Sirviendo al mismo amo

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El triunfo del capitalismo no sería, en fin, ni siquiera concebible sin el sometimiento de los pueblos a sus destrozos antropológicos.

El triunfo del capitalismo no sería, en fin, ni siquiera concebible sin el sometimiento de los pueblos a sus destrozos antropológicos.


Juan Manuel De Prada

Mucha gente se ha ilusionado en Europa con las nuevas derechas que, frente al entreguismo de los conservadores fanés y descangallados, se oponen a las políticas de género o se declaran favorables a la familia. Se trata, en realidad, de la misma golosina con que los conservadores hoy fanés y descangallados engatusaban a muchos incautos hace veinte o treinta años; la misma con que los democristianos encauzaron en su día a otros muchos ingenuos hacia los rediles que convenían al liberalismo.

En su encíclica Quadragesimo Anno (1931), Pío XI advertía que «aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, es erróneo que el orden económico y el moral estén distanciados y ajenos entre sí». Cinco años antes, en The Outline of Sanity, ya denunciaba Chesterton el error trágico que estaban cometiendo muchos católicos, dejándose arrastrar por intoxicadores que les metían miedo con el comunismo, mientras el capitalismo imponía «una civilización igualmente centralizada, impersonal y monótona», capaz de «crear una atmósfera y formar una mentalidad» rabiosamente anticomunitarias, antifamiliares y antinatalistas. Posteriormente, en The Well and the Shallows (1935), Chesterton desarrollaría esta tesis, afirmando que «lo que ha destruido la familia en el mundo moderno ha sido el capitalismo: ha sido el capitalismo el que ha arrasado hogares, alentado divorcios y despreciado las viejas virtudes domésticas; ha sido el capitalismo el que ha provocado una lucha competitiva entre los sexos;  el que ha destruido la autoridad de los padres;  el que ha sacado a los hombres de sus casas en busca de trabajo…», etcétera.

Parafraseando a Chesterton, podríamos añadir que lo que ha traído las políticas de género y, en general, todas las ideologías de disolución familiar y comunitaria ha sido el capitalismo. O, más exactamente, la ideología liberal que, con su exaltación del individualismo y la autodeterminación, ha dado forma y sustancia al capitalismo. Esta evidencia denunciada por Chesterton la proclama exultante Walter Lippmann, uno de los padres del neoliberalismo, en su obra The Good Society(1937): «Se ha producido una revolución en el modo de producción. Pero esta revolución tiene lugar en hombres que han heredado un género de vida enteramente distinto. Así que el reajuste necesario debe extenderse a todo el orden social por entero. (…) Debido a la naturaleza de las cosas, una economía dinámica debe alojarse necesariamente en un orden social progresista. (…) Los verdaderos problemas de las sociedades modernas se plantean sobre todo allí donde el orden social no es compatible con las necesidades de la división del trabajo. Una revisión de los problemas actuales no sería más que un catálogo de tales incompatibilidades. El catálogo empezaría por lo heredado, enumeraría todas las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas y sólo se completaría después de haber tratado la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma». Otro padre del neoliberalismo, Louis Rougier, lo establece también taxativamente en Les Mystiques économiques (1938): «Ser liberal es ser esencialmente ‘progresivo’, en el sentido de una perpetua adaptación del orden legal a los descubrimientos científicos, a los progresos de la organización y la técnica económica, a los cambios de estructura de la sociedad y de la conciencia contemporánea». El triunfo del capitalismo, de hecho, se funda en esa «perpetua adaptación» de los hombres al divorcio, al aborto, al desprestigio de las virtudes domésticas, a la lucha de sexos, a las políticas de género. El triunfo del capitalismo no sería, en fin, ni siquiera concebible sin el sometimiento de los pueblos a sus destrozos antropológicos.

Esta evidencia ha sido siempre ocultada por las derechas, que han atemorizado a sus adeptos con el fantasma del comunismo, hoy trasmutado en «marxismo cultural» (que no es otra cosa sino liberalismo consecuente). La derecha que se declara favorable a la familia, o contraria a las políticas de género, a la vez que aplaude el orden económico capitalista y la ideología que lo conforma es tan mentirosa como la izquierda que clama contra el capitalismo, a la vez que se entrega denodadamente a la destrucción de la familia y de los vínculos comunitarios. Ambas sirven al mismo amo, a la vez que satisfacen los mecanismos de la demogresca, que necesita negociados de izquierdas y derechas para mantener enzarzados a los pueblos (o a las masas amorfas en que los pueblos degeneran, una vez destruidos los vínculos que los hacían fuertes).