Por eso, además de una solidaridad leal entre generaciones, es necesario percibir la urgencia ética de “una nueva solidaridad intergeneracional”
Papa Francisco, Laudato si 160-162.
Para trabajar por una sociedad más justa y solidaria no hay que razonar solo sincrónicamente, sino también dia- crónicamente.
No hay que aplanarse en el presente sin perspectiva histórica, sino pensar también en lo que hemos heredado y en lo que dejaremos a quienes vengan después de nosotros.
Hemos de preguntarnos: ¿qué tipo de mundo deseamos transmitir a los que vengan después de nosotros, a los niños y a adolescentes que hoy están creciendo y mañana heredarán nuestro legado? ¿Qué orientación general tendrá nuestro mundo, qué sentido, qué valores?
Ciertamente, estas preguntas acarrean otras aún más profundas y serias: ¿con qué fin transitamos por este mundo? ¿Con qué fin hemos venido a esta vida? ¿Por qué trabajamos y luchamos? ¿Por qué esta Tierra nos necesita? No basta con decir que nos preocupamos por las futuras generaciones; hay que dar respuestas plausibles que muestren el respeto por la dignidad de nosotros mismos.
Somos nosotros los primeros interesados en transmitir un mundo justo y un planeta habitable para la humanidad que venga después de nosotros. Es un drama para nosotros mismos, porque nos interpela sobre el sentido de nuestro paso por esta Tierra. Y más porque «nuestras tradiciones culturales ya no se transmiten de una generación a otra con la misma fluidez que en el pasado», como se escribió en Aparecida (V Conferencia General del CELAM, Documento final, 39)
Tomemos de nuevo la cuestión ecológica, una de las más inquietantes del mundo actual, porque es fruto de ese sistema enloquecido que busca de modo espasmódico beneficios y que debemos denunciar en voz alta.
No podemos seguir mirando las previsiones catastróficas con desprecio e ironía. El peligro es dejar a las próximas generaciones solo escombros, desiertos y basura.
El ritmo de consumo, despilfarro y alteración del entorno ha superado las posibilidades de absorción del planeta. El estilo de vida actual, insostenible, solo puede desembocar en catástrofes, como de hecho ya está sucediendo periódicamente en diversas regiones del planeta. La atenuación de los efectos del desequilibrio actual dependerá de lo que ahora hagamos y programemos.
Y no se han de ignorar las responsabilidades que las futuras generaciones atribuirán a las anteriores, pues tendrán que soportar las peores consecuencias de los comportamientos de hoy.
La dificultad de tomarse en serio este desafío tiene que ver con el deterioro ético y cultural del que hemos hablado en varias ocasiones. El hombre del mundo posmoderno se expone realmente a ser esclavo de la búsqueda egoísta de su satisfacción inmediata, con la consiguiente crisis de los vínculos familiares y sociales y las dificultades para reconocer y respetar al otro. Piénsese en el consumo excesivo y miope de los padres, consumo de cosas pero también de pensamientos y relaciones que perjudica a los hijos, los cuales cada vez tienen más dificultad para encontrar trabajo, adquirir una casa, formar una familia y llevar una vida normal.
Esta incapacidad de pensar seriamente en las generaciones futuras está unida a la incapacidad de tanta gente de ampliar el horizonte de sus preocupaciones y pensar en los que siguen excluidos del desarrollo. No nos perdamos imaginando a los pobres del futuro; es suficiente con recordar a los pobres de hoy, a quienes les quedan pocos años que vivir en esta Tierra y no pueden seguir esperando la ayuda de sus hermanos. Por eso, además de una solidaridad leal entre generaciones, es necesario percibir la urgencia ética de “una nueva solidaridad intergeneracional” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010,8.)