“Podemos decir entonces que, en el origen de muchas dificultades del mundo actual, está ante todo la tendencia, no siempre consciente, a constituir la metodología y los objetivos de la tecnociencia en un paradigma de comprensión que condiciona la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad.”
Francisco, Laudato si, 108-109.
Así pues, no nos podemos servir de la técnica como de un simple instrumento en nuestra manos, porque hoy el paradigma tecnocrático (Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, 7: «No pocos, poniendo una excesiva confianza en el progreso de las ciencias naturales y de la técnica, se inclinan hacia una especie de idolatría de las cosas temporales, haciéndose esclavos más que señores de ellas») se ha vuelto tan dominante que es muy difícil prescindir de sus recursos.
A menudo se estigmatizan hoy comportamientos y estilos de vida con objetivos divergentes que, al menos en parte, se muestran independientes de la técnica, de sus costes y de su poder globalizante y masificador. A esos comportamientos «libres» y «a contracorriente» se los acusa de ser retrógrados, contraculturales e incluso irracionales.
Hay quien se está dando cuenta, con no poco temor, de que la técnica no solo tiende a controlar todas las cosas, sino incluso los pensamientos, y de que actúa para que nada quede fuera de su férrea lógica.
Escribía Romano Guardini: «El hombre […] sabe que, en último análisis, no se trata ni de utilidad, ni de bienestar, sino de dominio; dominio en el sentido extremo de la palabra». Por eso «trata de aferrar los elementos de la naturaleza juntamente con los de la existencia humana».
De ese modo, sin tener una verdadera conciencia de ello, se reducen progresivamente la capacidad de decisión de la persona humana, su libertad más auténtica y el espacio para la creatividad de los individuos. Cuando todos poseen los mismos instrumentos, todos comunican a través de ellos, todos se adaptan a las lógicas y a las propuestas que como por encanto salen de estos instrumentos que exaltan la velocidad. Esto se llama masificación.
Pero hay más, y más grave: el paradigma tecnocrático y la tecnocracia ejercen su dominio en particular sobre la economía y la política.
La economía explota todo desarrollo tecnológico en función de su beneficio, sin prestar mucha atención a posibles consecuencias negativas para el ser humano en su complejidad. Un ejemplo son las finanzas globalizadas, que sofocan la economía real: no se ha aprendido la lección de la gravísima crisis financiera mundial de 2007-2008, y con mucha lentitud se aprende la del deterioro del entorno natural.
En algunos círculos intelectuales se cree y se hace creer que la economía actual y la tecnología sometida a ella resolverán todos los problemas personales, sociales y ambientales, del mismo modo en que se afirma, con un lenguaje no académico pero cínico en su irrealidad, que los problemas del hambre y de la miseria en el mundo se resolverán simplemente con el toque de la varita mágica del crecimiento del mercado.
A algunos les podría parecer que esa cuestión es una disputa académica trivial entre teóricos de las ciencias económicas y políticas, pero en realidad se trata de algo muy concreto. Son de hecho ideas equivocadas que tienen influencia en la vida cotidiana de las personas humanas.
Aunque muchos hombres y mujeres no dan valor a dichas teorías, en realidad las sostienen de hecho con sus comportamientos, no preocupándose de garantizar un nivel justo a la producción, de ofrecer una mejor distribución de la riqueza, de comprometerse a cuidar del entorno de modo responsable o de defender los derechos de las generaciones futuras.
Con su comportamiento, estos hijos de la tecnocracia afirman simplemente que el objetivo de maximizar los beneficios bastaría para hacernos progresar hacia no se sabe bien qué hipotético paraíso, terrenal o celestial. Pero es evidente -conviene repetirlo- que el mercado por sí solo no puede garantizar el desarrollo humano integral ni la inclusión social (CV 35). Ya son pocos los eruditos que sostienen lo contrario con conocimiento de causa.
Mientras tanto, usando las palabras de Benedicto XVI, conocemos una «especie de superdesarrollo disipador y consumista que choca de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora» (CV 22). Y no vemos la necesaria voluntad política de crear con suficiente celeridad instituciones económicas y programas sociales que permitan a los más pobres acceder de modo regular a los recursos básicos.
Demasiados hombres y mujeres de poder no se percatan suficientemente de las raíces más profundas de los desequilibrios actuales, que tienen que ver con la orientación, los fines, el sentido y el contexto social del crecimiento tecnológico y económico.