Guillermo Rovirosa defendió una antropología basada en la llamada que constituye al ser humano, es decir, una antropología de la Gracia. Esto no lleva al quietismo ni al escapismo, sino a la más radical entrega, por la responsabilidad que implica. Construir la espiritualidad y la misión desde la vocación implica también una correcta eclesiología en la que las luchas por el poder o la representatividad no tienen importancia y sí la tiene la comunidad bautismal y eucarística. El padre Carlos Ruiz es misionero y teólogo.

Padre Carlos Ruiz

Presupuestos antropológicos

Para entender la antropología defendida por Rovirosa hay que tener en cuenta dos presupuestos básicos: (a) El ser humano, como el resto de la Creación, solo tiene un fin: el sobrenatural. A él deben orientarse su realidad corporal y espiritual. Esto nos sitúa ante algo pre-existente y gratuito: el Plan de Dios que nos antecede, (b) La consecución de dicho fin sobrenatural solo es posible en la Comunión- Solidaridad.

A partir de estos dos principios, Rovirosa deduce una de las conclusiones más importantes de su proyecto apostólico: somos vocación. Es más exacto afirmar que somos antes que tenemos, ya que la vocación no es ni opcional ni extrínseca, sino constitutiva; de hecho, solo somos auténticamente en la medida que realizamos el proyecto personal para el que Dios nos ha creado, en colaboración con el resto de hermanos. La vocación, en palabras de Rovirosa, es la posibilidad más importante de cumplir el mandamiento «Sed perfectos», que se nos regala al nacer y especialmente en el Bautismo.

Para llevar adelante este plan personal de divinización en las coordenadas espaciotemporales, Dios, como Padre amoroso, nos dota con todos los elementos necesarios para conseguirlo: temperamento, tendencias, gustos, apetencias… Todo está maravillosamente -divinamente- adaptado y proporcionado a la santificación de cada criatura; basta solamente que la voluntad de los hombres sea concorde con la voluntad de Dios.

El drama de la humanidad consiste en la castración de nuestro ser vocacionado al impedir que desarrollemos lo que somos por designio divino. Y esto trae repercusiones concretas: «Y la sociedad -dice G. Rovirosa- sufre las consecuencias de su pecado. ¡Quién sabe si el cáncer ya no fuera temible, ni la radiactividad una esperanza, ni la energía solar un sueño, ni el orden social una quimera! Tal vez los que habrían de resolverlo están hoy picando piedra, batiendo cemento o cavando la tierra, y otros eran los que estaban destinados a estos fines».

Pese a que algunos han querido ver en la espiritualidad militante un trasfondo de antropología prometeica, el planteamiento que hace Rovirosa de la vida cristiana como vocación nos sitúa ante una ontología y una antropología de la Gracia. La respuesta humana es proporcional a la conciencia que se tenga del Don.

Desde esta perspectiva, se entiende la visión fundamentalmente esperanzada respecto a las posibilidades de las personas, ya que en todas late un proyecto divino. Se trata de actualizar la llamada latente. Por eso, Rovirosa, que firmaba sus tarjetas de presentación como «entusiasta», proclamaba que no hay nada más «contagioso» que un militante vocacionado; de la misma manera, insistía en que con pocas personas de este tipo, sale adelante cualquier proyecto apostólico serio.

Por último, Rovirosa ve a la persona, más que como un proyecto acabado, como una obra por hacer; en consecuencia, es más importante lo que deseamos ser que lo que somos ahora mismo: «Y así como cada ser creado halla su perfección siendo lo que es, el hombre (único ser libre) hallará su perfección siendo lo que puede ser»; por eso, el punto inicial de cualquier ascética es necesariamente esta afirmación: «Me falta algo». El hombre satisfecho de sí mismo es un puro absurdo; pero que abunda espantosamente.

Vocación y libertad

Sólo desde la anterior perspectiva, podemos entender adecuadamente la libertad, ya que ésta no es autónoma sino heterónoma, referida, cuando es auténtica, a la Verdad que se encarna en la vocación de cada uno.

Rovirosa subraya la positividad de la libertad humana, pues en ella radica nuestra dignidad de seres creados a imagen y semejanza del Dios Trino. La humanidad sin libertad sería un guiñol en un gran teatro destinado a divertir a un espectador monstruoso con las contorsiones trágicas e inútiles de sus criaturas; un campo de concentración inmenso y absurdo; por eso la Iglesia ha defendido siempre la libertad, «don sagrado» del que dependen el cielo y el infierno. Por tanto, la Iglesia es el único lugar de sana libertad de este mundo; es el reino del hombre total y de la libertad total, según Rovirosa.

La síntesis entre libertad y vocación es la responsabilidad, a la que Rovirosa apela frecuentemente en sus planteamientos. La responsabilidad aparece en la feliz conjunción de una «llamada» que sólo Dios puede dar y de la libertad con la que el hombre escoge su incorporación al Cuerpo Místico, mediante el cumplimiento del papel que le corresponde. Si no fuésemos libres, no seríamos responsables de una tarea tan trascendental como es la de responder al amor de Dios con amor humano.

La vocación bautismal

Una de las principales aportaciones de Rovirosa a la historia de la espiritualidad es la centralidad que le concede a lo que él llama «vocación bautismal». Todo el edificio apostólico que levanta nuestro autor está construido sobre las aguas bautismales, al estilo de lo que leemos en el Pastor de Hermas, cuando se representa a la Iglesia como una torre que se eleva sobre el agua primordial de la Iniciación Cristiana.

La tarea principal de los padres, catequistas y educadores es, precisamente, hacer descubrir a los niños que están llamados a tan alta dignidad: «¡Hermanos de la HOAC!, explicaba Rovirosa, ¡Nuestros hijos son de “madera de santos”. Nuestra santificación, entre otros aspectos, nos exige que ayudemos a ser santos como Dios quiere a los prójimos más prójimos que tenemos, que son nuestros hijos. Estudiarlos, investigar, descubrir… guiados por el Espíritu Santo… Nada existe en el mundo más apasionante que ser prospector de minas… de santos».

Ante esta vocación existen cinco actitudes: i. La de los que anteponen la seguridad familiar al desarrollo de la Gracia bautismal porque supone siempre riesgo, incomodidad y persecución. 2. La de los que la niegan por la codicia y no quieren la pobreza. 3. La de los que siguen a Cristo cuando multiplica panes y escapan cuando hay que ser comido. 4. La de los que le siguen sin acatar lo que no se comprende. 5. La de los que dicen «¡Heme aquí, Señor, para que mandes a tu siervo, hijo de tu Sierva!».

La realización de la vocación bautismal nos permite recuperar el rostro original de la Iglesia de Cristo, que se construye sobre las aguas primordiales del Bautismo y cuyo cuerpo es la Comunión- Solidaridad. Igualmente, exige el desarrollo de nuestras capacidades evidentes y profesionales.

Eclesiología de Comunión-Solidaridad

Al ser profundamente coherente con la primacía del Sacramento de Iniciación Cristiana y de que esa es la forma y fin que debe tener todo lo cristiano, Rovirosa anticipa la denominada eclesiología de comunión que va a tener tanto desarrollo a partir del Concilio Vaticano II. De hecho, la espiritualidad impulsada por Rovirosa ha sido uno de los principales agentes de cambio, posiblemente el más importante, de la mentalidad del clero español durante los años cuarenta-cincuenta, época en la que se preparan las profundas transformaciones que experimentará la Iglesia española en las siguientes décadas.

Rovirosa se marca como objetivo prioritario, recién nacida la HOAC, la difusión del apostolado obrero entre los seminaristas y los sacerdotes españoles, consciente de que para esta tarea no valía sólo el ser designado por el Obispo, sino que era preciso una decisión personal por una determinada manera de ser y de actuar. Por eso, en la multitud de viajes que emprende para extender y organizar la HOAC por toda la geografía española, nunca olvidará los encuentros con los seminaristas a los que invitaba a formar parte de los «Grupos de Jesús Obrero» en los que se formaban en fraternidad estrecha con los más pobres de la España de la postguerra. El objetivo era el siguiente: «Los “ungidos del Señor” de hoy y los de mañana habrán convivido con unos obreros que ni les piden limosna, ni recomendaciones, ni que les saquen las castañas del fuego, ni siquiera justicia para ellos mismos. Lo único que piden es lanzarse sacrificadamente, con plena responsabilidad, con plena dignidad de hijos de Dios, a la implantación de toda justicia en la sociedad, para que esta pueda recibir el mensaje de Cristo. Para ello necesitan recibir de los sacerdotes lo que únicamente los sacerdotes pueden dar: el sostén espiritual indispensable para que la Gracia santificante permanezca en ellos y puedan mantenerse en todo momento en las vanguardias del ejército pacífico del Papa».

El presbitero secular, según Rovirosa, no está llamado a vivir solo ni tampooc en comunidad de presbíteros sino en fraternidad con seglares; por tanto, la fraternidad presbiteral, esencial en todo ministro ordenado por razón del sacramento del Orden, significa vivir apostólicamente en comunión real con los seglares para llevar, sacramentalmente, sus problemas al corazón de la Iglesia y del presbiterio; por eso, Rovirosa les decía a los curas: «cuando estáis todos juntos, estáis siempre en petit comité; estáis solos por muchos que seáis. Aquí, con los militantes, no estáis solos, estáis en vuestro elemento». Igualmente significativa es esta aseveración suya: «Me dicen con frecuencia que hay escasez de sacerdotes y no seré yo quien lo niegue; pero, me parece que lo que más escasea son sacerdotes unidos a seglares, formando un solo corazón y una sola alma, verdaderas células de Iglesia».

Partiendo de la primacía de la vocación bautismal, Rovirosa será un apóstol incansable del matrimonio como verdadera llamada divina; por eso, se queja de que la inmensa mayoría de los que se casan no lo hacen conscientes de su vocación bautismal concretada en los desposorios cristianos, sino por inercia histórica, es decir, por borreguismo, que es todo lo contrario de ser ovejas del Buen Pastor.

Rovirosa señala tres etapas en la vida del cristiano desde el punto de vista vocacional:

    1. Desde el bautismo hasta los trece años (aproximadamente) hay que centrarse en el cultivo de la «etapa del Mandamiento Nuevo», esto es, en la vocación bautismal. Lo cual no significa que luego se olvide, ya que siempre será la base.
    2. En la adolescencia hay que descubrir el estado y la profesión en los que debemos cultivar nuestra llamada bautismal. Para vivir esto en plenitud, comienza entonces una etapa de preparación específica e intensa en la que los jóvenes deben ser ayudados por los padres, por sacerdotes y por laicos con experiencia. Rovirosa no se refiere sólo a los seminaristas y novicios, sino que los llamados al matrimonio también tienen que realizar este largo «noviciado».
    3. Esta segunda etapa concluirá con su consagración solemne y pública, comenzando entonces lo que nuestro autor llama «etapa de la Iglesia».
    4. Capacidades evidentes

Fiel a su espiritualidad de encarnación y a su concepción de la persona como vocación, Rovirosa entiende que la diferenciación sexual es un signo de una llamada específica. El plan de Dios se manifiesta en todas las dimensiones naturales de la persona, y una de las más importantes es la propia sexualidad, que es dual y complementaria. Rovirosa dirá que «se trata de hacer actual todo lo que está latente».

De esta forma se superan los planteamientos identitarios, que ponen la base de los derechos de la persona en las diferencias de género; esto, dirá Rovirosa, es un reduccionismo antropológico.

Si queremos realizar nuestras capacidades evidentes, es necesario poner por delante los deberes que nos atañen a todos por igual, ya que en ellos descubrimos el plan de Dios; después vendrán los derechos. No hacerlo es una violación de la dimensión evidente, tanto del varón como de la mujer. Los dos deben «mirar simplemente el horizonte desde un nuevo punto de vista», partiendo de la absoluta igualdad compartida y basada en la dignidad humana, en tanto en cuanto que los dos son redimidos e hijos de Dios y llamados igualmente a la santidad; los dos son solidariamente responsables de la marcha de la sociedad, incluyendo la gestión del poder político.

Hay que empeñarse, por consiguiente, no en fomentar las diferencias, tantas veces coyunturales o convencionales, sino en que cada uno sea lo que es, con la mayor fidelidad posible. Las semejanzas y las desemejanzas serán algo natural y espontáneo, fruto de su crecimiento ordenado y armónico, dentro del plan de Dios. De este cultivo de lo común, a la vez que de lo naturalmente diferente, nacerán la complementariedad y la sociabilidad: «Y he aquí que Dios ha querido enseñarnos esta lección de complementariedad entre diferentes con la demostración práctica constante de que lo más diferente entre seres humanos puede juntarse hasta formar uno solo y su signo es la fecundidad».

Capacidades profesionales

Ya desde los primeros materiales formativos que prepara para la incipiente HOAC, Rovirosa pone mucho empeño en el cultivo de las capacidades profesionales de los militantes cristianos; en el primer Círculo de Estudio escrito por él termina diciendo:

«Hacer el resumen de todo lo que se hace y de lo que se podría hacer en orden a revolucionar el sentido profesional…», pues de que se siga o no se siga la verdadera orientación profesional, depende en gran medida el buen desarrollo de la vida personal y social.

El aprecio por lo profesional también nace en Rovirosa de razones religiosas: la profesión, junto con la familia, centran el vivir del hombre, por lo que en su éxito o fracaso no sólo nos estamos jugando la vida temporal, sino también la eterna. Si se cultiva la vida profesional no sólo sale beneficiada la propia persona, sino toda la sociedad; de lo contrario, hay que mantener cárceles, manicomios y burdeles, además de la beneficencia, la burocracia y la represión, sentencia Rovirosa. Los que hacen avanzar el mundo no son los que se mueven por el afán de lucro, como sostiene el capitalismo, sino la gente vocacionada, que realiza aquello por lo que siente gozo y satisfacción de espíritu. Por el contrario, cuando se impide el cultivo de la propia capacidad profesional, se condena a la persona a trabajos forzados.

La realidad profesional es la más frágil de todas las llamadas que constituyen al ser humano, ya que la mayoría de las veces la deciden los que sobre el niño tienen autoridad y con criterios externos al cultivo de su promoción.

Nuestro autor habla de una nueva forma de amor, que es el «amor vocacional»: consiste en el amor que todos tenemos por nuestro trabajo predilecto; así se forman los técnicos, los artistas y los obreros que embellecen la vida social, porque cada uno embellece su propia vida con un trabajo gustoso. Pero cuando nos vemos obligados a trabajar en una ocupación que no coincide con la «vocación profesional», algo se amarga y se rebela en nuestra alma, algo protesta y se agita de tal forma que puede torcer toda una existencia, y puede convertir en odio el tesoro de amor que Dios nos infundió al nacer. Y si el amor innato se transforma en odio, ¿qué límites lo detendrán?

La cultura materialista vigente y el sistema socioeconómico predominante en el mundo han envilecido todas las profesiones, menos una: la de rico, afirma Rovirosa. Frente a esto, hay que inculcar en los aprendices intenso amor a lo profesional y profundo desprecio y asco a las fortunas amasadas con sangre y lágrimas de los pobres. Desarrollar la propia profesión permite rezar con las manos, ya que es un ministerio sagrado, decía nuestro autor.

Rovirosa defiende la existencia del derecho de propiedad profesional, al que están obligados los padres para con sus hijos, al igual que deben proporcionarles «bienes» materiales, sobrenaturales y de cultura: este derecho es previo a los tan divulgados de libertad, igualdad y fraternidad.

Para Rovirosa no es lo mismo el <<trabajo>> en abstracto que la profesión; por eso, los que no trabajan, los enriquecidos y los que explotan, invitan al <<amor al trabajo>>; pero éste, en abstracto, es un castigo. Otra cosa es la profesión: ésta es un complemento para que quede bien definida la personalidad de un hombre; de ahí que no considerase a los obreros como hijos del trabajo, sino como hijos de la profesión. •

Publicado en la revista Revista Id y evangelizad n 137.