DOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES EN LA ARQUITECTURA DEL BIEN COMÚN.

La DSI establece principios para regular la política en orden a la construcción del bien común, entre ellos destacan como fundamentales la solidaridad y la subsidiariedad. El modo adecuado de vivir la solidaridad en la vida social lo marca la subsidiariedad, por eso se puede decir que el camino de solidaridad necesita de aquella (Francisco, Audiencia general (23-9-2020) no hay verdadera solidaridad sin participación social, sin la contribución de los cuerpos intermedios: familias, asociaciones, cooperativas, pequeñas empresas, todas las expresiones de la sociedad civil. En el pórtico de esta sección sobre estos dos fundamentales principios, una idea de Benedicto XVI nos ayuda a matizar su estrecha conexión: «Así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado» (CV 58).

solidaridad

El principio de solidaridad

Unas palabras de Michael Sandel, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018, sirven de pórtico perfecto para introducir al principio de solidaridad como uno de los cardinales para construir el bien común. «El desafío al que nos enfrentamos consiste en descubrir las fuentes de la solidaridad en una época en la que la mayor parte de las sociedades democráticas están profundamente divididas».

Es un hecho cierto que hubo un desarrollo de la solidaridad dentro de la matriz laica de los movimientos sociales de la modernidad y, por tanto, de espaldas a la doctrina moral eclesial, incluso en contra de ella. Pero igualmente innegable es que su fondo siempre ha formado parte de la moral bíblica y de la praxis cristiana. Así no extraña que Heinrich Pesch, sj, acuñase el término solidarismo (1924) con eco en la Quadragesimo anno (1929), entendiendo la solidaridad como principio de ordenación de la sociedad concebida como una red de relaciones de interdependencia entre comunidades, asociaciones e instituciones nacidas de la dimensión social del ser humano. La realidad es que la solidaridad se ha convertido en un concepto fundamental del magisterio eclesial y que, aunque ya encontramos signos de la solidaridad en documentos eclesiales anteriores. En el n. 35 de Summi pontificatus de Pío XII, en 1939, aparece por primera vez el término solidaridad en el magisterio de la Iglesia, a partir de ahí se encuentra, aunque sin gran profusión ni relevancia en Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963) de Juan XXIII, en Populorum progressio (1967) y Octogésima adveniens (1971) de Pablo VI, así como en la Constitución pastoral Gaudium et spes (1965) del Concilio Vaticano II y otros documentos menores. Cf. CDSI 106-109. Sin embargo, es en la  Sollicitudo rei sociales, la «encíclica de la solidaridad», en donde más nítidamente se puede apreciar esta recepción y, aunque tardía, cálida acogida católica del concepto. La encíclica de 1987 introduce la solidaridad entre la lista de las virtudes cristianas, la vincula a la justicia social (y a ambas en la clave de la interdependencia creciente entre personas y pueblos), y la relaciona con la caridad. La solidaridad queda asimismo referida al misterio de la unidad del mismo Dios cristiano, comunidad trinitaria de personas. No exageramos si decimos que con esta encíclica la solidaridad adquiere carta de ciudadanía en el horizonte de la ética social cristiana.

Juan Pablo II relaciona expresamente la solidaridad con el bien común, y la define como «la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (cf. SRS 38), mientras que a las estructuras de pecado (cf. SRS 36) (que se presenta en esta encíclica como la cara opuesta de la solidaridad) se les atribuye su poder de impedir la conciencia del bien común.

El concepto estructuras de pecado se gestó primero en el controvertido terreno de la teología de la liberación a través del concepto de pecado estructural, germinalmente en los Documentos de Medellín (1968), y fue admitido oficialmente dentro del corpus doctrinal del Magisterio, en 1986, en la Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación, en su calidad de respuesta crítica dada por la Congregación para la Doctrina de la Fe a la teología de la liberación. El concepto de estructura es ciertamente difuso y polisémico. Depende del ámbito en el que se hable (biología, lingüística, sociología, etc.) para saber el significado o significados principales que se le atribuyen. Este, desde luego, no es lugar para estudiar lo que significa estructura, pero sí para recordar la definición que ofrece sobre el particular la recién citada instrucción:

Las instituciones y las prácticas que la gente se encuentra ya existiendo o que crea, en el nivel nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Siendo necesarias en sí mismas, a menudo tienden a fijarse y fosilizarse como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana, y por ello paralizando o distorsionando el desarrollo social y causando injusticias. Sin embargo, siempre dependen de las responsabilidades del hombre, que las puede alterar y no de un supuesto determinismo de la historia.

Hay cuatro notas en esa noción de estructura que merecen destacarse:

    • Primero, se hace una identificación de las estructuras con las instituciones y las prácticas (sociales), sin entrar en mayores precisiones.
    • Segundo, la estructura aparece como diferente y en relación con los seres humanos, por cuanto se afirma que son ellos las que las crean y encuentran.
    • Tercero, desde la consideración de que las estructuras son necesarias, se estima que tienden a estabilizarse de modo independiente de las voluntades humanas y tener consecuencias por el desarrollo generando efectos beneficiosos o perjudiciales, justicia o injusticia, según sea el caso.
    • Cuarto, teniendo en cuenta la segunda y la tercera nota, debemos pensar que las estructuras —instituciones y prácticas— pueden cambiarse, lo cual no quiere decir que sea fácil hacerlo, porque tienen una inercia más allá de las voluntades individuales o grupales.

En realidad, acabamos de introducir la implicación dialéctica que se da entre individuos y estructuras, y conviene pararse un momento en ella echando mano de la noción dualidad estructural acuñada por el sociólogo británico Anthony Giddens, que remite a las nociones de constreñimiento y competencia: «lo estructural siempre constriñe y posibilita al mismo tiempo». Por ejemplo, el aprendizaje de la lengua materna constriñe nuestra capacidad de expresión y limita nuestras posibilidades de conocimiento y acción, pero, a la vez, nos proporciona la habilidad que hace posible nuestra competencia lingüística, es decir, toda una gama de actos e intercambios. Análogamente, la realidad institucional impone límites, pero estos no deben ser vistos como negativos, sino como condiciones de posibilidad para la vida. Así lo estimaba Guardini, cuando escribía que «negar los límites no nos es lícito. Sobrepasarlos no podemos. Pero debemos superarlos, aceptándolos libremente, panificándolos y convirtiéndolos en ley de perfección». El hecho cierto es que el camino de la vida lo vamos haciendo en relación con, para y por otros, dentro de estructuras sociales que, sin sustituir a las personas, condicionan la marcha y pueden estar mejor o peor orientadas de acuerdo con los criterios del bien, como les sucede a los individuos. Las instituciones son esenciales, pero el sujeto primario es la persona concreta como sujeto libre y responsable de sus actos, también de los que ponen en funcionamiento y mantienen las estructuras.

Sollicitudo rei socialis habla de «estructuras de pecado como factores que actúan contra la conciencia y la promoción del bien común universal y la exigencia de favorecerlo» (n. 36) y no se refiere explícitamente a las estructuras constructoras de bien, aunque un lector atento puede considerar que estas son las instituciones y las prácticas que canalizan y favorecen la solidaridad (n. 40), determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común. Las estructuras que dirigen al bien son el reverso de las estructuras de pecado. Así pues, parece razonable pensar que, si la solidaridad se plantea como respuesta a las estructuras de pecado, deba tener algún carácter estructural y no solo de actuación individual, pero no se explícita cuál haya de ser este ni tampoco la relación entre la acción de los individuos, las instituciones y las comunidades. Así pues, brota imparable la pregunta de si la solidaridad es una virtud de los individuos, de las comunidades o de las estructuras sociales (instituciones y prácticas sociales). La respuesta coherente con la política del bien común es que la solidaridad tiene carácter de deber moral o imperativo ético y se despliega en una triple expresión ética co-implicada y relacionada: personal, comunitaria y política

    • La solidaridad es ético-personal, en tanto que reacción personal ante la injusticia y el sufrimiento en el que viven tantas personas y pueblos del mundo, y como reacción afecta dimensiones nucleares de la persona.
    • La solidaridad es ético-comunitaria, como carácter moral que necesita de la comunidad para formarse y sostenerse, y pone en juego todas nuestras posibilidades y repercute en nuestro proyecto vital, buscando hacerse cultura.
    • La solidaridad es ético-política, en tanto determinación que trata de erradicar las causas que generan situaciones donde las personas viven como no-sujeto, como excluidos, sobrantes o descartados de la sociedad. La solidaridad ético- política analiza las estructuras económicas, culturales y políticas en las que se inscriben todas las formas de exclusión o discriminación que impiden o dificultan la participación en la vida de la comunidad. Tales estructuras van del nivel local al nivel global, pasando por otros niveles intermedios.

En el empeño de hacer de la solidaridad una realidad en nuestro mundo, se impone, pues, impulsar un movimiento mundial que entienda la solidaridad como un deber natural de todas y cada una de las personas, así como de las comunidades y las naciones, siendo un imperativo ético que obliga a todos y que busca reinstaurar la vocación a ser una familia universal unida por la fraternidad. El principio del destino universal de los bienes ratifica esa concepción de la solidaridad, sin exclusiones ni favoritismos, de ahí que la solidaridad se vincule directamente con este principio del destino universal de los bienes y con el bien común: «La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por la cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde» (EG 189).

El principio de subsidiaridad

Pasemos ahora, pues, a tratar este principio de la función subsidiaria o principio de subsidiariedad que recibió su definición clásica en el n. 79 de la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, donde se presenta como gravísimo principio de la filosofía social, inamovible e inmutable:

Como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores o inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a todos los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos.

El término subsidiaridad hace referencia a la forma de organizar y ordenar grupos para alcanzar fines y objetivos comunes. La etimología de la palabra encierra la idea de ayuda, auxilio para levantarse, y así apunta a una manera particular de organizar las comunidades en un régimen de ayuda mutua para establecer y alcanzar metas comunes. Más específicamente, la subsidiariedad es un principio de justicia y va más allá de una distribución vertical de competencias entre distintos niveles territoriales del Estado. La subsidiariedad significa que los fines comunes no se oponen a la búsqueda de los intereses particulares: desde el vértice a la base, grupos y comunidades con fines propios pueden trabajar eficazmente en favor del bien común. En este sentido el principio de subsidiariedad promueve y defiende una cierta autonomía de los particulares y de los grupos intermedios, por ser contrario a la justicia social que un organismo superior, en la estructura del bien común, reclame para sí funciones que puede desempeñar adecuadamente una entidad inferior. Pero también significa la intervención complementaria y auxiliar (subsidium) del Estado y comunidades superiores a favor de los individuos y comunidades inferiores, que —por pura lógica— han de respetar a las unidades mayores.

Frente al modelo de Pío XI que entiende la subsidiariedad en términos de relaciones orgánicas entre los grupos sociales (desde la analogía entre la organización social y las estructuras familiares tradicionales, dominadas por la jerarquía entre sus miembros), hoy hemos de desplegar el rico significado de este principio dentro de un modelo pluralista de interacción social: «Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común» (CA 48). Es decir: se contempla la sociedad como compuesta de muchos grupos con los más variados propósitos, necesidades, reivindicaciones y con diversas respuestas a las «cuestiones últimas». Así, el principio de la función subsidiaria propone que el Estado, como parte de la sociedad en cuanto políticamente organizada, esté limitado por esta, según la sentencia que reza: «Tanto Estado como sea necesario, tanta libertad como sea posible». El carácter orgánico de la sociedad afecta al Estado y a los diversos grupos prepolíticos dentro de ella, a los cuales asiste el derecho de funcionar con autonomía y a existir sin menoscabo de su propia identidad y sin sufrir intromisión en sus propios fines.

Por tanto, se puede decir que la doctrina de la subsidiariedad valora, tanto la libertad individual, como la comunidad y que afirmar el principio de subsidiaridad es oponerse radicalmente, por un lado, a cualquier forma de monismo del Estado totalitario en su afán por extender el control sobre todos los recovecos de la sociedad; y, por otro lado, al atomismo liberal que elimina el control político de la vida social y económica, por la exacerbación del individuo como fundamento y unidad sobre la que reposa la vida social. Frente a ambos extremos, la subsidiaridad afirma el hecho de que la libertad de la persona individual está asegurada en el interior de las instituciones intermedias entre ella y el Estado, como, por ejemplo, los sindicatos, o más allá del Estado, como la Iglesia. La sociedad se estructura solidaria y subsidiariamente a través de asociaciones intermedias sobre la base de la persona: esa es la propuesta de integración social que continúa teniendo todo sentido y vigencia frente a las diferentes vertientes de individualismo posesivo y subjetivista y de estatismo corporativista.

Asociaciones intermedias es una expresión sinónima de cuerpos intermedios, organismos o instituciones intermedios (La expresión organismo o entidad intermedia es relativamente moderna; aparece con Pío XII. Surge de la preocupación histórica por la defensa del derecho del ciudadano a asociarse, así como por el interés en defender la posición política del conjunto de las asociaciones ante el Estado. La corporación (Pío XI) se considera como fórmula de enlace histórico entre asociaciones y entidades intermedias).

Siendo fundamentalmente términos sinónimos, cada uno de ellos aporta sus matices particulares. El término asociación pone el acento en la acción y efecto del verbo asociar, en el movimiento unificador de los miembros; los términos organismo o institución se fijan específicamente en la posición política que las asociaciones tienen entre el ciudadano y el Estado, entre la base de la que surgen las asociaciones y el Estado como regulador de estas. Es importante notar que esas palabras nunca se emplean en singular, a fin de neutralizar cualquier posibilidad de una entidad intermedia única gigante entre la sociedad y el Estado: el peligro totalitario que se convirtió en el siglo XX en fatídica realidad y, sin exageraciones neuróticas, siempre se percibe en lontananza. El plural apunta a un evidente sentido pluralista de cualidad y no solo de cantidad. La naturaleza de cada asociación viene dada por la finalidad concreta que en ella persiguen los asociados, no viene determinada por fines impuestos desde fuera, sino que surgen desde dentro de la libertad y la autonomía de la voluntad asociada de los individuos. El elemento corrector de un excesivo particularismo y pluralismo de asociaciones es el bien común de la generalidad hacia el que todas las asociaciones han de mirar, sin menoscabo de que cada una de ellas busque sus legítimos intereses particulares.

Las asociaciones o instituciones intermedias responden a la tendencia natural e incoercible del ser humano a unirse con otros para alcanzar más plenamente los fines de su naturaleza social (cf. DH 4). Sobre la necesidad de las asociaciones, la encíclica Pacem in terris se expresa con palabras de apremio: «Las asociaciones y organismos intermedios deben considerarse como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de la responsabilidad» (PT 24). Y Gaudium et spes se hace eco de las palabras de las encíclicas que la preceden: «En nuestro tiempo, por diversas causas, las múltiples relaciones e interdependencias se van multiplicando de día en día: de ahí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno, que se llama socialización, aunque no carece de peligro, trae consigo ventajas para robustecer y acrecentar las cualidades de la persona humana y defender sus derechos» (n. 25).

De los vínculos sociales que son necesarios para el desarrollo de las personas, unos responden más a su naturaleza profunda (la familia y la comunidad política), otros proceden más bien de su libre elección, aunque no por ello pasan a recibir la condición de artificiales. Negar el derecho de las personas a la vida familiar y/o a las diferentes formas de participación política es negar una dimensión esencial de la personalidad humana. Cabe señalar que, aunque el carácter necesario de las asociaciones intermedias no es similar al de entidades sociales naturales, como la familia y la sociedad civil en conjunto, eso no significa que los fines a los que responden las asociaciones intermedias no sean plenamente naturales, pues en ellas se dan cita conjunta los fines naturales, por las necesidades entrañadas en la socialidad humana, con los fines libremente elegidos. La forma precisa que los derechos toman en lo concreto, sin embargo, solo pueden determinarse en el contexto de un análisis histórico sobre los modelos y las instituciones de la vida social, tal como más arriba advertimos.

¿Se puede considerar a la Iglesia dentro de la sociedad intermedia en este marco categorial de sociedad? Cabe responder afirmativamente, pero con matices. La Iglesia es una sociedad sui generis, pero, en definitiva, una sociedad situada en el tiempo y en el espacio, y gobernada por muchos factores comunes a las otras sociedades. No se trata de compartir el modelo eclesiológico protestante según el cual las Iglesias son simplemente asociaciones voluntarias de origen humano similar e idéntico valor delante de Dios, pero tampoco de temer que se considere a la Iglesia dentro de la sociedad civil, siempre que se distinga adecuadamente la dimensión teológica —que afirma su unicidad y peculiaridad— y la dimensión sociológica, en virtud de la cual es una asociación voluntaria de fieles, organizados en forma de comunidad eclesial con su particular estructura jerárquica y la diversidad de ministerios y funciones.

Gobernantes y ciudadanos habrán de hacerse responsables de que las sociedades intermedias vivifiquen el conjunto de la sociedad. De ahí que Gaudium et spes, 75 apoyándose en Octogésima adveniens, 46, amoneste a los gobernantes sobre los deberes, no solo de no interferencia sino de positiva colaboración que tienen respecto de los «cuerpos o instituciones intermedias» a fin de que puedan realizar su acción constructiva; y a los ciudadanos les avisa de no inhibirse de sus obligaciones sociales dejándolas en manos del Estado o de pedir ventajas o favores renunciando a ejercer su responsabilidad cívica. A modo de síntesis nos viene bien recordar cómo Juan Pablo II reunió el conjunto de elementos que entran en el principio de subsidiariedad, como expresión de la inalienable libertad:

Es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación (CA 57).

Cabe decir que la idea de subsidiariedad dominante en el universo socialdemócrata, en cierto modo le da la vuelta al principio de subsidiariedad de la DSI, toda vez que el socialismo propugna un orden ideal de la solidaridad en que el poder político a través de las instituciones públicas del Estado, con sus presupuestos y legislaciones, realice una acción eficaz que haga efectiva la igualdad, quedando el recurso a las estructuras intermedias entre el Estado y los individuos como recursos complementarios (los sucesivos y continuos intentos de acogotar las instituciones educativas de titularidad no estatal en España son prueba fehaciente de esa aspiración). Así, el protagonismo recae sobre el sistema público estatal de servicios, cuya legitimidad se funda en la capacidad de satisfacer las demandas de los ciudadanos, de ahí que sea Estado de bienestar. Lo que les queda a las organizaciones sociales es subsidiar las prestaciones públicas, haciendo que aumente la eficacia y la eficiencia del sistema público. La comprensión católica de la subsidiariedad con directas repercusiones en la comprensión de los bienes comunes que conforman el bien común de ningún modo concede el papel principal a las instituciones de titularidad estatal convirtiendo en secundarias las de la sociedad civil y de la Iglesia.

Juan XXII trató con bastante detalle en Mater et Magistra sobre la actuación del Estado en relación con la subsidiariedad: «Por lo que toca al Estado, cuyo fin es proveer al bien común en el orden temporal, no puede en modo alguno permanecer al margen de las actividades económicas de los ciudadanos, sino que, por el contrario, debe intervenir a tiempo, primero, para que aquellos contribuyan a producir la abundancia de bienes materiales […] y, segundo, para tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más débiles […]. Por otra parte, el Estado nunca puede eximirse de la responsabilidad que le incumbe de mejorar con todo empeño las condiciones de vida de los trabajadores» (MM 20). Al tiempo que animaba el desempeño de esas funciones, el papa Juan alertaba sobre una tendencia hacia la progresiva ampliación de la propiedad del Estado y, en general, de las instituciones públicas. Reconocía que la causa había que buscarla en que el bien común exigía de la autoridad pública el cumplimiento de una serie creciente de funciones, pero ante ello proponía el principio de la función subsidiaria, según el cual «la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas solo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común, y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente» (MM 117). Y a continuación pedía que las empresas económicas del Estado fueran «confiadas a aquellos ciudadanos que sobresalgan por su competencia técnica y por su probada honradez y que cumplen con suma fidelidad los deberes con el país» (MM 118), sin olvidarse de pedir un «cuidadoso y asiduo control» de su ejercicio.

Actualmente, ante las sucesivas crisis se vuelven a escuchar voces que alientan la estatalización o nacionalización de empresas y sectores productivos. Unos políticos lo ven como una gran oportunidad ideológica para controlar lo que ahora se escapa a su control, mientras que otros lo consideran un desastre total.- Yo vuelvo a la mirada a la DSI tal como fue expresada por Juan Pablo II, el papa que en el siglo xx conoció más existencialmente el socialismo, para lanzar algunas interpelaciones y reivindicar que lo que incumbe al Estado no es crear puestos de trabajo para todos, estructurando rígidamente la vida económica o sustituyendo la libre iniciativa de individuos y grupos sociales. Más bien su misión está en vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el campo económico, así como ayudar a que el desarrollo vaya en una adecuada dirección y estimular la actividad económica cuando sea preciso o sosteniéndola en tiempos de crisis, evitando monopolios, secundando la actividad de las empresas o creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo. Porque, efectivamente, en materia económica la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad (cf. CA 48). La necesidad puede conducir a que el Estado tenga que ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales, cuando la debilidad de sectores sociales o empresas los haga inadecuados para su cometido. Ahora bien, es preciso recordar que «tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente […] para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil» (CA 48).

Sobre la base ya asentada en Centesimus annus, según la cual las tres instancias —el mercado, el Estado y la sociedad civil— conforman el sistema socio-político-económico y metiendo en danza las lógicas de la gratuidad y la comunión. Benedicto XVI ha hecho significativos aportes en Caritas in verítate al ayudarnos a apreciar cómo «el binomio exclusivo mercado-Estado corroe la socialidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad» (n. 39).

Una última idea es que ningún Estado nacional aislado puede asegurar el bien común de su propia población, de modo que nos toca pensar en unidades de relación y gobierno superiores a los Estados para asegurar el bien común nacional que tiene que ver indefectiblemente con el bien común universal.

Fuente: Extracto del Libro “Por una política del bien común” (Julio L. Martínez).

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