DIVINA ECONOMIA

Un orden económico verdadero

D.Stephen Long.

Profesor de Teología Sistemática en el Garrett-Evangelical Theological Seminary

 

…La doctrina social de la Iglesia Católica no estaba tan enamorada de la ciencia económica como lo estaban los teólogos anglicanos del siglo XIX. Quizá esto se debía a que el test para la economía política cristiana de los ingleses era Irlanda. La respuesta dada por los estudiosos cristianos de la economía política fracasó estrepitosamente (un fracaso que debería hacemos sospechar de cualquier intento de ponerla en práctica como política). Los teólogos católicos no desarrollaron una alternativa netamente católica en respuesta a la fracasada política llevada a cabo en Irlanda, pero Villeneuve “reafirmó la antigua soberanía de la teología sobre cualquier otra ciencia”, frente a personajes como Malthus. Así, Villeneuve se negó a distinguir entre una economía neutral  con respecto a los valores morales por una parte, y por otra los problemas de la virtud y la riqueza.’? Villeneuve propuso que “lo que uno debería intentar es una síntesis entre la eficiencia inglesa y el sentido cristiano de la responsabilidad de unos para con otros. Pues de otro modo estallarían la violencia y la lucha de clases”.[i]

La enseñanza social católica dio luego origen a lo que se conocería como la “economía de la caridad”, que buscaba una tercera vía entre el liberalismo económico y el socialismo. Fue esta búsqueda lo que dio lugar en 1891 a la encíclica Rerum Novarum de León XIII, en la que la doctrina social católica dio una respuesta oficial al predominio del capitalismo y a la amenaza del socialismo. Esto inició una tradición de enseñanzas papales sobre las relaciones entre teología y economía. Encíclicas corno Quadragesimo Anno(Pío XI, 1931), Mater et Magistra(Juan XXIII, 1961), Populorum Progressio(Pablo VI, 1967), Laborem Exercens(Juan Pablo II, 1981) y Centesimus Annus(Juan Pablo II, 1991) desarrollaron temas presentes en la Rerum Novarum, en un intento, como señaló Juan XXIII, de poner en relación la economía con la moralidad’.

¿Qué nivel de éxito alcanzaron estos intentos? Han fracasado por una serie de motivos. Un motivo es que en los últimos años del siglo XX, la autoridad de los obispos en los asuntos económicos simplemente no es reconocida por los laicos. Estas enseñanzas no se juzgan a la luz de las tradiciones teológicas y morales que los obispos preservan y producen, sino desde la ciencia económica encarnada en la vida de los laicos y, progresivamente, también entre el propio clero. Un segundo motivo es que estas enseñanzas se han dirigido a todas las personas de buena voluntad, y por eso no se han desarrollado a partir de un lenguaje teológico específico capaz de formar a la gente dentro de la Iglesia. Esas enseñanzas vinieron a acuñarse en un lenguaje aceptable para la modernidad, el lenguaje de los derechos y de los cálculos tecnológicos. De este modo, las enseñanzas vinieron a ser tan formales y generales que resultaron decisivamente ambiguas. Todas las partes implicadas en el debate podían reclamar su aplicabilidad.

León XIII, la Sagrada Familia y la economía

La doctrina social católica ha tratado de presentar sus conclusiones en términos que fueran universalmente accesibles. Con frecuencia no suponía la necesidad de la teología para iluminar los asuntos económicos. De hecho, tendió a reproducir la doctrina escolástica de una doble finalidad para la existencia humana, de modo que la economía pudiera ser vista en la esfera de lo meramente natural. La doctrina social católica no nos ha llevado sustancialmente más allá de la teología natural de figuras anglicanas como Malthus, Paley, Sumner y Whatley.[ii]Un análisis de la Rerum Novarum, sin embargo, muestra que los comienzos de la doctrina social de la Iglesia Católica tenían el potencial de conectar teología y economía de un modo sustantivo, particularmente mediante el análisis que realiza León XIII de la Sagrada Familia como hacedora de la posibilidad de la encarnación. La lógica de la encarnación generó la enseñanza social católica en materia de economía, aunque no siempre es esa lógica la que la sostiene. Una vez que esas encíclicas pasaron a ser “doctrina social”, fueron empleadas para extraer principios tales como la “dignidad humana”, en orden a la reconstrucción de un orden social más allá de los confines de la Iglesia. El resultado fue la pérdida de una economía que pudiera encarnarse en un relato teológico, una acomodación de la doctrina social católica a la ciencia económica y la búsqueda de un sistema económico que tuviera una aplicabilidad universal sin necesidad de unos presupuestos teológicos católicos.

En la Rerum Novarum, León XIII establecía una íntima conexión entre la vida de Cristo y nuestra comprensión del trabajo. León XIII proclamaba que la contemplación del trabajo de Cristo como carpintero llevaba a la conclusión de que la valía y la nobleza de un persona se fundaba en su trabajo. Afirmaba

Respecto a los pobres, la Iglesia nos enseña insistentemente que Dios no ve desgracia alguna en la pobreza, ni motivo  de vergüenza en tener que trabajar para vivir. Cristo  nuestro Señor confirmó esto con su modo de vida, cuando por nuestra salvación Él, “siendo rico se hizo pobre por nosotros”. Escogió ser visto y conocido  como el hijo de un carpintero, a pesar de ser Hijo de Dios y verdadero Dios Él mismo; y habiendo hecho esto, no tuvo ningún reparo en emplear gran parte de su vida en el oficio de carpintero. La contemplación de este ejemplo divino hace que sea más sencillo comprender que la valía y la nobleza de un hombre se fundan en su modo de vida, es decir, en su virtud; que la virtud es la herencia común de la humanidad, accesible igualmente al que tiene una posición alta y al que la tiene baja, al rico y al que carece de bienes; y que la recompensa de la felicidad eterna sólo se obtiene mediante actos de virtud y servicio, independientemente de quién los lleve a cabo. De hecho, la voluntad del mismo Dios parece tener preferencia por las personas que son especialmente desafortunadas.[iii]

Vemos aquí la prioridad de los bienes internos de la virtud sobre los bienes externos, y al mismo tiempo, un reconocimiento de la importancia de los bienes externos para el cultivo de la virtud. Esta declaración teológica revela una concepción católica del trabajo como algo íntimamente ligado al cultivo de la virtud y como una representación de la vida de Cristo. El trabajo no puede interpretarse como una mercancía que podría ser explicada sólo mediante la oferta y la demanda, porque la encarnación y la misión de Jesús han santificado el trabajo como un componente esencial de la economía divina. Dios ha asumido la forma de la carne. Esta forma está vinculada inextricablemente a los intercambios diarios que requiere la condición humana carnal. El trabajo de José y de María les proporcionó las condiciones para poder recibir a Jesús como un don del que era preciso cuidar. El ejemplo de Jesús muestra que su propia virtud estaba asociada con su trabajo, y la tarea de sus seguidores es repetir su modelo. El trabajo es necesario para la virtud.

A León XIII no le agradaba el orden capitalista industrial de finales del siglo XIX. Lo consideraba marcado por la “inhumanidad de los empleado res, la ambición desmesurada de los competidores” y por una “usura voraz”.” El máximo error de aquel orden era su abandono de los trabajadores. Esto se derivaba del contrato de trabajo por un salario, que reducía a los trabajadores a meras mercancías. El trabajo perdía su dignidad, y por tanto la posibilidad de ayudar a cultivar la virtud. Aunque Karl Marx mantenía una opinión similar.[iv]León XIII no veía en el socialismo una solución al dilema de los trabajadores. En cambio, se inspiró en la Sagrada Familia como ejemplo de práctica social alternativa.

Gracias a la reflexión sobre la Sagrada Familia, León XIII concebía el trabajo, no como una mera mercancía sujeta a la libre competencia, sino como una vocación llena de dignidad. El trabajo proporcionó las condiciones necesarias, tanto para que María pudiera dar a luz al Mesías como para que Jesús creciera, se desarrollara y madurara. Así, en la Encíclica Quamquam Pluries(1889), sobre la figura de San José, León XIII escribió  que “José consagró su vida al trabajo, y mediante sus manos y su destreza producía lo que era necesario para quienes dependían de él” (b). La palabra “necesario” no está en esa frase por casualidad. Cuando León XIII reiteró la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el salario justo, sostuvo que “la condición del obrar humano ha marcado el trabajo, por naturaleza, con dos señas peculiares”. La primera, que es “personal”; la segunda, que es “necesario”. (c)

El trabajo es personal porque es una función de la persona que actúa. Así, una persona por sí sola debería tener el poder de disponer de sus actos. El aspecto personal del trabajo requiere una cierta libertad en las personas para obtener propiedades y llevar a cabo contratos. Esto recuerda claramente la doctrina de John Locke, pero para León XIII esta libertad no es absoluta: pues el trabajo no sólo es personal, sino también necesario. Este aspecto del trabajo como necesario hace que León XIII tenga serias reservas sobre el sistema de libre mercado.

En el sistema de libre mercado los trabajadores han de ser “libres” para llevar a cabo cualquier contrato que deseen sin interferencias, ni políticas ni de la Iglesia. Este sistema fue articulado en primer lugar por Adam Smith cien años antes de la Rerum Novarum. Jeremy Bentham lo desarrolló más sistemáticamente al escribir que “por afecto a él, a ningún hombre maduro y en su sano juicio se le debería impedir hacer, con el fin de obtener dinero, los negocios y tratos que, con los ojos abiertos, considere adecuados a sus intereses”.[v] Para León XIII, sin embargo, estos contratos supuestamente libres que se establecen entre trabajadores y empleado res son inaceptables. Toda persona tiene la obligación de mantenerse vivo, y el trabajo es la condición previa necesaria para satisfacer esa obligación. Nadie tiene derecho, por tanto, a establecer ningún contrato que entre en colisión con esta obligación. Pero esto es exactamente lo que hace el contrato que compra trabajo por sueldo, con su supuesta “libertad”: se niega a tener en cuenta la obligación que tanto los empleado res como los trabajadores tienen de “producir lo que es necesario para aquellos que dependen de nosotros”.

Incluso la encarnación dependió de la obligación necesaria del trabajo, una obligación cumplida por San José y por la Virgen  María. Cuando Dios asumió la carne humana, asumió una carne como la nuestra. Era, por tanto, una vida vinculada a las condiciones de la familia y del trabajo, una vida sujeta a todas las vicisitudes que lleva consigo nuestra existencia carnal. Si San José hubiera trabajado para un empleador que le hubiera negado un salario justo, habría sido una amenaza semejante a la matanza de los inocentes por Herodes. Y sin embargo, San José pudo, gracias a su propio trabajo, proporcionarse “lo que era necesario para quienes dependían de él”. Si San José hubiera trabajado para una compañía minera, para los ferrocarriles o en las fábricas textiles a finales del siglo XlX, o si hubiera trabajado para un restaurante de comida basura en el siglo XX, con su trabajo no podría haber mantenido a su familia. La encarnación misma se habría visto amenazada. La Sagrada Familia nos proporciona, pues, una prueba a favor de la dignidad del trabajo y del deber de los empleado res de proporcionar un salario que pueda sustentar la vida. Nadie tiene el derecho de estipular un contrato de trabajo por menos de eso. Un acto así sería intrínsecamente malo.” [vi]

Debido a la necesidad del trabajo, León XIII también se opuso a la socialización de la propiedad privada. Más que una propiedad común, la justicia exige que a los trabajadores se les dote de un mayor “poder de disponer sobre la propiedad”. Encontramos aquí el comienzo de una acomodación católica a la modernidad mediante la insistencia de Locke en que la voluntad es la base de los derechos de propiedad. Si bien en laRerum Nouarumeste argumento sirve para conceder más derechos de propiedad a los pobres, también allana el camino a las afirmaciones posteriores sobre la “dignidad individual”. La dignidad individual radica en la libertad, y ésta se asocia a los derechos de propiedad individuales y a la necesidad de “extender el dominio sobre la naturaleza” por el bien del desarrollo, tal y como se presenta particularmente en las encíclicas de Juan XXIIJ.[vii]Pero León XIII no era Locke. La similitud entre ambos no debería exagerarse.”[viii]Para León XIII, la necesidad del trabajo exige que un trabajador disponga de ciertos tipos de propiedades, lo que constituye una condición previa para un modo de vida que es más antiguo que el estado mismo: la vida de familia. Así, su recurso a la Sagrada Familia ofrece resistencia, tanto a las heridas que el contrato de trabajo hace a la familia como a la proclamación de la propiedad común en el socialismo.”[ix]

Un argumento contra el análisis del trabajo de León XIII es que, a sabiendas o sin pretenderlo, sirve simplemente para mantener a los pobres en su lugar y luego designa esas circunstancias  forzadas como “virtud”. En otras palabras, sería sintomático de un ordenamiento de las relaciones económicas tradicional, paternalista y jerárquico. Si en 1891 una ordenación de este tipo hubiera sido la dominante, entonces tal vez esta acusación hubiera sido razonable. Sin embargo, a finales del siglo XIX las relaciones económicas estaban muy lejos de basarse en un tradicionalismo jerárquico. Muy al contrario, el liberalismo económico, con su oposición a todo lo tradicional, estaba ya profundamente arraigado. De hecho, se había dado una transformación que basaba todas las relaciones económicas sólo en el sistema de libremercado. Así pues, si la crítica contra la enseñanza papal es que sirve a los intereses de una ideología elitista y patriarcal, entonces resulta que esas enseñanzas serían, a lo más, potencialmente inofensivas. Esto es, serían una forma residual de unas relaciones jerárquicas que trataban de apuntalar el poder de los pocos que ya de hecho lo tenían de esa manera, particularmente en los Estados Unidos y en la Inglaterra de la década de 1890.[x]

La modernidad, la tradición del liberalismo económico y el papel de la Iglesia y de la familia

Cuando se compara con la concepción dominante de las relaciones económicas de su tiempo, el empeño que pone León XIII en presentar la Sagrada Familia como un ejemplo de  virtud económica es más que el mero residuo de una relación jerárquica desacreditada hace mucho tiempo. Lo que constituye, de hecho, es una crítica mordaz a la filosofía económica más poderosa del momento, el liberalismo, que era el discurso fundacional del capitalismo, o quizás el discurso que brotaba como consecuencia de él.

Este discurso se caracteriza por la pérdida de la autoridad basada en los roles sociales tradicionales. Las acciones morales de las personas ya no son inteligibles desde su puesto en .el seno de una comunidad, sino que las personas son reconstruidas como individuos que dan valor a las realidades del mundo mediante sus actuaciones autónomas. Esta concepción de la acción humana da forma al significado moral. El significado moral ya no se encuentra como algo que está per sefuera del sujeto individual, sino que debe imponerse al mundo mediante nuestras actuaciones volitivas. De este modo, la moralidad, al igual que el precio de los bienes de consumo en general, se percibe como una cuestión de valor, determinado por la preferencia subjetiva. Esta transformación es la “modernidad”. La modernidad se caracteriza por un énfasis en la libertad, especialmente  una libertad concebida como ausencia de toda constricción. Las constricciones tradicionales eran la Iglesia y la familia. Y entre los filósofos de la economía que escribieron el guión de nuestro bautismo en la modernidad, tanto la Iglesia como la familia, y especialmente la familia pobre, se veían como amenazas decisivas para la supuesta “libertad perfecta” del sistema económico.

Adam Smith estableció las cuestiones que habrían de dar forma a la tradición del liberalismo económico. Un signo de la transformación que se produjo es que, mientras que Santo Tomás de Aquino estudiaba las relaciones económicas bajo el prisma de la virtud de la justicia (que sólo podía alcanzar su plenitud con la virtud infusa de la caridad), Smith, un filósofo moral, las estudiaba desde el prisma de la virtud de la prudencia, entendida ahora en términos de conveniencia. Su famoso libro, publicado en 1776, La riqueza de las naciones [The Wealth of Nations}, había nacido de sus lecciones de filosofía moral y formaba la cuarta parte de las lecciones dedicadas a la categoría de la conveniencia. Para Santo Tomás, la justicia era la virtud moral que regulaba las relaciones entre las personas, y entre las personas y las cosas. Para Smith, la justicia era una consecuencia de la “libertad perfecta”; y la libertad perfecta era la precondición necesaria para que el sistema de mercado funcionara según su propia lógica, y así generara abundancia para todos. Smith fue bastante explícito al sostener que la libertad perfecta exigía acabar con las interferencias en el mercado, ya fueran interferencias políticas, basadas en la justicia, o eclesiásticas, basadas en la caridad. La virtud esencial necesaria para la lógica del sistema ideado por Smith era la prudencia en la búsqueda de la propia ventaja de cada uno. Donde esto se llevará a cabo sin interferencias indebidas de la Iglesia o del estado, la justicia aparecería por sí sola. Por lo tanto, se suponía que unos medios conflictivos conducirían a un fin armonioso.[xi]

El conflicto que Smith preveía era entre dos grupos de gente, los trabajadores y los propietarios:

Cuáles vayan a ser los salarios normales del trabajo depende en todas partes de los contratos que se estipulen habitualmente entre esas dos partes, cuyos intereses no son en modo alguno los mismos. Los trabajadores desean ganar mucho, los dueños pagar lo menos posible. Los primeros están dispuestos a unirse para aumentar los salarios de trabajo, los últimos para reducirlos[xii]

Los amos pagan los salarios de los trabajadores basándose en el “precio natural” del trabajo, considerado ahora como una mercancía. El precio natural es aquel precio que sustentaría al trabajador de modo que pudiera trabajar. Incluye el coste generado por las necesidades básicas para la vida, tales como la alimentación, el vestido y el alojamiento. Pero el valor de mercancía producida depende del precio de mercado. Si el precio natural es más bajo que el precio de mercado, se obtiene beneficios. Si no, los trabajadores tienen que ser forzados a vivir con un salario inferior al necesario para subsistir.

El liberalismo económico explica las relaciones entre propietarios y trabajadores como conflictivas, e incluso como violentas. [xiii] Karl Marx es acusado a menudo de percibir las relaciones económicas como radicadas en el conflicto, pero en realidad es sólo el heredero de la tradición liberal que ya daba por supuesto ese conflicto. Cuando este análisis económico se convirtió en una sabiduría generalmente aceptada, la familia y los hijos  se convirtieron en una amenaza para un orden económico estable. Adam Smith repite una expresión común en su tiempo: “El rico se hace más rico, y el pobre tiene hijos”. Los hijos incrementan el precio natural del trabajo de un obrero, y en consecuencia merman los beneficios de los propietarios, y así amenazan las posibilidades de un salario de subsistencia para los trabajadores. El precio natural más bajo era el de las mercancías producidas por esclavos. Smith calcula que cuatro hijos pueden ser mantenidos por el coste de un esclavo. De este modo, la eficiencia marginal de una familia con cuatro hijos tendría que ser igual a la de un esclavo para que su trabajo fuera rentable. La única excepción a esto se da allí donde la tierra es abundante, como sucedía en el Nuevo Mundo. Allí se necesitaba trabajo y así los hijos no planteaban una gran amenaza para el sistema.[xiv]Más trabajadores podrían conseguir mayores ganancias, y mientras la tierra no estuviera completamente ocupada, las familias grandes serían provechosas económicamente. En esos lugares, afirmaba Smith, “el valor de los hijos es el mayor de los estímulos para casarse”. [xv]

Para que las familias grandes sobrevivan tienen que poder desplazarse. Tienen que ser capaces de moverse, igual que otras mercancías, hacia los lugares donde hay necesidad; de otro modo, el mercado de trabajo se satura y esas familias no pueden subsistir. Basándose en esta necesidad de movilidad, Smith ataca las Leyes de Pobres aprobadas en Inglaterra. Las Ley de Pobres fueron el resultado de la usurpación inglesa de las propiedades de la Iglesia Católica. El sistema de las parroquias proporcionaba un pequeño subsidio a través de la caridad practicada en cada parroquia. Smith pensaba que uno de los primeros pasos importantes para alcanzar la libertad perfecta era e desmantelamiento de ese sistema. Era un signo de la interferencia de la Iglesia en e! funcionamiento libre de! mercado. Así escribió:

La constitución de la Iglesia de Roma debe considerarse como la conspiración más formidable que nunca haya tenido lugar contra la autoridad y la seguridad del gobierno civil, así como contra la libertad, la razón y la felicidad humanas, que sólo pueden florecer allí donde el gobierno civil es capaz de protegerlas … El progreso gradual de las artes, de las manufacturas y de! comercio, esto es, las mismas causas que destruyeron e! poder de los grandes barones, han destruido igualmente, en la mayor parte de Europa, todo e! poder temporal de! clero … Su caridad ha venido a ser gradualmente menos extensa, su hospitalidad menos liberal o menos profusa. Los lazos de interés, que unían a las capas de población más bajas con el clero, han ido de este modo rompiéndose y disolviéndose gradualmente … Así como e! clero va teniendo ahora menos influencia sobre e! pueblo, así e! estado va teniendo más influencia sobre e! clero. En consecuencia, e! clero va teniendo a la vez menos poder, y menos inclinación a molestar al estado.[xvi]

Para que la libertad perfecta de Smith pudiera llegar a ser una realidad social, el poder de! estado tenía que aumentar y el poder temporal de la Iglesia tenía que ser derrotado. Esto último sucedió de dos modos. En primer lugar, los pobres se liberaron de la “opresiva” caridad distribuida por la Iglesia. En segundo lugar, se rompió el poder de la Iglesia sobre el sistema educativo Smith ridiculizaba el sistema educativo europeo porque estaba “pensado para la educación de eclesiásticos” y orientado a una “correcta introducción al estudio de la teología”. Decía que, en cambio, “la mayor parte de lo que se enseña en las escuelas y universidades no parece ser la preparación más adecuada para los negocios reales del mundo.” [xvii]

Según Smith, el progreso de la libertad exigía que la Iglesia perdiera su influencia sobre el sistema educativo y sobre los pobres. El estado llevó esto a cabo mediante la confiscación de las propiedades de la Iglesia, haciendo de este modo que la hospitalidad de la Iglesia fuera menos profusa. Pero luego el estado se equivocó al mantener las obras de caridad de la Iglesia mediante la introducción de lo que se conoció como las Leyes de Pobres.

Cuando, debido a la destrucción de los monasterios, los pobres habían sido privados de la caridad de aquellas casas religiosas, después de algunas otras iniciativas estériles, en el cuadragésimo tercer aniversario de la reina Isabel [I], se decretó para aliviar su situación que cada parroquia estaba obligada a proteger a sus propios pobres y que cada año debían nombrarse unos inspectores de los pobres, los cuales, junto con los responsables de las iglesias, deberían recaudar mediante un impuesto parroquial suficientes sumas de dinero para este propósito. [xviii]

Smith no era tan despiadado como lo había sido James Stewart, un economista anterior que “despreciaba toda caridad pública” y sostenía que sólo el trabajo a cambio de un salario tenía que disciplinar las necesidades de los pobres.[xix]” Smith no niega la legitimidad del subsidio. Sin embargo, el subsidio de los pobres seguía manteniendo vestigios del sistema parroquial, y así mantenía una interferencia injustificada de la Iglesia, aunque ahora se llevase a cabo por medio del estado. Para tener acceso al subsidio de los pobres había que asegurarse un certificado de residencia, que demostrara que uno residía de hecho en una localización geográfica concreta de modo que otros pudieran testificar que uno era pobre: “los pobres” no podían ser extraños, sino personas conocidas por sus vecinos. Pero puesto que esos certificados eran difíciles de obtener fuera de la parroquia de origen de cada uno, la movilidad de las reservas laborales resultó estar severamente restringida. Por ello, Smith abogaba por la derogación de las leyes de residencia, de las que dependían las Leyes de Pobres.[xx]Para Smith, las Leyes de Pobres eran el residuo de la praxis antigua que consistía en regular los salarios mediante las leyes o los jueces. Quería que las reservas de trabajo no estuvieran reguladas en modo alguno, de manera que los pobres pudieran desplazarse de su lugar de origen a los lugares en los que se ofrecía trabajo.

Aunque Smith no se opone de suyo a la necesidad de auxiliar a los pobres, la lógica de su mercado “perfectamente libre” condujo a la siguiente generación de filósofos de la economía a adoptar esa posición. Malthus, en su obra de 1798, Ensayo sobre el principio de la población y sus efectos sobre el progreso futuro de la sociedad, desarrolló el principio de población, que aseguraba que la población se incrementaba exponencialmente mientras que los alimentos sólo podían incrementarse aritméticamente. A menos que un “control preventivo”, fruto de una “restricción moral”, no lograra ralentizar la reproducción humana, los controles preventivos del vicio y de la miseria se encargarían de hacerla. Sería inevitable una hambruna con dimensiones de cataclismo, en la que “las epidemias, la peste y las plagas avanzarían en terrorífica formación y acabarían con miles y decenas de miles de personas”.[xxi]Las familias numerosas constituían una amenaza para la economía.

El principio de población de Malthus tuvo un profundo impacto, no sólo en la economía política cristiana de Senior, Sunner y Paley, sino también en el radicalismo filosófico de David Ricardo y John Stuart Millo Estos últimos lo emplearon para defender el progreso humano por medio del control voluntaria de la natalidad, mientras que los primeros lo emplearon para afirmar que tales intentos eran inviables. El progreso humano era una utopía.

Para Ricardo, que publicó sus Principios de economía políticaen 1817, las Leyes de Pobres “conformaban los hábitos de los pobres”, y les llevaban a actuar irracionalmente teniendo muchos hijos. Estas leyes habían de ser abolidas.

La tendencia directa y clara de las Leyes de Pobres está en oposición directa con los principios [económicos] obvios: pues el resultado no es, como pretendía con buena voluntad la legislación, corregir la condición de los pobres, sino deteriorar la condición, tanto de los ricos como de los pobres; en lugar de hacer ricos a los pobres, están pensadas para hacer pobres a los ricos; y mientras estas leyes estén en vigor, está en el orden natural de las cosas que los fondos para el mantenimiento de los pobres deberán incrementarse progresivamente, hasta que se hayan bebido todas las rentas netas del país, o al menos todas las que el estado nos deje, una vez que haya satisfecho sus propias demandas incesantes para los gastos públicos. La tendencia perniciosa de estas leyes ya no es un misterio, puesto que ha sido plenamente puesta de manifiesto por la mano hábil del señor Malthus, y todo amigo de los pobres debe desear ardientemente su abolición.

Unas leyes económicas naturales y obvias habían revelado que las transferencias de recursos económicos de los ricos a los pobres no ayudaban a los pobres. Sólo permitían a los pobres tener demasiados hijos. Por el bien de la “prudencia” necesaria para el sistema de mercado, el gobierno tiene la obligación de regular su número, negándose a sostenerlos.

Es una verdad que no admite duda alguna, que el alivio y el bienestar de los pobres no pueden asegurarse permanentemente sin ningún cuidado de su parte, o sin algún esfuerzo por parte de los legisladores para regular su número, y hacer que sean menos frecuentes entre ellos los matrimonios tempranos y poco previsores. La forma de actuar el sistema de las Leyes de Pobres ha sido directamente contraria a esto. Esas leyes han hecho superflua toda restricción, y han invitado a la imprudencia al ofrecerles una parte de los sueldos de la prudencia y de la diligencia.

Debe observarse que no sólo la economía, sino que también el matrimonio y la familia se definen ahora a partir de la virtud de la prudencia. Y la prudencia significa ahora control sexual. Ricardo concluye:

Si reducimos progresivamente la esfera de aplicación de las Leyes de Pobres; si convencemos a los pobres del valor que tiene la independencia, y les enseñamos que para sobrevivir no han de acudir a la caridad, sistemática u ocasional, sino a su propio esfuerzo, y que la prudencia y la previsión no son virtudes ni innecesarias ni desventajosas, nos iremos acercando gradualmente a un estado más estable y más sano. En orden a conseguir la “libertad perfecta del mercado”, las Leyes de Pobres deben ser abolidas, y a los pobres hay que enseñarles a aceptar esto, y consecuentemente a vivir “con la menor violencia posible.[xxii] 

John Stuart Mill y los seguidores radicales de Bentham perpetuaron la idea de que una familia numerosa es una amenaza para el libre funcionamiento de la economía. Mill concreta los supuestos intelectuales de este estilo de vida desarrollando esa filosofía moral que se conoce como utilitarismo. También dejó constancia en su autobiografía, publicada póstumamente en 1873, de la vergüenza que sentía por provenir él mismo de una familia numerosa. Comentando la vida de su padre, escribe:

En ese período de la vida de mi padre hay dos cosas con las que es imposible no quedar marcado: una de ellas es, por desgracia, una circunstancia muy común … y es que, dada su posición, sin más recursos que los pocos que recibía por escribir en periódicos, se casó y tuvo una familia numerosa; conducta que no podría ser más opuesta, por sentido común y por sentido del deber, a las opiniones que sostuvo tan enérgicamente, al menos en un período posterior de su vida. [xxiii]

Esta crítica tan objetiva a su padre por haber tenido tantos hijos hace que uno se pregunte: ¿a cuál de sus hermanos pensaba Mill que hubiera sido mejor no traer al mundo? La necesidad de la economía se plantea como algo opuesto rotundamente a la contingencia de la vida familiar. Merece destacarse cómo Mill y León XIII se contraponen en su concepción del deber. Para León XIII, la vida es un bien que hay que acoger. Las familias deberían tener hijos, e incluso practicar la reproducción social, de modo que han de estar abiertos a la vida, tal vez a muchas vidas. La economía debería luego servir a los intereses de esas familias proporcionando un salario justo que permita que se sostengan enteramente. Para Mill es todo lo contrario. La economía es más importante que la familia. El papel de la economía no está en función de la familia, sino que es la familia la que está en función de la economía. Lo que tenemos ahora es el deber de no tener hijos hasta que podamos asegurar que las unidades familiares individuales pueden cuidar de ellos.[xxiv]Las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia han de cuestionarse, porque ahora quien ha de establecer la disciplina de la familia es el mercado y no la Iglesia.

Los filósofos de la economía liberales clásicos imaginaron un mundo en el que la institución social del mercado estaría libre de toda interferencia, ya fuera política, moral, teológica o familiar. El hecho de que León XIII reconociera las amenazas que este mundo planteaba a la Iglesia y a la familia hace que su obra sea mucho más que la añoranza de un mundo jerárquico y paternalista ya difunto. Hay, en cambio, en ella tres cosas que se nos recuerdan. La primera, que las relaciones económicas no deben basarse sólo en la prudencia, sino en las virtudes de la caridad y la justicia. La segunda, que el trabajo no es una mercancía, sino un requisito necesario para el cultivo de la virtud. La virtud no está al servicio de los intereses del estado o del mercado, sino de la familia. Pero esta concepción de la familia recibe su significado del papel que la familia tiene dentro de la Iglesia. La misma Sagrada Familia da el ejemplo de un correcto entendimiento del trabajo. Cualquier sueldo que impida a una familia satisfacer las necesidades de la subsistencia es intrínsecamente malo. Ninguna cantidad de posibilidades futuras puede justificar el recurso a esos instrumentos de explotación. En tercer lugar, la familia es una comunidad social que debería estar libre de las interferencias de la lógica del libre mercado. La familia nos habla de la posibilidad de un bien interno. Es una comunidad social (como la Iglesia) que no ha de justificarse en términos de su utilidad para otros fines externos a ella. La familia es buena porque es una farnilia.[xxv]Esto no significa sugerir que la familia pueda ser interpretada adecuadamente desde sí misma. Para la teología cristiana, la bondad de la familia está también relacionada con esa bondad que es sólo Dios. Esa bondad está atestiguada primariamente en la comunidad social llamada Iglesia. Es ahí, en la Iglesia, donde tiene lugar la reproducción social que nos introduce en la vida divina. La reproducción en el seno de la familia debería estar al servicio de esa reproducción (sobre-) natural.

¿Se limita esta concepción de la economía a no tener en cuenta las matemáticas de Malthus, y de ese modo, como señalaba Waterman, merece ser considerada irrelevante? La afirmación de que el mercado debe estar al servicio de la familia y no al revés, ¿puede ser algo más que una piadosa ingenuidad? El mundo trágico de Malthus sostenía que la reproducción de la familia necesitaba del mercado para ser posible, pero que esa reproducción amenazaba al mismo tiempo la capacidad del mercado de proporcionar esa posibilidad. Malthus no veía otra salida. Los filósofos radicales pensaron que subordinando la reproducción de la familia al mecanismo disciplinario del mercado por medio del valor de la prudencia habría una salida de este mundo trágico, y resultaría en el progreso y en la posibilidad de la perfectibilidad humana. Pero esta perspectiva, a la vez trágica y progresista, consideraba que los intercambios económicos se basaban en su “utilidad”. Estos filósofos daban por supuesto que el propósito de tales intercambios era únicamente prolongar la vida y multiplicar los placeres. Sólo un sádico negaría que la economía tiene algo que ver con eso, pero ¿puede ser éste su único propósito, su verdadero fin? En la teología moral de la Iglesia Católica romana, la finalidad del intercambio económico es más amplia que lo que le concedía la economía política cristiana del siglo XIX o el radicalismo filosófico. Esto es consecuencia directa de la importancia central dada a la teología de Santo Tomás y del supuesto de que nuestro verdadero fin es la visión de Dios, más que la supervivencia misma. Ese fin está tan abierto para los recién nacidos (e incluso para los no nacidos) como para los que viven una vida larga y rica. Esta afirmación de un fin distinto da lugar a un contexto diferente desde el que se juzgan los intercambios económicos. Sin embargo, el intento católico por integrar el catolicismo y la economía política no siempre mantuvo la especificidad de este fin sobrenatural.

 

NOTAS:

[i]Paul Misner, Social Catholicism in Europe: From the Onset of Industrialization to the First World War, Crossroad, New York, 1991, p. 85

(a)  [A esta lista. hay que añadir la encíclica de Juan Pablo II Sollicitudo Reí Socialis, de 1987. en la  que el Papa subraya precisamente que la doctrina social de la Iglesia pertenece al ámbito de la teología. y más concretamente. de la teología moral. N de los T]

[ii]Encíclica Veritatis Splendorde Juan Pablo II es una excepción a esto porque reconoce que la libertas debería estar ligada a la verdad y a la bondad y. en última instancia. estar fundamentada en Jesús.

[iii]León XIII, Encíclica Rerum Nouarum, 23. Edición inglesa en Walsh y Davies (eds.), Proclaiming Justice and Peace: PapaL Documents from Rerum Novarum through Centesimus Annus, Twenry-Third Publications, Mystic, Connecricur, 1991

[iv]Marx escribió en EL Capital: “El intercambio de mercancías, de suyo, no implica más relaciones de dependencia que aquellas que resultan de su propia naturaleza. A partir de este supuesto, la fuerza de trabajo sólo puede aparecer en el mercado corno una mercancía si, y en la medida en que, su propietario, el individuo de quien es el trabajo, lo ofrece para su venta o lo vende como una mercancía. Para que él sea capaz de hacer esto, tiene que ser el dueño en pleno dominio de su capacidad de trabajo, de su persona”, cf. Capital, Inrernational Publishers, New York, 1973, VoI. I, p. 168; versión española: EL Capital, Edicions 62, Barcelona, 1969. Marx sigue luego criticando la llamada “libertad” de Ios seguidores de Bentham, que hace posible reducir el trabajo a mera mercancía da, porque se supone que ésa es la única propiedad que algunas personas tienen para vender (Ibidem, p. 176). Compárese la crítica de Marx con la contenida en la Rerum Nouarum, 32, en la que León XIII escribe: “Se sostiene que, dado que la escala de salarios se decide por libre acuerdo, parecería que el empleador cumple con el contrato simplemente pagando el salario convenido, que no tiene más obligaciones, y que el empleador sólo cometería injusticia si no pagase el precio completo o el trabajador no desempeñase sus tareas completamente. En estos casos, y no en otros, tendría derecho la autoridad política a intervenir y a requerir a cada parte lo que le debe a la otra. Es éste un argumento que un juicio sensato no puede ni admitir del todo ni aceptar con facilidad. No tiene en cuenta todo lo que hay que considerar; y hay una consideración de la máxima importancia que es completamente pasada por alto. Y es que trabajar es esforzarse para obtener aquellas cosas que hacen falta para las necesidades de la vida y, sobre todo, para la misma vida … Así, el trabajo humano lleva consigo, por naturaleza, como si dijéramos, dos marcas peculiares. La primera es que es personal, porque la fuerza que actúa va unida a la persona que actúa; y, por lo tanto, pertenece enteramente al trabajador y se pone en juego en orden a su beneficio. La segunda es que es necesario, porque el hombre necesita del fruto de su trabajo para sustentarse a sí mismo, de acuerdo con un mandamiento de la naturaleza misma, que él ha de poner especial cuidado en obedecer. Dejemos que el trabajador y el empleador, por tanto, negocien como quieran, y, en particular, que acuerden libremente el salario; no obstante, hay ahí una exigencia de la justicia natural más alta y más antigua que cualquier arreglo voluntario al que se pueda llegar: el salario no debiera ser en ningún caso insuficiente para las necesidades corporales de un trabajador formal y diligente. Si por no tener más alternativa y temiendo un mal peor, un trabajador se ve forzado a aceptar unas condiciones más duras, impuestas por el empleador o el contratista, es víctima de una violencia contra la que clama la justicia”.

(b) León XIII, Encíclica Quamquam Pluries, 3 [N de los T.]

(c) León XIII, Encíclica Rerum Nouarum, 32. [N de los T.]

[v]Jeremy Bentham, Letter XIII, “Defence of Usury”, en W. Srark (ed.), Jeremy  Bentham’s Economic   Writings, Blackfriars, London, 1952, p. 163.

[vi]Nótese que Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis Splendor, n. 80, repite que “unas condiciones de vida infrahumanas” y “unas condiciones degradantes de trabajo que tratan a los trabajadores como meros instrumentos del beneficio y no como personas libres y responsables” son dos ejemplos de “actos intrínsecamente malos”. Y cita la constitución pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II. Cf. la edición inglesa de la Veritatis Splendor, en John Wilkins (ed.), ConsideringVeritaris Splendor, Pilgrim Press, Cleveland, Ohio, 1994.

[vii]Por ejemplo, en la encíclica Mater et Magistra, n. 109 (cf. la edición inglesa en Walsh and Davies (eds.), Proclaiming Jusice and Peace), Juan XXIII argumenta que “el ejercicio de la libertad encuentra su garantía e incentivo en el derecho de propiedad”. Sigue a Pío XII en su argumento de que la defensa de la dignidad individual también requiere la defensa de la propiedad privada. La solución a la pobreza, para Juan XXIII, es “extender el dominio sobre la naturaleza” en aras del desarrollo. Juan XXIII fue el papa más abierto, con mucho, a la ideología capitalista moderna. Para una buena discusión sobre esto, véase Donald Dorr, Option for the Poor: A Hundred Years ofVatican Social Teacbing, Orbis, Maryknoll, New York, 1992, Capítulo 3.

[viii]Como ha notado A. M. C. Waterman, “The Intellectual Context of Rerum Novarum“, Review:of Social Economy, 1991(winrer), pp. 475-476, la explicación de la libertad de la Iglesia Católica romana en la Encíclica Rerum Nouarum, y a lo largo de toda la tradición de las encíclicas, es “extremadamente difícil, si no imposible, de reconciliar con el individualismo metodológico de la teoría económica”, y de este modo León [XIII] “destruye el fundamento intelectual del liberalismo económico”.

[ix]León XIII escribe: “Se sigue que cuando los socialistas se esfuerzan por transferir la propiedad privada de los bienes a una propiedad común, empeoran la condición de todos los asalariados. Privándoles de la libertad de disponer libremente de sus salarios les roban toda esperanza y oportunidad de incrementar sus posesiones y mejorar sus condiciones” (Rerum Nouarum, n. 4). Marx y León XIII coincidían en que el orden capitalista estaba destruyendo la familia, pero Marx pensaba que el conflicto entre el mercado y la familia desembocaría en unas más fuertes y mejores formas de relaciones familiares, porque “la industria moderna, al destruir las bases sobre las que se asentaba la familia tradicional, y el trabajo familiar correspondiente a ella, ha desatado también todos los lazos familiares … No ha sido, sin embargo, el abuso de la autoridad de los padres lo que ha creado la explotación capitalista, tanto directa como indirecta, del trabajo infantil; muy al contrario, ha sido el modo capitalista de explotación el que al eliminar las bases económicas de la autoridad de los padres ha hecho degenerar su ejercicio en un dañino abuso de poder. A pesar de lo terrible y desagradable que pueda parecer la disolución de los viejos lazos familiares bajo el sistema capitalista, sin embargo, la industria moderna, asignando como hace una parte importante en el proceso de producción, fuera de la esfera doméstica, a las mujeres, los jóvenes y los niños de ambos sexos, crea una nueva base económica para una forma superior, tanto de la familia como de las relaciones entre los sexos. Es, por supuesto, un absurdo tan completo sostener que la forma cristiano-teutónica de familia sea la forma absoluta y final de la familia, como lo sería dar ese carácter absoluto a las formas de la antigua Roma, de los antiguos griegos o del antiguo Oriente, formas que, consideradas en su conjunto, constituyen una serie en el desarrollo histórico. Más aún, es obvio que el hecho de que el grupo de trabajo se componga de individuos de ambos sexos y de todas las edades debe, necesariamente y bajo las condiciones adecuadas, ser una fuente para el desarrollo humano”, cf Marx, Capital, vol. 1, p. 490; El Capital, Edicions 62, Barcelona, 1969.

[x]Los financieros –esto es, los contables super-eficientes como John Pierpont Morgan- eran quienes manejaban el poder en los años en torno a 1890. Este poder no se basaba en el nacimiento, en la nobleza o en cualquier otro orden jerárquico tradicional. Provenía únicamente de la “libre” competencia. Incluso los funcionarios elegidos públicamente terminaban dependiendo del poder de estos financieros. En el pánico de 1893, el entonces presidente Grover Cleveland tuvo que llamar a Morgan para sacar de problemas a los Estados Unidos cuando una demanda de oro amenazaba la viabilidad económica de la nación. Véase H. W. Brands, The Reckless Decade, Sr Martin’s Press, New York, 1995.

[xi]Como puede verse con claridad en su Theory of Moral Sentiments, Liberty Fund, Indianapolis, 1982, p. 36; versión española: La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, Madrid, 2004, el sistema de libre mercado de Smith contiene una teología explícita: “Los antiguos estoicos eran de la opinión de que, puesto que el mundo estaba gobernado por la providencia todopoderosa de un Dios sabio, poderoso y bueno, cada acontecimiento aislado debería verse como una parte necesaria del plan del universo, y como tendente a promover el orden general y la felicidad de la totalidad: que los vicios y las locuras de la humanidad, por tanto, eran una parte tan necesaria de ese plan como pudieran serio su sabiduría y su virtud; y que en virtud de ese arte eterno que saca bien del mal, estaban hechos para tender igualmente a la prosperidad y a la perfección del gran sistema de la naturaleza”. Concluir, por tanto, que Smith liberó al mercado de la interferencia de la teología es incorrecto. Lo liberó de la interferencia de la Iglesia, pero el libre mercado aún servía a los intereses de la teología estoica.

[xii]Smith, The Wealth of Nations, p. 66; La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid, 2005

[xiii]Los trabajadores, proponía Smith, “pueden recurrir siempre al clamor más ruidoso, y en ocasiones a la violencia y a los desmanes más ofensivos. Están desesperados, y actúan con la locura y la extravagancia de los hombres desesperados, que tienen que, o morir  de hambre o atemorizar a sus amos de modo que satisfagan inmediatamente sus demandas. Los amos en estas ocasiones, son igualmente clamorosos en sentido contrario, y nunca cesan de chillar pidiendo la asistencia de los magistrados civiles, y la rigurosa ejecución de aquellas leyes los han sido promulgadas con tanta severidad contra las uniones de los siervos, los obreros y los jornaleros. Los trabajadores, en consecuencia, muy rara vez obtienen una ventaja de la violencia de esas uniones tumultuosas … ” (Ibidem, p.67). Este conflicto se acepta como inevitable introduce en el sistema. Las enseñanzas de los Papas chocan en este punto, tanto con el sistema de libre mercado como con el marxismo. Argumentan de manera permanente, comenzando con la RerumNouarum, que las relaciones dentro del sistema económico deberían basarse en la cooperación, en la paz y en la armonía, y no en el conflicto y el antagonismo. o siempre, sin embargo, reconocen que la fuente del conflicto en los negocios económicos modernos surge originalmente del sistema de libre mercado.

[xiv]Como se ha observado anteriormente (cf. supra, Capítulo 7, sección II: “Marxismo o marginalismo: ¿importa la teología?”), Malthus con su principio de población y Ricardo con su teoría de la renta diferencial revelaron las limitaciones del argumento de Smith en este punto.

[xv]Smith, Wealth o/ Nations, p. 71

[xvi]Ibidem,p. 754

[xvii]Smith (Ibidem) escribe: “En la filosofía antigua, la perfección de la virtud era representada como necesariamente productora, para la persona que la poseía, de la más perfecta felicidad en esta vida. En la filosofía moderna, en cambio, ha sido frecuentemente representada como incoherente por lo general, o más bien, casi siempre, con cualquier grado de felicidad en esta vida; y el cielo debía ser ganado sólo con la penitencia y la mortificación, con las austeridades y la humildad del monje; no por la conducta liberal, generosa y entusiasta del hombre. La casuística y una moral ascética constituían, en la mayoría de los casos, la mayor parte de la filosofía moral que se enseñaba en las escuelas. De este modo, las más importantes con mucho de las diferentes ramas de la filosofía, se convirtieron en las más corruptas … Las alteraciones que las universidades europeas introdujeron así en el antiguo currículo de filosofía estaban todas pensadas para la educación de los eclesiásticos, y para proveerles de una apropiada introducción al estudio de la teología. Pero la cantidad adicional de sutilezas y sofisticaciones, la casuística y la moral ascética que esas alteraciones introdujeron en ese currículo, no resultaron ciertamente en una educación más adecuada de los caballeros o de los hombres de mundo, ni sirvieron para mejorar el entendimiento o enmendar el corazón … La mayor parte de lo que se enseña en las escuelas y en las universidades no parece ser la preparación más adecuada para los negocios reales del mundo”.

[xviii]Ibidem, pp. 135-136.

[xix]Véase Milbank, Theology and Social Tbeory, pp. 34-37; Teología y teoría social, pp. 60-64.

[xx]Smith escribió: “El obstáculo que las leyes mercantiles imponen a la libre circulación del trabajo es común, al menos eso creo, a todas partes de Europa. Lo que viene impuesto por las leyes de pobres es, por lo que sé, peculiar de Inglaterra. Esto consiste en la dificultad que un hombre pobre encuentra para obtener un permiso incluso para que se le permita ejercer una industria en cualquier parroquia a la que no pertenezca. La dificultad para obtener un permiso obstruye Incluso el del trabajo común” (The Wealth of Nations, p. 135).

[xxi]Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, Cambrige UniversityPress Carnbridge, 1992. pp. 41·43. Edición en español: Thomas R. Malthus, Ensayo sobre principio de  la población. Fondo de Cultura Económica. México DF. 1998.

[xxii]Ricardo, On the Principies of Political Economy and Taxation, pp. 106-109.

[xxiii]John Stuart Mill, Autobiography, Penguin Books, London, 1989, p. 26.

[xxiv]Si este análisis es correcto, y si éste es e! mundo que hemos heredado, entonces las familias católicas están en un dilema. Viven dentro de una Iglesia que les enseña a estar abiertos a tener hijos y que la economía debe proveerlas de los medios para recibir la nueva vida. Y viven en una economía que busca disciplinarnos contra e! deseo de tener hijos, habituándonos a esa “prudencia” que consiste en los matrimonios tardíos, en tener pocos hijos y en una cierta restricción sexual (y si esa restricción sexual es una carga, entonces al menos en ser “prudentes”, practicando una sexualidad no-procreativa). Dado este dilema, me parece, los católicos están tentados a apartarse de la enseñanza de la Iglesia, creyéndose libres, sin darse cuenta de que nuestra sexualidad puede ponerse al servicio de los intereses de la economía cuando adopta las prácticas sexuales perpetuadas por la disciplina de! mercado.

[xxv]La familia es la institución social que permanece en cierto modo impenetrable a los efectos destructivos de la lógica cultural de Adam Smith. Pocos de quienes somos padres tomamos decisiones sobre la salud de nuestros hijos, sobre su alimentación o su educación, basándonos en el ingreso marginal esperado de nuestra inversión. Aunque el sistema de libre mercado de Smith ha impactado gravemente en el tamaño de nuestras familias, y con frecuencia perpetuamos la condena moral de las familias numerosas pobres, aún reconocemos en la familia un lugar en que las relaciones no deben estar basadas en la lógica de las mercancías. Sin duda, en las cartas de los Papas hay una idealización de la familia. Admito que muchas familias no promueven el bien interno del estar unidos. Demasiadas familias encarnan la tendencia contraria, como ya señaló Sartre cuando llamó a la familia el “infierno de estar todos juntos”. Pero no encuentro que esto sea una crítica decisiva a León XIII. El hecho de que muchas familias no encarnen el ideal hace precisamente más necesario un ideal con el que ha de contrastarse el abuso de la familia. Ciertamente las enseñanzas papales pueden emplearse para privatizar seriamente la familia. Esto puede resultar en una forma no controlable de violencia y de abuso, donde la familia se convierte en el dominio del padre, en su castillo, en el que el padre gobierna como un tirano. Si el trabajo doméstico ha de servir como alternativa económica, ciertamente esa alternativa no podrá ser la familia  que sirve sólo al interés del padre. Y esto sucede cuando el papel del padre no se limita a “ganar el pan”, sino que también, de un modo u otro, “lo amasa y lo hace”. Tampoco la familia debería convertirse en una institución salvífica. Solamente la Iglesia, y no la familia, ofrece la salvación. Pedir a la familia que salve es destruir su bien interno, imponiéndole una carga que no puede y no debería soportar. Y sin embargo, la familia sigue siendo un lugar en el que la virtud puede cultivarse. Pero esto requiere que la institución social de la familia sea libre, como un bien interno, y que las mercancías que se producen sirvan al interés de la familia. Esto no pude suceder cuando son las mercancías las que se mantienen libres, y la familia es forzada a servir al interés del mercado.

 

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