger-Benedicto XYI en Jesús de Nazaret: “No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios. Lleva ante el corazón de Dios mismo el grito de angustia del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Se identifica con el Israel dolorido, con la humanidad que sufre a causa de la «oscuridad de Dios», asume en sí su clamor, su tormento, todo su desamparo y, con ello, al mismo tiempo los transforma.”

En la historia de la pasión, Jesús desciende primero al inframundo de la crueldad y la violencia humanas, y luego a infiernos más hondos, para acabar en el abismo más profundo del abandono, el de Dios mismo. En la devoción popular es evidente el respeto por las heridas infligidas al cuerpo de Jesús, pero no podemos olvidar la herida más profunda, la del corazón, expresada con una pregunta llena de dolor: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?.

La amenaza más grave en los momentos existenciales de crisis, cuando sentimos miedo y sensación de abandono, con momentos de dolor, profunda tristeza, peligro y sufrimiento de todo tipo, es experimentar la enfermedad mortal de la desesperación y pérdida del sentido de la vida. Necesitamos conciencia del significado de la vida, así como del aire, de la comida y del agua. En la oscuridad interior y la desorientación no podríamos vivir mucho tiempo. Desde tiempos inmemoriales se ha pedido a la religión y a la filosofía

ayuda para elaborar e integrar eventos nuevos y desconcertantes a los que el hombre necesita dar un nombre y un lugar en su imagen del mundo y en su interpretación de la vida.

La voz potente de Jesús agudiza nuestro oído, nos permite poder escuchar un rumor creciente que parece dar la vuelta a su gemido. Dios ha sido abandonado, pero, arrojado por la puerta, parece querer volver a entrar por la ventana en forma de nostalgia de lo divino y de salvación. El hombre que ha abandonado a Dios o que vive como si Dios no existiera no goza de buena salud ni acaba de encontrar su sitio. Pasado el teocentrismo, parecía que el hombre iba a ser definitivamente el centro de lo creado en etapa de humanismo y humanización crecientes. Sin embargo, nos hemos dado de bruces con el posthumanismo. Una cierta nostalgia de lo divino atraviesa el camino de las nuevas ideologías transhumanistas. Primero, para negar la existencia de Dios y de todo fundamento no mecanicista de lo creado, después, para aparecer como propuesta de nueva humanidad. Es una iniciativa que enlaza con el Evangelio -la humano-divinidad que la Trinidad nos ofrece- al mismo tiempo que le niega, pues afirma la posibilidad de “ser dioses sin Dios”. Desaparecido Dios del centro de la vida, el hombre no logra mantenerse en ese lugar al que ha sido invitado por la más vieja de las propuestas: “seréis como dioses”.

Lucha con otras especies, pues el animalismo y especismo le ha reducido a uno más entre la lista de los animales, y quiere encontrar una nueva alianza con las máquinas inteligentes, a las que ve como amenaza y oportunidad. Aparecen así las corrientes transhumanistas, que, en su expresión última, quieren ofrecer una propuesta de salvación secularizada: “la muerte de la muerte” y el “hombre exponencial”, ciborg, fruto de la alianza entre hombre y máquina. Nueva especie, cada vez más sujeto espiritual -lleno de información- cuyo cuerpo pretende ser sustituido progresivamente por implantes y trasplantes de inéditos artilugios tecnológicos. Los estudios de género, devenidos en ideologías de poder, en realidad no hacen otra cosa que preparar el terreno a este verdadero “nuevo hombre”, indispensable para el “nuevo orden” que asegure el pasarlo bien y la convivencia.

La mirada sobre el contexto cultural y social y la visión que nos ofrece la Palabra de Dios y el Magisterio, nos sitúan como Iglesia que, a pesar de su pequefiez y miserias, se reconoce enviada por el Señor a anunciar la Buena Nueva a nuestros contemporáneos. Somos los testigos de Jesucristo en la sociedad española del siglo XXI. Nuestros conciudadanos necesitan llenar su vida de sentido, de esperanza, de amor; en definitiva, de Dios. A veces lo explicitan y otras veces no, pero están sedientos de sentido, compañía y plenitud que sólo Dios puede ofrecer.

El mensaje central que hemos de comunicar hoy es que Dios existe. Afirmar que Dios existe y es bueno creer en Él. Anunciar que Dios nos ha manifestado su rostro en Jesucristo. Y su presencia nos ayuda a comprender mejor la realidad, pues forma parte de la misma como su principio y fundamento. La presencia de nuestro Dios encamado, que

se manifiesta en la historia, nos ayuda a interpretarla mejor y a colaborar en los pasos adelante de la propia vida histórica de los pueblos. El hombre es “capaz de Dios” y Dios ha querido salir al encuentro de cada persona. La Iglesia ha de ser “tienda de campaña” que facilite este encuentro, y “hospital” que acoja a las víctimas del abandono.

Las búsquedas permanentes del corazón humano hablan de su insaciable inquietud. Incluso “los nuevos derechos”, esos que el progresismo cultural promueve, hemos de reconocer que nacen de exigencias profundamente humanas. La necesidad afectiva, el deseo de maternidad y paternidad, la solución al dolor y a la muerte, la búsqueda de la propia identidad y de sentido… Cada uno de estos pretendidos nuevos derechos, que tantas veces nos parecen rechazables, hunden sus raíces en el tejido más profundo de cada existencia humana. Por eso tienen atractivo. Y la Iglesia tiene un anuncio bueno que hacer: que los vínculos no disminuyen la libertad y el amor la ensancha. Y que, cuando se produce un desposorio entre libertad y amor, misteriosamente surge la alegría, aun sin buscarla. Incluso las diversas corrientes “trans” encierran, seguramente sin saberlo sus ideólogos -una vez más no saben-, una secreta intuición, estamos llamados a la divino- humanidad, llamados a ser como Dios, pero con Dios, en Dios y gracias a Dios.

Hemos de hacer este anuncio con audacia y esperanza. Dios nos sale al encuentro, la fe en Dios es razonable y el corazón humano está inquieto y con sed.

Pero ¿cómo despertar la pregunta sobre Dios, para que sea la cuestión fundamental? Unas palabras de Benedicto XVI en su discurso al Pontificio Consejo para los Laicos, de 25 de noviembre de 2011, nos iluminan:

“La cuestión sobre Dios se despierta en el encuentro con quien tiene el don de la fe, con quien tiene una relación vital con el Señor. A Dios se lo conoce a través de hombres y mujeres que lo conocen: el camino hacia él pasa, de modo concreto, a través de quien ya lo ha encontrado. Aquí es particularmente importante vuestro papel de fieles laicos… Estáis llamados a dar un testimonio transparente de la importancia de la cuestión de Dios en todos los campos del pensamiento y de la acción. En la familia, en el trabajo, así como en la política y en la economía, el hombre contemporáneo necesita ver con sus propios ojos y palpar con sus propias manos que con Dios o sin Dios todo cambia.

Pero el desafío de una mentalidad cerrada a lo trascendente obliga también a los propios cristianos a volver de modo más decidido a la centralidad de Dios. A veces nos hemos esforzado para que la presencia de los cristianos en el ámbito social, en la política o en la economía resultara más incisiva, y tal vez no nos hemos preocupado igualmente por la solidez de su fe, como si fuera un dato adquirido una vez para siempre. En realidad, los cristianos no habitan un planeta lejano, inmune de las «enfermedades» del mundo, sino que comparten las turbaciones, la desorientación y las dificultades de su tiempo. Por eso, no es menos urgente volver a proponer la cuestión de Dios también en el mismo tejido eclesial. ¡Cuántas veces, a pesar de declararse cristianos, de hecho, Dios no es el punto de referencia central en el modo de pensar y de actuar, en las opciones fundamentales de

la vida! La primera respuesta al gran desafío de nuestro tiempo es, por lo tanto, la profunda conversión de nuestro corazón, para que el Bautismo que nos ha hecho luz del mundo y sal de la tierra pueda realmente transformarnos”.

El grito de Jesús en la cruz quiere despertarnos y convocarnos de nuevo a contar con Dios.

Oh, Dios, santificado sea tu Nombre.

El nombre que revelaste a Moisés: Yahveh, “yo soy el que soy Tú que das consistencia a todo lo creado, ayúdanos a no dejarnos arrastrar por el resentimiento.

Oh, Dios, santificado sea tu Nombre.

El nombre que Jesús, tu Hijo, nos enseñó: “Padre ”

No somos huérfanos ni estamos solos.

Eres Padre, somos hijos y hermanos.

Que tu nombre sea glorificado en nuestra fraternidad,
en la compañía que compartimos y ofrecemos.

5a Palabra: «Tengo sed». (Juan, 19, 28)

“Al término de la Pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: «Sed tengo» (Jn 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para calmar la sed y atenuar los dolores.”

Pero esta escena de la cruz sobrepasa la hora de la muerte de Jesús. No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. «Sed tengo». Este grito de Jesús también se dirige a cada uno de nosotros.

“Tengo sed de tu sed”. Somos agua, la sed expresa que nos falta agua y, de alguna manera, el deseo de ser lo que somos. Y somos humano-divinos, creados a imagen y semejanza. Nuestro corazón tiene un deseo abismal de humanidad lograda, con rasgos de divina plenitud. El deseo se expresa de muchas maneras, también en los sueños que lo elaboran e imaginan su cumplimiento.

Pero ¿quién inspira nuestros sueños? El papa Francisco utiliza con frecuencia la imagen de los sueños para expresar su sed de Iglesia en comunión misionera, de sociedad fraterna y cuidadosa. Los sueños, en la Biblia y en las palabras del Papa, son la manera de revelar la voluntad de Dios. Francisco sueña “con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual” (Evangelii gaudium 27), desde la llamada a la conversión integral: religiosa, cultural, ecológica, pastoral y sinodal.

Pero no sólo el Señor en la Escritura ni la Iglesia en su discernimiento se ocupan de los sueños, de sugerirlos y de traducirlos. Ya el escritor albanés Ismail Kadaré (premio Príncipe de Asturias 2009) ha imaginado una institución singular, el Palacio de los Sueños, cuya misión es conservar los sueños de todos los súbditos del sultán. Éste sabe que quien controla los sueños tiene el poder pues sabe qué hacer con nosotros, conoce lo que nos falta y encauza los deseos.

Hoy hay sucesores reales, no de ficción, de los inspectores del Palacio de los Sueños del sultán de la novela. Las empresas GAFAM (Google, Apple, Facebook-Meta, Amazon y Microsoft) y otras similares que controlan pantallas, redes, datos y algoritmos son muy eficaces en su trabajo de suscitar, inventariar y encauzar los sueños. Sin rostro humano, registran y analizan permanentemente el inconsciente individual y colectivo que es como el centro de su plan de negocio y de poder. Así, Eric Schmidt, director general de Google, pudo afirmar: “Sabemos básicamente quién eres, qué te interesa, quiénes son tus amigos. La tecnología llegará a estar tan lograda que será muy difícil que alguien vea o consuma algo que no se haya programado en cierto modo a su medida”.

Este imperio, que Philipe Muray llama Imperio del Bien y Shoshona Zuboff “Capitalismo de la vigilancia”, ha eliminado la distinción entre lo verdadero y lo falso, la realidad y la ficción, la posibilidad de simbolizar y de relatar. Se propone calcular las pulsiones de los unos y los otros y transformarlas en compras compulsivas; “perfila” los comportamientos y ofrece nuestro perfil al mejor postor económico o político. Ya apareciendo así el sujeto ideal de la dominación totalitaria, aquel para quien la distinción entre hecho y ficción y entre verdadero y falso ya no existe, como preveía Hanah Arendt.

Por eso es tan importante preguntamos ¿quién inspira nuestros sueños?, ¿qué se nos ofrece para calmar la sed?, ¿quién nos va ofreciendo un perfil? O es el buen espíritu, Espíritu Santo creador y santificador quien, a través de la Palabra, los pobres, la Iglesia, la oración, nos propone discernir y vivir el sueño de Dios; o será el mal aliento del Dragón y sus Bestias quien afirmará nuestro individualismo, seducido por una propuesta tramposa para “perfilamos” de manera que hagamos juego con el proyecto de exclusión y dominación del Imperio.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. (Jn 4, 13-14) dijo Jesús a la samaritana que había intentado saciar su sed en muchos pozos.

El hombre tiene sed de sentido, tiene sed de vida eterna. Esta sed nos permite reconocer latidos vivos del corazón: libertad, amor, alegría, y también el eco de la sed mal saciada: aburrimiento, nostalgia y desilusión que, a veces, desembocan en las pasiones tristes de la ira, el rencor y el resentimiento, que son la puerta de entrada al nihilismo y matriz de violencias y populismos.

El único que puede saciar nuestra sed es Cristo, el surtidor de agua viva que nos lleva al cielo. Del costado abierto manan sangre y agua.

Padre, danos el pan cotidiano,
el alimento que perdura y sacia nuestra inquietud.

Danos el pan salido de tus entrañas,

Pan de Vida eterna.

Que los que compartimos el mismo pan
seamos compañeros de camino y nos asociemos a la entrega de tu Hijo
para la salvación del mundo.

6a palabra: «Todo está cumplido». – (Juan, 19, 30).

En el evangelio de Juan, la última palabra de Jesús fue: “Está consumado” . En el texto griego, esta palabra subraya que Jesús amó a los suyos “hasta el extremo”. Así se nos anuncia al principio de la Pasión (13,1). Este “fin”, extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.

La razón de ser de su encamación se ha cumplido. El abrazo eterno de su amor al Padre se ha cumplido. Es el Hijo, su vida obediente le permite decir que todo está cumplido; se llama Jesús, qué significa Salvador y la salvación se ha cumplido; ha vencido al pecado y, entrando en la muerte, la derrota y nos salva. Ha cumplido lo que expresa su nombre, Él es el Cristo, el Mesías anunciado y esperado. Es verdad, las promesas hechas a los antiguos padres se han cumplido en nuestro Señor Jesucristo. Él es el Cristo y es el Señor: la conmoción cósmica, el velo del templo se rasga, la tierra tiembla, los muertos resucitan. El título que con intención burlesca está clavado en la cruz, lo reconoce, es el Señor. El centurión lo confiesa verdaderamente: este es el hijo de Dios. Todo está consumado. La vida de Jesús, en medio de este dramático fracaso, tiene sentido y nos ofrece a nosotros un significado para nuestra existencia.

Hace unos días se publicaba un artículo en la prensa titulado “No le encuentro sentido a la vida: por qué cada vez le pasa esto a más gente”. El texto parte de una única certeza, el hecho de saber que nos vamos a morir y plantea la necesidad de un propósito u objetivo que nos permita seguir viviendo, disfrutando de la vida. La autora propone un hedonismo moderado, epicúreo, con sugerencias de pequeños propósitos, para terminar reconociendo que a cada vez a más gente le cuesta mantener el nivel y que incluso algunos no consiguen disfrutar nunca de nada.

Si no hay nada más allá de la muerte, lo único que merece la pena es disfrutar de los placeres terrenales. Ya lo escribía Pablo en la carta a los Corintios citando a Isaías y a refranes populares: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. Así se produce una carrera vertiginosa por sorber la vida y disfrutar o al menos ahuyentar el sufrimiento. La sed sigue, porque no encuentra el agua que la sacie.

Pero la sed, el deseo, se cansa y debilita; aparecen tristezas y melancolías. Y la muerte, que en el origen provoca búsquedas, razones y motivos para aprovechar la vida, es reclamada como solución a los problemas: “es preferible no nacer a nacer para sufrir o hacer sufrir, es preferible morir a seguir viviendo para sufrir o hacer sufrir”, resume un gurú de la bioética que desde universidades americanas pretende extenderse por todo el mundo. ¡Cómo no va a haber invierno demográfico, si a las condiciones económicas y laborales, se suma una concepción reducida e incompleta de la sexualidad y la falta de sentido y esperanza! Disfrutar de la vida y rechazar el sufrimiento aparecen como las referencias de sentido al sinsentido de la vida y también de la muerte.

Cristo en la cruz quiere dialogar con el sufrimiento y situarlo en su verdadero sitio: dolor de amor o causado por la falta de amor; provocado por las resistencias para llevar a cabo el plan inscrito en nuestro corazón o consecuencia del testimonio de la verdad y de la lucha por la justicia; sufrimiento ocasionado por causas que es preciso combatir, sufrimiento como misterio de nuestra existencia que es preciso ofrecer.

Jesús ha cumplido su misión y, en ella, nos anuncia que la misericordia abraza al pecado y lo vence, y que el amor hasta el extremo del Hijo de Dios encarnado abre una puerta en la muerte y nos permite esperar la vida eterna. La misericordia de su abrazo provoca la alegría, la victoria de su muerte fundamenta la esperanza. Alegría en medio de las lágrimas y esperanza en los fracasos y ante la muerte, son signo de haber encontrado el significado de la existencia. Sí, porque el sentido de la vida se encuentra. El sentido de la vida se nos ofrece. Quien, en el monte de las bienaventuranzas, se atrevió a decir: “bienaventurados los pobres, los que lloran, los que sufren persecución a causa de la justicia, porque de ellos es El Reino de los cielos”, grita ahora: “todo está cumplido”. El Reino de Dios está entre nosotros, sólo hace falta que dejemos que Él reine en nuestras vidas y anide en nuestros corazones el mandamiento nuevo de amarnos unos a otros como Él nos ha amado, hasta el extremo.

Padre, qué se haga tu voluntad,
la que siempre buscó Jesús
y le hizo descender, despojarse y humillarse
para levantarnos, revestirnos y glorificarnos.

En Cristo queremos darte nuestro amén.

Padre, te decimos con Jesús:

Que no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres.

T Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». (Lucas, 23: 46).

De las siete palabras, tres van dirigidas directamente a Dios, la Ia, la 4a y la 7a; dos van dirigidas a quienes le acompañan en la cruz o al pie de la cruz, 2a y 3a, y otras dos expresan el estado de ánimo de Jesús, la 5a y la 6a. Podríamos decir que la relación con Dios – Padre, Dios mío-, atraviesa todo este momento. La relación con el Padre, rico en misericordia, es la que aviva la entrega de amor que Jesús ofrece a quienes le acompañan

en torno a su cruz. La intimidad con el Padre, el grito dirigido a Él, es lo que enciende la sed en la conciencia de realizar la voluntad del Padre hasta la entrega total de su vida.

El grito “¿por qué me has abandonado?” es ahora una exclamación de confianza y un abandono en las manos del Padre. En la cruz, en la muerte, Jesús no está solo. No se abandona en la nada.

Uno de los aspectos centrales de la identidad del cristianismo es que nuestra fe es, sobre todo, confianza en la veracidad del testimonio de Jesús sobre aquel al que llamaba Padre. Por eso hemos de profundizar a qué experiencia se refiere Jesús cuando habla de su relación con el Padre.

Deseamos hacer nuestra entrada en la relación íntima de Jesús con el Padre, lo que equivale a intentar lo imposible, si no fuera porque Jesús mismo nos envía a un Intercesor y Paráclito que nos ayuda. El punto de apoyo del cristianismo es la relación de Jesús, Hijo de Dios, con Dios Padre.

Queremos entrar en la fe de Dios mismo: su confianza arriesgada en nosotros. En la historia de Jesús, la fe, la confianza y el amor por nosotros los hombres son crucificados y enterrados. Sin embargo, no permanecen encerrados en la tumba. Los poderes terrenos buscan desesperadamente impedir que la historia supere la mañana del Viernes Santo. El acontecimiento de la Pascua no deja al infierno y a la muerte la última palabra; por el contrario, proclaman la noticia de que el amor es más fuerte que la muerte.

Jesús resucitado viene a los discípulos transfigurado, irreconocible por la experiencia de la muerte. A veces parece que no hemos abierto nuestros oídos para recibir esta noticia, ¡ha resucitado!, mientras que la noticia del loco que grita la muerte de Dios ya ha echado raíces entre nosotros. El anuncio de la resurrección aún no ha sido plenamente comprendido y acogido. Éste se hace creíble en el hecho de que, a través del testimonio de los cristianos, se percibe que Cristo vive en ellos, en su fe y esperanza y, sobre todo, en la fuerza y autenticidad de su amor. Decía Nietzsche a los cristianos: “para poder creer en su redentor, sus discípulos han de parecer más redimidos y alegres”. Nuestra libertad, la redención de la esclavitud de todo tipo y el amor libre que se entrega, se convierten así en el testimonio más creíble de la resurrección de Cristo, que es la piedra angular de nuestra fe.

El Cuerpo del Resucitado lleva las marcas de la cruz. Aquellos que ignoran las heridas de la miseria, el sufrimiento y el dolor de todo tipo, quienes cierran los ojos ante ellas y se niegan a tocar a quienes las llevan y padecen no tienen derecho a decir: “Señor mío y Dios mío”. En las heridas de nuestro mundo podemos ver a Dios de una manera auténticamente cristiana y tocar un misterio que de otro modo no sería tangible.

En diálogo con el humanismo secular podemos mostrar la profundidad mística de nuestro respeto por la humanidad. Nuestra relación con el humanismo no religioso no puede permanecer en la posición de una alianza superficial de conveniencia, sino que debe

elaborarse desde el punto de vista teológico y filosófico y conducir a una meditación común. Sólo entonces puede convertirse en una contribución madura a la búsqueda común de respuesta a unas preguntas nada simplonas: ¿qué es el hombre? y ¿cuál es su destino?

La Iglesia y su fe son cristianas en la medida en que son pascuales, es decir, mueren y resurgen de la muerte. Los creyentes a veces atraviesan la oscuridad del Viernes Santo y la sensación de que Dios los ha abandonado, cuando perece una forma de fe a la que estaban acostumbrados. Pero, aquellos que resisten estas noches oscuras, las pruebas de la fe personal y las noches colectivas de la fe en la historia, y se abandonan confiados en manos de Dios, tarde o temprano podrán experimentar la luz de la mañana de Pascua, la transfiguración de su propia fe.

En un primer momento, el que Jesús acabara en la cruz era sencillamente un hecho irracional que ponía en cuestión todo su anuncio y el conjunto de su propia figura. Lo “absurdo” manifiesta ahora su más profundo significado. En el acontecimiento aparentemente sin sentido se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano; el sentido ha conseguido la victoria sobre el poder de la destrucción y del mal.

¡Padre!, ¡Abba! ¡Padre!

El gemido de Jesús es nuestra súplica confiada
y la respuesta a la burla, “sálvate a ti mismo ”,
la incorporamos a nuestra oración:

¡Sálvanos, Señor!

Y nos entregas al que te entrega a la muerte para nuestro bien.

Nos regalas al Padre, vínculo y fundamento, misericordia y plenitud anhelada.
Padre a tus manos encomiendo mi espíritu
Envíanos tu Espíritu para que sigamos el camino de la vida diciendo:

Abba, Padre; Jesús, Cristo, Señor.

Epílogo

Las palabras concluyen y en medio del silencio, entre los signos cósmicos resuena una confesión de fe: “Realmente éste era el Hijo de Dios” (Me 15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre, reconocen al Dios verdadero.

La Alianza del Sinaí ha sido renovada en al Calvario; las Bienaventuranzas, cumplidas
en Él, son una promesa para nosotros. Él se ha desfigurado para que nosotros podamos
transfigurarnos. Sus palabras son logos, razón y sentido que iluminan nuestra andadura.

El corazón ha sido traspasado por la lanza y somos invitados a mirar al que traspasaron. Hemos de mirar a la víctima para no ser verdugos y para comprometer nuestra vida a favor de los que sufren y precisan la misericordia que brota del Corazón de Cristo.

Valladolid es la ciudad donde Jesús ha mostrado de una manera singular su Corazón. Su imagen situada en la torre de la Catedral bendice desde hace 100 años la vida de los vallisoletanos. Bernardo Francisco de Hoyos, un joven jesuíta de Torrelobatón, nos ha recordado cuál es el tesoro escondido y nos invita a vivir confiados en la promesa del

Señor: Reinaré. Líbranos de todos los males, Señor y concédenos la paz en nuestros días para que ayudados por tu misericordia vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación mientras esperamos ¡a gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo.

Tuyo es el Reino, el poder y ¡a gloria por siempre, Señor

Luis J. Argüello, arzobispo de Valladolid