Derecho a un trabajo digno y humanizador

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Además de satisfacer las necesidades materiales, los seres humanos tenemos necesidad de realización personal. Aunque aquí entran todas las «exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas» mencionadas en la Gaudium et spes, nos vamos a centrar en algo que tiene gran importancia para la organización económica: La exigencia de posibilitar a todos los seres humanos un trabajo digno y humanizador.

A los antiguos griegos les habría sorprendido mucho eso del «trabajo digno y humanizador». La civilización greco-romana manifestó muy poco aprecio hacia el trabajo, especialmente cuando se trataba de trabajo manual. Platón consideraba que la producción de riquezas era una ocupación inferior para los seres humanos, tarea propia de esclavos y siervos; el hombre libre debe dedicarse a cultivar su espíritu1. También Aristóteles pensaba que «la persona que vive una vida de trabajo manual o de jornalero no puede entregarse a las ocupaciones en que se ejercita la bondad»2. «La felicidad perfecta consiste en el ocio»3. Es verdad que los estoicos revalorizaron algo el trabajo, pero a pesar de ello observamos en Cicerón el más aristocrático desprecio hacia cualquier trabajo manual4.

Fue el cristianismo quien revalorizó plenamente el trabajo. No podía ser de otra forma teniendo en cuenta que «aquel que, siendo Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente “Evangelio del trabajo”»5. Por eso la Iglesia de los tiempos apostólicos manifestó hacia el trabajo una estima desconocida hasta entonces. «Si alguno no quiere trabajar -decía rotundamente san Pablo-, que tampoco coma» (2Tes 3,10). Y en otro lugar nos dice que el trabajo forma parte de la «vida nueva» del cristiano: «El que robaba, que ya no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil» (Ef 4,28).

Dejando ahora aparte los valores específicamente cristianos del trabajo (prolongación de la obra creadora de Dios, colaboración en la edificación del Reino, etc.), veamos algunos valores del trabajo que están al alcance de cualquier ser humano, creyente o no, y debe garantizar el sistema económico:

Ante todo, el trabajo es -para quienes no están incapacitados-la forma más digna de obtener el sustento cotidiano. Por eso no sería en absoluto suficiente un sistema de protección social que garantizara a todos los ciudadanos un nivel de vida decoroso pero sin ofrecerles trabajo. Recordemos aquella canción del padrenuestro: «Que nunca nos falte el trabajo, / que el pan es más pan / cuando ha habido esfuerzo».

Pero sería bien pobre trabajar únicamente por exigencias estomacales. Lo más peculiar del hombre es aquel trabajo que no se realiza (al menos, no principalmente) por motivos económicos. Marx llegó a afirmar que John Milton escribió El paraíso perdido por las mismas razones y similares urgencias que apremian al gusano de seda a producir seda6.

El trabajo nos ofrece una ocasión privilegiada para servir a los demás ofreciéndoles los bienes y servicios que somos capaces de producir. En las oficinas y en las fábricas, en los hospitales y en los campos, se trabaja afanosamente para hacer del mundo un lugar cada vez más habitable.

De esta forma el trabajo une a cada hombre con todos los demás. Unamuno hablaba del zapatero que había llegado a ser tan insustituible para sus parroquianos «que tengan que echarle de menos cuando se les muera -se les muera, y no sólo se muera-, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debería haberse muerto»7.

Más allá de eso, el trabajo sirve también para hacer hombres. Recordemos una frase justamente famosa de Marx: «Todo lo que se puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano»8. Esto ocurre en el doble sentido de hominización y humanización. En primer lugar, podemos decir que, en el proceso de evolución de las especies, «nuestros peludos antepasados» -como los llamaba Engels9-empezaron a ser hombres cuando tallaron algunas herramientas (por muy rudimentarias que fueran) para trabajar. Se ha sostenido frecuentemente, en efecto, que la invención de la herramienta es lo que constituye el acta de nacimiento del hombre. En segundo lugar, los «ya hombres» han ido creciendo en humanidad gracias al trabajo. Con pleno derecho el hombre espera de su trabajo no sólo «tener más», sino «ser más». «Responde plenamente al plan de la Providencia -dijo Juan XXIII- que cada hombre alcance su propia perfección mediante el ejercicio de su trabajo diario»10.

Por último, el hombre trabajador proyecta su propia personalidad en sus obras. Como decía Pablo VI,

«ya sea artista o artesano, patrono, obrero o campesino, todo trabajador es un creador. Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime un sello, mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de invención»11.

Naturalmente, la primera condición para realizarse mediante el trabajo es tenerlo. La Doctrina Social de la Iglesia proclamó -ya desde la primera encíclica social12– el derecho al trabajo. Y Juan Pablo II dijo de forma enfática que el trabajo

«es el gran y fundamental derecho del hombre»13.

No basta, sin embargo, cualquier trabajo para realizarse. Seguramente hoy pocos de nuestros contemporáneos serían capaces de reconocer en el trabajo que realizan las posibilidades humanizadoras que acabamos de mencionar. De hecho, la posibilidad de realización personal mediante el trabajo ha desaparecido en nuestros días casi completamente para la mayoría de los trabajadores. Como dijo Pío XI,

«de las fábricas sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y se hacen más viles»14.

En primer lugar, debemos decir que la división del trabajo no sólo tiene ventajas económicas sino también costos humanos. Hace más de doscientos años, en un pasaje ya clásico, Adam Smith describió la fabricación de un alfiler15. Un trabajador al viejo estilo, que realizara por sí solo todas las operaciones necesarias, apenas podría fabricar un alfiler cada día, y desde luego nunca más de veinte. En contraste con ello, el célebre economista escocés describía una «manufactura» que había visitado en la cual las 18 operaciones necesarias para fabricar el alfiler eran realizadas por diez obreros distintos, cada uno de los cuales se había especializado en una o dos de esas operaciones. Entre todos ellos producían más de 48.000 alfileres al día; es decir, 4.800 por obrero. Las cadenas de producción han aumentado la productividad, en efecto, pero deshumanizan a los trabajadores. La división del trabajo, como cualquier otro proceso, puede atravesar un umbral a partir del cual se deshumaniza. El artesano medieval que realizaba por sí mismo todas las operaciones necesarias para producir cualquier objeto (relojes, muebles, tejidos, zapatos…), producía menos y tenía un nivel de vida inferior al del moderno obrero especializado, pero realizaba una labor llena de sentido. Por el contrario, el trabajo fraccionado en partes infinitesimales es para quien lo ejecuta una actividad ininteligible, envilecedora, estúpida. ¿A qué ha quedado reducido un hombre que sabe por todo secreto fabricar un dieciochavo de alfiler? Recordemos la película Tiempos modernos (1936), en la que Charlot se pasa la vida apretando tuercas al ritmo que le impone la cadena de montaje y acaba apretando cuanto se pone a su alcance, desde los botones de las señoras hasta las narices de sus compañeros.

Mientras el trabajo artesano permitía a los trabajadores proyectar su propia personalidad en sus obras, en el trabajo industrial en cadena ya no es el ser humano, sino la máquina, quien se expresa.

Por eso, aun cuando cambien los trabajadores, el resultado sigue siendo el mismo. Como decían Horkheimer y Adorno, todo trabajador intuye más o menos claramente que «cada uno es sólo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible, un ejemplar. El mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente sustituible, la pura nada»16.

En segundo lugar, en nuestros días cada vez más trabajadores -no sólo de la industria, sino también de los servicios- están empleados en términos de «lo tomas o lo dejas». Hace veinticinco años habría resultado increíble que pudiéramos llegar a aceptar sin rechistar unas condiciones laborales que los trabajadores de entonces habrían considerado intolerables: jornadas agotadoras por salarios de subsistencia, flexibilidad laboral que permite a las empresas disponer de los trabajadores como de las máquinas, poniendo el interruptor en off o en on según les convenga, etc.

Por último, muchos trabajadores -desde los técnicos en obsolescencia que estudian cómo producir objetos de vida efímera hasta los teleoperadores que venden cosas inútiles por teléfono-no sirven para nada útil. Cuando carece de sentido el fruto de un trabajo, difícilmente puede tenerlo el trabajo mismo. Decía Dostoyevski: «Si me diera alguna vez por aniquilar a un hombre, por castigarlo con el más horrible castigo, (…) no tendría que hacer otra cosa que darle a su trabajo el carácter de una inutilidad y carencia de sentido total y absoluta. (…) Si lo obligara a trasegar agua de una tina a otra y de ésta a aquélla, (…) se suicidaría al cabo de unos días»17.

Marx pensaba que, gracias a esos trabajos frecuentemente embrutecedores, los seres humanos modifican la realidad exterior y esa realidad transformada hará posible que en el futuro nazca el «hombre nuevo». En el mundo capitalista se acepta igualmente que de momento es imposible para la mayoría de los operarios el trabajo humanizador porque debe darse prioridad al aumento de la producción (recordemos aquel artículo de Keynes mencionado más arriba: «Las posibilidades económicas de nuestros nietos»). En cambio la Moral cristiana considera que ahora ya los trabajadores deben realizarse como personas por el acto mismo de trabajar.

Santo Tomás de Aquino distinguía entre un efecto de la acción que pasa al exterior, modificándolo, y otro efecto que permanece en el agente modificándolo igualmente18. Juan Pablo II llamó a esos dos efectos significado objetivo19 y significado subjetivo del trabajo20, respectivamente, afirmando que debe haber una «preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo»21, porque el hombre es más importante que las cosas y la persona humana no puede ser «considerada como un instrumento de producción»22.

Quienes consideran que el fin de la economía no es satisfacer las necesidades humanas, sino aumentar el Producto Interior Bruto, no suelen preocuparse por el modo de conseguirlo. Como escribió Mishan, «cualquier duda con respecto a que, por ejemplo, una tasa de crecimiento del 4 por ciento, puesta de manifiesto por el índice, sea mejor para la nación que una tasa del 3 por ciento, es algo que raya en la herejía; equivale a poner en duda que 4 es mayor que 3»23. La Moral cristiana, en cambio, considera que no es legítimo perseguir el aumento de la producción a cualquier precio; y, concretamente, no es legítimo hacerlo al precio de eliminar el trabajo humanizados

Benedicto XVI, tras recordar que Juan Pablo II hizo un llamamiento a favor de «una coalición mundial a favor del trabajo decente, alentando la estrategia de la Organización Internacional del Trabajo», continúa diciendo: «Pero, ¿qué significa la palabra “decencia” aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación».

Luis González-Carvajal Santabárbara


 

NOTAS AL PIE

1Platón, Las Leyes, 743 e (Obras completas, Aguilar, Madrid, 2a ed., 1972, p. 1.359).

2Aristóteles, Política, 1278 a (Obras, Aguilar, Madrid, 2a ed., 1977, p. 1.458).

3Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1177 b (Obras, p. 1.304).

4Cicerón, Marco Tulio, Los oficios, lib. I, cap. 42 (Los oficios. Los diálogos. Las paradojas, Aguilar, Madrid, 3a ed., 1963, pp. 121-123).

5Juan Pablo II, Laborem exercens, 6 e (Oncegrandes mensajes, p. 568). La expresión «Evangelio del trabajo», aunque ha sido popularizada por la Laborem exercens, donde aparece hasta seis veces, no es original de Juan Pablo II. Hace ya sesenta años Paul Doncoeur publicó un librito titulado precisamente L’Évangile du travail (Editions de l’Orante, París, 1940).

6Marx, Karl, Teorías sobre la plusvalía (Obras de Marx y Engels, t. 45, Crítica, Barcelona, 1977, p. 421).

7Unamuno, Miguel de, Del sentimiento trágico de la vida (Obras completas, t. 7, Escélicer, Madrid, 1966, p. 270).

8Marx, Karl, Manuscritos de París, 3er manuscrito (Obras de Marx y Engels, t. 5, Crítica, Barcelona, 1978, p. 387).

9Engels, Friedrich, Dialéctica de la naturaleza (Obras de Marx y Engels, t. 36, Crítica, Barcelona, 1979, p. 165).

10Juan XXIII, Mater et magistra, 256 (Once grandes mensajes, p. 197); cfr. también Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 33-36 y 57 (ed. cit., pp. 419-422 y 447).

11Pablo VI, Populorum progressio, 27 (Once grandes mensajes, p. 341).

12León XIII, Rerum novarum, 32 (Oncegrandes mensajes, p. 46).

13Juan Pablo II, Homilía en Nowy Targ, Polonia (8 de junio de 1979), n. 3: Ecclesia 1.940 (30 junio 1979) 806.

14Pío XI, Quadragesimo anno, 135 (Oncegrandes mensajes, p. 113).

15Smith, Adam, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 8-9.

16horkheimer, Max, y Adorno, Theodor W., Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 3a ed., 1998, p. 190.

17Dostoyevski, Fiodor M., Memorias de la casa muerta (Obras completas, 1.1, Agui-lar, Madrid, 10a ed., 1973, p. 1.177).

18fr. Tomás de Aquino, Summa Theologica, 1, q. 18, a. 3; q. 41, a. 1; etc. (Suma de Teología, 1.1, BAC, Madrid, 1988, pp. 240,398, etc).

19Juan Pablo Tí, Laborem exercens, 5 (ed. cit., pp. 564-566).

20Juan Pablo II, Laborem exercens, 6 (ed. cit., pp. 566-569).

21Juan Pablo II, Laborem exercens, 6 f (ed. cit., p. 568-569). Cfr. Juan XXIII, Mater et magistra, 107 (Oncegrandes mensajes, p. 158).

22Juan Pablo II, Laborem exercens, 7 c (ed. cit., p. 570).

23Mishan, Ezra Joshua, Los costes del desarrollo económico, Orbis, Barcelona, 1983, p. 15.