«El final de la vida nos cuestiona: hasta dónde luchar, hasta cuándo»

José Carlos Bermejo reside en el mismo complejo asistencial en el que mueren cada año más de 500 personas y al que otras 600 acuden para intentar superar la pérdida de un ser querido. Habla despacio sobre temas que la mayoría intenta evitar: del inicio de la vida y de cuando ésta comienza a derrumbarse, del paciente que recibe un diagnóstico fatal y de cómo acompañarlo hasta su último latido… Y cuando él habla son muchos los que escuchan, pues en Europa y gran parte de Latinoamérica está considerado uno de los mayores expertos en bioética. Él prefiere decir que su especialidad es la humanización de la salud y el acompañamiento a personas que se enfrentan a situaciones límite.

 

Pregunta.– Muerte, duelo… Ha elegido usted vivir en torno al fracaso de lo humano.

Respuesta.– Me apasiona el mundo del sufrimiento humano. Intento colaborar con respuestas asistenciales de acompañamiento y también hacer propuestas en el mundo académico con la investigación, la docencia y mis publicaciones. La cara oscura de la vida no es el fracaso de lo humano, es una dimensión inevitable de nuestra condición. Enfermar y morir no son fracasos, en cierto sentido son nuestra salvación.

P.– ¿Cómo puede llamar salvación a morir?

R.– El límite máximo, que es la muerte, es también lo que modula el valor de lo cotidiano y del instante en el que vivimos. Una eternidad de momentos como los que vivimos ahora sería insufrible. Con todo, la enfermedad es un gran desafío para la solidaridad: exige salir al encuentro del otro para ayudarle a superar, exige prevenir, rehabilitar, paliar… Pero todo eso es una cara del ser humano. No somos dioses. Y estos dinamismos de limitación forman parte de la condición animal, de todo ser vivo.

P.– Si vivir es empezar a morir, ¿qué es humanizar?

R.– Es el compromiso ético con las capas más frágiles de la sociedad. Vivir en la permanente tensión entre cómo son las cosas y cómo sentimos que deberían ser de forma personal y comunitaria. Deberíamos cuidarnos bien, cuidarnos siempre, cuidarnos tanto que nadie se quisiera morir porque le faltara cuidado, comprensión, acompañamiento, reconocimiento, alivio. Eso es humanizar.

P.– En la práctica sanitaria, ¿cómo lo concretaría?

R.– Nos hemos dado cuenta de que el desarrollo tecnológico tiene tantas posibilidades que la tecnología puede colonizar las relaciones de ayuda, las relaciones sanitarias. No es que se pueda humanizar, es que es urgente humanizar la sanidad. Porque también hay deshumanización entre quienes cuidan a otros, hay malos tratos, hay apatía, hay dispatía, hay indiferencia. Hay reduccionismo del ser humano a lo biológico y esto es veterinarismo del ser humano. Es la reducción de nuestra dignidad como personas a una dignidad sin identidad.

P.– Pisemos ya la primera frontera. ¿Qué hay de humanizable en la muerte?

R.– Morir forma parte irrenunciable de la dignidad humana. Lo realmente indigno son algunas formas de morir. Para mí, es indigno morir a manos de un semejante: es una respuesta que no está a la altura de una llamada de la vida a ser cuidada, que es lo que hemos experimentado desde antes de nacer, nos han tenido que cuidar mucho para vivir… Dicho esto, al final de la vida hay mucho sufrimiento evitable, que se puede acompañar, que se puede aliviar, que se puede paliar. Y mucho de ese sufrimiento es generado por dinámicas poco adultas, como ocultar la verdad de lo que está ocurriendo, o no trabajar sobre la soledad y la incompresión que experimenta el paciente. También son evitables los intentos tecnológicos de encarnizamiento, cuando no se acepta que hemos llegado al límite de lo que está a nuestro alcance.

P.– Su respuesta introduce la cuestión de la ética sobre la vida humana, la bioética.

R.– Decía Potter que es un puente hacia el futuro, es un puente entre el ser y el deber ser. Es la obligación de pensar en la búsqueda del bien, de reconocer la complejidad de las situaciones conflictivas y de buscar tímidamente, con mucha prudencia, el mejor bien o el menor mal en cada una de las circunstancias en las que hay complejidad. Sin bioética hay ceguera o hay falta de un invitado que es imprescindible, el mundo de los valores.

P.– ¿No es suficiente la visión de los sanitarios?

R.– Al final de la vida no solo se dan cita la medicina y las tecnologías. Y el electroencefalograma y el electrocardiograma. Se da cita también el mundo del misterio y el mundo de la búsqueda de sentido: si realmente tiene sentido hacer todo lo que está a nuestro alcance o hay que poner límites. La bioética es ese espacio donde nos hacemos la pregunta genuinamente humana de qué es bueno qué es malo, qué es justo y qué es injusto. Concretamente, el final de la vida nos pone contra las cuerdas y nos cuestiona: hasta dónde luchar, hasta cuándo, en qué medida esto que podemos hacer por alargar la existencia contribuye a una vida realizada, con sentido, o si hay que poner límites.

P.– Sobre esos límites, ¿hay acuerdo en la comunidad científica o es una cuestión de ideología?

R.– En la inmensa mayoría de temas hay acuerdo. Por ejemplo, en el significado de los cuidados paliativos: en que hay situaciones en las que toca paliar y no ya intentar curar. En lo que significa la sedación paliativa: cuando se da el síndrome refractario y lo que procede es acoger, aceptar la petición del paciente de vivir dormido y evitar situaciones de agonía. También en lo que significa la adecuación del esfuerzo técnico, sea diagnóstico o terapéutico, para evitar encarnizarnos con el paciente.

P.– Ese acuerdo no es la impresión que se intuye, por ejemplo, cuando se habla de eutanasia.

R.– Mediáticamente, lo que atrae es marcar la diferencia. Es poco noticioso que la humanidad entera está a favor de promocionar la paliación al final de la vida, de la eliminación del sufrimiento evitable, de un acompañamiento digno, centrado en la multidimensionalidad del ser humano. De eso, en lo que estamos tan de acuerdo, es más difícil hacer noticia.

P.– Siendo así, ¿qué aporta, por ejemplo, la reciente ley española sobre eutanasia?

R.– Aporta el marco jurídico deseado por ese grupito de personas que, encontrándose en situación de sufrimiento, experimentado como insufrible, no encuentran más que motivación para morir, lo cual es una mala noticia para la humanidad. Que alguien quiera morirse es un fracaso colectivo: no hemos logrado ayudarle a vivir con sentido también en el límite, o no hemos logrado aliviar suficientemente el sufrimiento como para que desee seguir viviendo. Paradigma de esto son los que se suicidan, tantísimos también en nuestro país. Es un escándalo para la humanidad que no seamos capaces de identificar la desesperanza, aquello que desactiva lo genuinamente humano, para acompañar y para ser luz para el otro y consuelo suficiente en medio de lo que no se puede evitar.

P.– Usted habla de fracaso. Otros, de un logro social.

R.– Creo que hay una ideologización extraña, politizada en ese discurso. Hay un analfabetismo ético en cuanto a la terminología que se utiliza para justificar la eutanasia que está impidiendo un poco el diálogo profundo. No se ha dado tiempo a las universidades, a los medios de comunicación, a la reacción social para que se hable tanto como para que la mayoría sepa de qué estamos hablando. Se ha hurtado el diálogo, el debate y la razón sobre la eutanasia. Ha faltado rigor. Los primeros estudios para chequear la opinión pública a veces hicieron preguntas tan pobres que la respuesta estaba cantada.

P.– Defiende usted que ha faltado reflexión.

R.– Sin duda. Porque defender la eutanasia supone un cambio radical de lo que significa la medicina y lo que significa el otro. La medicina nace y se desarrolla, y espero que siga por este camino, para prevenir, para curar, para cuidar, para paliar. Añadir en esta cartera de verbos «para matar» es un cambio radical que amenaza la clave fundamental de la alianza terapéutica: la confianza recíproca en la relación médico-paciente.

P.– ¿Teme usted los abusos en su práctica?

R.– Sin ninguna duda: una seducción de la muerte… Una atracción que experimenta quien está cansado, quien está mal cuidado, quien tiene miedo de ser una carga para los demás, quien está mal atendido desde el punto de vista social, psicológico, espiritual, biológico… para un grupo de personas que viven con una mayor dependencia de los demás para las actividades de la vida diaria. Este marco legal tan brutalmente atrevido es un agujero que va a generar una cultura que probablemente no está en la intención del legislador, que podría dar respuesta no ya al pequeño, mínimo colectivo de personas que se encuentran en el llamado contexto eutanásico, sino que genera un tópico de que la muerte forma parte de los servicios prestados y del menú del sistema sanitario. Y pensar que los proveedores de servicios han de incluir también esto, que se concibe como un derecho que se tiene para algunas circunstancias.

P.– ¿Le han pedido alguna vez ayuda para morir?

R.– A mí, no. Y eso que donde trabajo mueren entre 500 y 600 personas al año. Sé que a algunos de mis compañeros, entre uno y dos pacientes al año les manifiestan su deseo expreso de morir. Detrás de esta petición suele esconderse claramente un deseo de vivir en unas circunstancias diferentes: donde no me sienta solo, donde tenga tal síntoma mejor controlado, donde encuentre un poco de sentido a este final. En un contexto de cuidados paliativos, la petición de morir es ínfima, casi inexistente. Paliado el malestar y el sufrimiento surge el deseo de vivir, porque se le saca partido al instante cotidiano.

P.– ¿Entiende a quien pide morir?

R.– Yo no juzgo. Como he comentado ya, los cuidados paliativos son la alternativa que yo defiendo. Pero no son la única alternativa, porque efectivamente seguirá habiendo un grupito probablemente muy pequeño, muy pequeño, muy pequeño de personas a quienes sus circunstancias les están apretado tanto que no encuentren luz y sentido a una vida vivida entre tantísima limitación física y con la gravedad de las discapacidades que se siguen en algunas enfermedades crónicas degenerativas en estado muy avanzado. Pero defiendo que los paliativos son un paso previo imprescindible: ¿cómo arbitrar dinámicas de ayuda para morir sin haber agotado con cada individuo y como sociedad y como sistema sanitario todas las posibles respuestas que alivien el sufrimiento? Es bastante irracional emprender un camino de muerte sin agotar todos los posibles de la cultura paliativa.

P.– ¿Qué le dice cuando se presenta a un paciente que afronta el final de su existencia en unas condiciones extremadamente al límite?

R.– Aquí estoy, aquí estamos como humanidad para acompañarte, para aliviarte, para cuidarte, pero no para matarte.

P.– Visitemos ahora la otra frontera en el desafío ético, la del inicio de la vida. Pese a los inconmensurables avances de la genética, seguimos sin un consenso sobre el inicio de la vida humana.

R.– Es que llega un momento en el que nos topamos con el misterio, no con la evidencia científica, tanto al principio como al final de la vida. Gabriel Marcel distinguía entre problema y misterio. El problema es algo que está fuera de nosotros y tiene solución, la ciencia lo puede resolver con el desarrollo tecnológico. Misterio es algo que está dentro de nosotros, nos caracteriza y nos atraviesa. No queda más remedio que vivirlo y dar respuestas provisionales y de carácter filosófico, que son el resultado de nuestra capacidad de construir realidades y no solo de investigarlas y describirlas.

P.– Ha utilizado varias veces la palabra misterio. ¿No es ése un termino religioso, incluso supersticioso?

R.– ¡No! En absoluto. Originariamente los problemas éticos son de carácter racional antes que derivados de adherencias a grupos de religión o filosóficos. Nos vienen dados por nuestro ser humano inevitable, no podemos escapar de ellos, son previos. Por eso somos capaces de encontrar un consenso en la razón y una posibilidad de acuerdo en la búsqueda del bien mayoritario. También, salvo algunos límites como es comprensible, en la capacidad de argumentar y dar razones, de ponderar esas razones. Misterio es una categoría necesaria para hablar del ser humano.

P.– Usted es religioso camilo. ¿Qué lugar ocupa Dios en su apuesta por trabajar en la frontera entre la vida y la muerte?

R.– Dios está sufriendo con nosotros en cada instante y es la posibilidad de dar luz, es el motor que genera genuina compasión, está en el corazón del que sufre y del que busca el alivio del sufrimiento. Está en lo más íntimo de nuestra intimidad. La pasión por la vida y por el cuidado es una dinámica divina.

 

* José Carlos Bermejo es Master en Bioética Máster en ‘Counselling’ Máster en Intervención en duelo Doctor en Teología Pastoral Sanitaria por el Camillianum de Roma Profesor de las universidades Ramón Llull (Barcelona), Católica (Portugal), Católica (Valencia) y Camillianum (Roma)