VALORACIÓN DEL TRABAJO HUMANO DESDE LA ANTIGUA GRECIA HASTA NUESTROS DÍAS

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Los griegos, desde Platón, muestran un gran menosprecio por el trabajo manual; por el contrario aprecian la holganza y el trabajo intelectual. Ello explica la aceptación de la esclavitud, aceptación que pervive aún hoy.

En el Cristianismo, por lo que representa la misma figura de Jesús, se produce una valoración evidente. Pero en la Iglesia, en la medida en que ha habido poder, se ha valorado más lo intelectual. Como vestigios de esto último podemos citar el ejemplo de los monjes cistercienses: los padres trabajarían 4 horas y los herma­nos 8, porque aquéllos necesitaban más tiempo para la contemplación.

En el Renacimiento aún son más claras las diferencias.

En Mayo del 68 se produce un cambio relevante.

Ante este panorama, cabe decir que han destacado los santos  por su gran aprecio al trabajo. Éstos entendieron que el trabajo era connatural al hombre: “porque Dios quiso transformar el mundo no solo para el hombre, sino por el hombre, Dios quiso que por naturaleza el hombre fuese obrero”.

Lo que sucedo con el pecado original es que el trabajo pasa a ser hiriente. También antes del pecado el hombre tenía que trabajar.

Por el trabajo, la persona establece una serie de relaciones con el mundo, con los demás y con Dios mismo. Por la importancia- que tiene, por tanto, como manifestación de la unidad de la persona – en la diversidad de sus relaciones, el trabajo sirve para definir al ser humano, para caracterizar su existencia. Podemos decir que no es una cosa gratuita el afirmar que el trabajo, cuando es realizado consciente y libremente por el hombre, es un gran instrumento para la contemplación.

Los marxistas afirman que la síntesis entre el hombre y la naturaleza se produce en la obra realizada. Nosotros, por el contrario, creemos que la síntesis entre el hombre y la naturaleza no se produce en la obra, hija del trabajo, sino en el mismo acto de traba­jar, porque es en el acto de trabajar donde el hombre transforma la naturaleza y la recrea, estableciendo así comunión con el Creador.

Juan Pablo II, en la Laborem Exercens -concretamente en la introducción, explicita en qué consiste la racionalidad humana en el trabajo: “El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad relacionada con el mantenimiento de la vida no puede llamarse trabajo; solamente el hom­bre es capaz de trabajar, sólo él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la Humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cier­to sentido su misma naturaleza”.

Si el trabajo es considerado como índice de toda actividad humana, se constituye algo así como un “nudo” que amarra múltiples relaciones Je la persona solidaria, y que lo revela como tal. Estima­mos que el trabajo, así, sería el acto habitual de solidaridad de cualquier persona con el resto de la Humanidad. Juan Pablo II llega a ver en la justicia del salario el índice más seguro para medir la justicia de una sociedad en sus instituciones y estructuras. Juan Pa­blo II llega a ver en el trabajo uno de los problemas centrales de la Doctrina Social de la Iglesia. Más aún, podemos decir que la Doctrina Social de la Iglesia apunta a dar la primacía del trabajo sobre el capital, construyendo el tipo de sociedad que haga posible, en forma- permanente y estable, dicha prioridad. “Anteponer el trabajo al capi­tal” es la definición de la utopía cristiana de la sociedad y, por tanto, la manera sencilla de contradecir todo otro modelo social que anteponga el capital al trabajo.

Todo trabajo, por pequeño que sea, participa del servicio a la vida, y de este modo se cumplen en él los designios de Dios en la Historia. Lo producido por el trabajo y el trabajo mismo debe orientarse al hombre como ser solidario. En tanto el trabajo es actividad- que perfecciona a quien la hace, tiene una dimensión subjetiva -dirá- Juan Pablo II-, y, en tanto produce objetos, tiene un aspecto objeti­vo. La perfección qué da el trabajo al sujeto de él “es más importan­te que las riquezas que puedan acumularse” (Gaudium et Spes, 35).

“Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres, para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento de los pro­blemas sociales, vale más que los progresos técnicos, pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la pro­moción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo” (G.S. 35). Son precisamente los bienes de la Justicia y fraternidad, frutos del trabajo, los que el Concilio considera ‘Reino de Dios’, presente ya  en este mundo, cuyo pleno sentido se desvelará en la escatología (G.S. 29) .

En la era de secularización en que vivimos una tentación permanente es el orgullo. Ello nos lleva, de hecho, a una absolutización de lo temporal, distinguiendo entre una justa autonomía y una autono­mía absoluta. La primera, que se mantiene relativa, sabe ordenar el orden autónomo (interno) de la ciencia y de la técnica a una finalidad(externa) que lo trasciende. En cambio, cuando la autonomía de lo temporal es entendida en sentido absoluto, sin referencia a otros va­lores, sobre todo éticos y religiosos, lleva al desorden y a la des­trucción del hombre mismo:

“Lo que hace que el mundo no sea ya el ámbito de una au­téntica fraternidad, mientras el poder acrecido de la Humanidad está amenazando con destruir el propio género- humano” (G.S.37).

Se constituye en“alienación” (Juan Pablo II en Redemptor hominis 15).

El egoísmo es fruto de la subversión de valores, “pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de valores y mezclado el Bien con el Mal, no – miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno” (G.S. 37 a).

“Donde existió el pecado, sobreabundó la Gracia’’ (San Pablo); y el Evangelio se vuelve evangelio del trabajo cuando nos da la buena- noticia del sentido escatológico del trabajo humano. Este anuncio es­ hecho por Jesucristo, Verbo de Dios, que por la encarnación entra en la Historia y asume la condición del trabajo.

Los progresos técnicos sólo pueden ofrecer “el material para la promoción humana, pero por sí solos no pue­den llevarlo a cabo” (G.S. 35 a).

El sacramento eucarístico, como memorial de la Pascua, como re – presentación de la entrega de Jesús, de su donación total por la re­dención de sus hermanos, se vuelve un “nudo” de símbolos, donde el trabajo del hombre y los frutos de la tierra se hacen símbolos de vi­da natural y eterna.

“El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio, en los servicios, es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos”.

“Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediata­mente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y pa­ra su familia el medio ordinario de subsistencia por él, el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la verdadera obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazareth. De aquí se deriva para cada hombre el deber de tra­bajar fielmente, así como el derecho al trabajo. Y es deber de la so­ciedad, por su parte, ayudar, según propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual” (G.S. 67).

Pablo VI ahonda estas ideas de la siguiente manera:

“El trabajo ha sido querido y bendecido por Dios ; el hombre debe cooperar con el Creador en la perfección de la Creación…Apli­cándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime su sello, mientras que el adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de in­vención. Más aún, viviendo en común, participando de una misma espe­ranza, de un sufrimiento, de una ambición y de una alegría, el trabajo une las voluntades, aproxima los espíritus y funde los corazones; al realizarlo, los hombres descubren que son hermanos” (Populorum Progressio, 27).

Hace ya un siglo, León XIII intuye en el problema del trabajo, de su valor y de su justa remuneración, la clave para entender el problema de la violencia social. Sorprendentemente, coloca esta vio­lencia en la violación del salario justo, aún antes de cualquier ac­ción reivindicativa por parte de los trabajadores:

“Por tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condi­ción más dura, porque la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia contra la cual reclama la justicia” (Rerum Novarum, 32).

EL TRABAJO EN JUAN PABLO II (LABOREM EXERCENS)

El eje de la Doctrina Social, según la L.E., es el hombre soli­dario y su trabajo.

El trabajo es dominio de la Naturaleza, pero realizado “en medio de una comunidad de personas” (introducción). Dos perspectivas se abren de este hecho Único: la económica y la política. Porque el trabajo incide en la transformación de la materia, en su distribución y uso, el trabajo se vuelve parte esencial de todo proceso eco­nómico; pero, asimismo, por generar en los trabajadores una solidaridad por la misma causa, el trabajo apunta a una fuerza política. Si nos quedáramos sólo en estas dimensiones, sería difícil ver el apor­te de la “convicción de fe” a la “convicción de la inteligencia”. Pe­ro el trabajo abre al hombre sobre todo a la relación con Dios, re­produce en la actividad humana el dominio solidario de Dios sobre todas las cosas, por ser señor y por ser trinidad. Es el conjunto  – y la mutua relación entre ellas- de las tres perspectivas lo que ha­ce del trabajo el eje de la cuestión social y, por tanto, de la en­señanza social de la Iglesia.

DIMENSIONES ECONÓMICAS DEL TRABAJO

El ser solidario del hombre que trabaja se abre al mundo de los objetos, sea como instrumentos de su trabajo, sea como materia prima, sea como producto elaborado, sea, finalmente, como consumo o uso instrumental de ese producto ya realizado. Este conjunto de relacio­nes se vincula en forma más directa con la economía, atenta a consi­derar la riqueza y utilidad de los bienes y la necesidad del trabajo para extraerlos, transformarlos y distribuirlos.

“El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida eco­nómico-social” ( G.S. 63 a).
“En esta concepción desaparece casi el fundamento misino de la antigua decisión de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen” (L.E. 6 f).

La técnica, cuando se desarrolla unilateralmente, se constituye- en amenaza para el hombre; constituye una verdadera “alienación” por cuanto, habiendo sido creada por el hombre y dependiendo de el, se vuelve contra él y lo hace dependiente.

“Es un hecho, por otra parte, que a veces la técnica puede transformarse de aliada en adversaria del hombre, como cuando la mecanización del trabajo ‘suplanta’ al hombre, quitándole toda satisfacción personal y el estímulo a la creatividad y responsabilidad; cuando quita el puesto de trabajo a muchos trabajadores antes ocupados o cuando, mediante la exaltación de la máquina, reduce al hombre a ser su esclavo” (L.E. 5 d) .

Donde la dimensión de lo económico puede desorbitarse y volverse “economicismo” es, sobre todo, en el producto del trabajo sometido al mercado. Pierre Biro destaca la semejanza del trabajo de Juan Pablo II con Marx:

“No es mera coincidencia si Juan Pablo II, el primer papa obre­ro de la Historia, obrero en el sentido moderno de la palabra, trabajador manual asalariado en canteras de piedra, el primer papa, además  que proviene de un país socialista, que, por tan­to, parte de una cosmovisión distinta de la nuestra, haya elegido el tema del trabajo para su encíclica social, Laborem Exercens, muy consciente de aportar algo nuevo a las enseñanzas de sus predecesores. No hay que sorprenderse si, en su encícli­ca, encontramos un eco del análisis marxista, y precisamente en los dos puntos que son como los pilares en la construcción de El Capital“.

Biro considera la semejanza en estos dos puntos:

“Igual que Marx, Juan Pablo II considera el mercado no como una sociedad de mercancías, que se intercambian entre sí, indiferentes a las necesidades de los hombres, sino como una sociedad de sujetos, para utilizar su vocabulario (L.E. 5 y 6).

Critica lo que llama el “economismo” (n°8), que pone al hombre de rodillas, como una especie de “fetichismo”, según la expresión de Marx”.

“Como Marx, el papa considera que la antinomia ya secular entre el capital y el trabajo proviene de que el trabajo se considera como ‘mercancías sui generis’ (n°7), ‘como una anónima fuerza  necesaria para la producción’. “El trabajo se entendía y, se trataba como una especie de mercancía que el trabajador, especialmente el obrero de la industria, vende al empresario”. “El hombre es considerado como un instrumento de trabajo”.

Como se ve, el enfoque científico de Marx y el enfoque teológico del Papa coinciden en puntos esenciales. Divergen, sin embargo, en puntos no menos esenciales.

El mercado puede producir distensiones notables, que inciden en el menosprecio del trabajo. Esto se verifica sobre todo en el mercado internacional de productos, que va en detrimento de los países pobres del Tercer Mundo. Pablo VI había percibido la naturaleza de este fe­nómeno:

“Es evidente que la regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son, sin duda, evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia económica; es un estímulo del progreso y recompensa del esfuerzo. Por eso, los países industrialmente desarrollados ven en ella una relación de justicia, pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país; los precios que se forman libremente, en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es, por consiguiente, el principio fundamental del liberalismo como regla de los intercambios comerciales el que está aquí en litigio” (Populorum progressio, 58).
“Una economía de intercambio no puede seguir descansando sóbre­la sola ley de libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica” (Populorum progressio , 59).

Juan Pablo II señala una oposición diametral entre el evangelio- del trabajo como novedad cristiana, que considera el valor por el su­jeto que trabaja, y el “economicismo”, que, invirtiendo la relación , considera el trabajo por el valor de los objetos producidos.

“Precisamente, tal inversión de orden, prescindiendo del pro­grama y de la denominación según la cual se realiza, merecería- el nombre de ‘capitalismo’, en el sentido indicado más adelante con mayor amplitud. El error del capitalismo primitivo puede repetirse donde quiera que el hombre sea tratado, de alguna manera, a la par de todos los complejos de los medios naturales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dig­nidad del trabajo, o sea, como sujeto y autor, y, por consiguiente, verdadero fin del proceso productivo’. (J.P.II Laborem Exercens 7 c) .

La solidaridad, aunque engendra una fuerza política, es, sin em­bargo, mucho más que una mera fuerza política. Por eso, en primer lu­gar, debemos destacar su valor ético.

La anomalía, de gran alcance, de explotación del trabajo por el capital, dio origen a la cuestión proletaria. El Papa no considera esta cuestión como un problema de clase, sino como un problema ético.

“Tal cuestión -con los problemas anexos a ella- ha dado origen- a una justa reacción social, ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres del trabajo, y ante todo, entre los trabajadores de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común lanzada a los hombres del trabajo -sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono, despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre- tenía un importante valor y su elocuencia desde el punto de vista de la ética social. En la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo y contra la inaudita y concomitante explotación en el cam­po de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador. Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad” (L.E. 8b).

Nuevamente subraya el Papa la óptica de la moral social, recono­ciendo que fue justificada la reacción

“…contra el sistema de injusticia y de daño, que pedía venganza al cielo”.” Esta situación estaba favorecida por el sis­tema socio-político neoliberal, que, según sus premisas de economicismo, reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los solos poseedores de capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos del hombre del trabajo, afirmando que el traba­jo humano es solamente instrumento de producción, y que el ca­pital es el fundamento, el factor eficiente y el fin de la pro­ducción” ( L.E. 8 c).

La justicia social, no puede realizarse sin la solidaridad. Y porque esta solidaridad, antes de ser una fuerza social, es una exigencia ética, por eso

“…la Iglesia está vivamente comprometida en esa causa, porque la considera como su misión, su servicio, verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la iglesia de los pobres” (L.E. 8 f).

DIMENSIONES POLÍTICAS DEL TRABAJO

“El trabajo sirve para multiplicar el patrimonio de toda la fa­milia humana, de todos los hombres que viven en el mundo” (L.E.10 c).

Cuando hablamos, pues, de las dimensiones políticas del trabajo, nos referimos a la dimensión social y política, que es fruto, cierta­mente, del trabajo “político”; pero, además, debe orientarse a proteger la subjetividad del trabajo y garantizar sus derechos. Es Pío XI, en La Sollemnita, quien formula la existencia del derecho al trabajo, al deber personal del trabajo, impuesto por la naturaleza. Correspon­de el derecho de cada individuo a hacer del trabajo el, medio para proveer a la vida propia y de los hijos” (La Sollemnita, 19).

Ahora bien, ¿quién garantiza este derecho?

“el deber y el derecho de organizar el trabajo del pueblo  pertenece ante todo a los inmediatos interesados: patronos e in­teresados. Si éstos no cumplen con su deber o no pueden hacerlo por circunstancias extraordinarias, es deber del Estado intervenir en el campo del trabajo y en su distribución y división, según la forma y medida que requiere el bien común debidamente entendido” (L.S.20).

Pablo VI completaría esta doctrina:

“Con el crecimiento demográfico, más marcado en las naciones jóvenes, el número de aquellos que no llegan a encontrar trabajo y se ven reducidos a la miseria o al parasitismo, irá aumentando en los próximos años, a no ser que un estremecimiento de la conciencia humana provoque un movimiento de solidaridad por una política eficaz de inversiones, de la producción y de los mercados, así como de la formación adecuada” (Octogésima adveniens 18).

El derecho al trabajo exige una consideración internacional y global; ha dejado de ser un problema aislado y local.

Juan Pablo II, en la Laborem exercens, lo plantea con acentos nuevos:

“La distinción entre empresario directo e indirecto parece ser muy importante en consideración de la organización real del  trabajo y de la posibilidad de instaurar relaciones justas e injustas en el sector del trabajo. Si el empresario directo es la persona o la institución con la que el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo según determinadas condiciones, como empresario directo se deben entender muchos facto­res diferenciados, además del empresario directo, que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que se da forma, bien sea al contrato del trabajo, bien sea, en consecuencia, a las relaciones mas o menos justas en el sector del trabajo humano ” (L.E. 16 d ,e) .

La aplicación que hace Juan Pablo II del concepto de empresario directo al Estado tiene gran significación. La relación entre Es­tados a nivel internacional

“…puede convertirse fácilmente en ocasión para diversas formas de explotación o de injusticia, y de este modo influir en la po­lítica laboral de los Estados y, en última instancia, sobre el trabajador, que es el sujeto propio del trabajo (L.E. 17 c) .

El mismo papa desciende explícitamente al deterioro de los términos de intercambio, que en el pensamiento económico y político ha jugado y juega tan gran papel (relación con la distribución internacional del trabajo). Los países industrializados “ponen precio lo más alto posible para sus productos, mientras procuran establecer precios lo más bajo posibles para las materias primas o a medio elaborar…; la distancia entre la mayor parte de los países ricos y los países más pobres no disminuye ni se nivela, sino que aumenta cada vez más, obviamente en perjuicio de estos últi­mos. Es claro que esto no puede menos de influir sobre la política local y laboral, y sobre la situación del hombre del trabajo en las sociedades económicamente monos avanzadas” (L.E. 17 c).

Podemos aplicar al problema del empleo lo que Pablo VI decía de la planificación del desarrollo:

“La sola iniciativa individual y el simple juego de la competen­cia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndola a la servidumbre de los oprimidos” (Populurum Progresio 33) .

A la planificación desde los poderes públicos deben asociarse las iniciativas privadas y de los cuerpos intermedios:

“Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana” (P.P. – 33).

Pedir la solución del problema del empleo a la humanidad entera y a           sus responsables no tiene sentido si el hombre no es un ser soli­dario y si el trabajo no tiene una dignidad que le viene de la subjetividad humana. Es desde otras premisas desde donde tiene sentido es­tablecer las diferencias de solución que hemos citado.

  1. A) Salario justo

Es éste un delicado problema de política económica. Los docu­mentos eclesiales se limitan a describir en términos genéricos el ni­vel de vida al que el salario debe dar acceso. Juan XXIII lo formula:

“Ha de retribuirse al trabajador con un salario establecido conforme a las normas de la justicia y que, por lo tanto, según las posibilidades de la empresa, le permita tanto a él como a su familia mantener un género de vida adecuado a la dignidad humana” (Pacem in terris, 20) .

Igual descripción encontramos en Pablo VI (Octogésima adveniens 14; Gaudium et Spes 67).

Pío XI, anteriormente, había tratado de marcar criterios más prácticos:

“Ante todo, al trabajador hay que fijarle una remuneración  que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia”  (Q.a. 71).

Si esto no se está logrando,

“La justicia social postula que se introduzcan lo más rápidamente posible las reformas necesarias para que se fije a  todo ciudadano adulto un salario de este tipo” (Q.a. 71).

Otro criterio concreto de Pío XI es el siguiente:

“Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuenta – también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no podría soportar” (Q.a. 72).

Y, por último, el tercer criterio de Pío XI es el siguiente: “La cuantía del salario debe acomodarse al bien público… , que se dé oportunidad de trabajar a quienes pueden y quieb­ren hacerlo”.

Estos criterios los retoma y amplía Juan XXIII en la Mater et. Magistra , aportación importante:

“Hoy, en muchos Estados, las estructuras económicas nacionales permiten realizar no pocas veces en las empresas de grandes o medianas proporciones rápidos e ingentes aumentos productivos a través de autofinanciamiento, que renueva y completa su equipo industrial. Cuando esto ocurra, juzgamos que puede establecerse que las empresas reconozcan por la misma razón a sus trabajado­res, un título de crédito, especialmente si se le paga una remuneración que no exceda la cifra del salario mínimo vital” (Mater et magistra, 75).

Para Juan Pablo II, el problema del salario es de una importan­cia fundamental:

“El problema clave de la ética social es el de la justa remune­ración por el trabajo realizado” (L.e. 19 a).

El salario se vuelve el símbolo monetario y jurídico de la jus­ticia social:

“Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socioe­conómico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen, en definitiva, ser valorados según el modo como se remunera justa­mente el trabajo humano, dentro de tal sistema… De aquí que precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia, de todo el sistema socio­económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es ésta la única verificación, pero es particularmente importante, y en cierto sentido la verificación clave” (L.e. 19 b) .

La importancia política del trabajo, sobre todo al generar los derechos de empleo y de salario, se concreta en forma visible y orga­nizada en los sindicatos, para:

“La tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y medios de producción”. “La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas in­dustrializadas” (L.e. 20 b).

El sindicato tiene, por tanto, un objeto ético; la defensa del valor del trabajo. Por ello es una fuerza social y política que incide en el juego de otras fuerzas sociales para buscar el bien común.

Juan Pablo II distingue dos niveles de política:

“En este sentido la actividad de los sindicatos entra indudablemente en el campo de la política, entendida ésta como una prudente solicitud por el bien común. Pero, al mismo tiempo, el cometido de los sindicatos no es ‘hacer política’ en el sentido que se da hoy comúnmente a esta expresión. Los sindicatos no tienen carácter de ‘partidos políticos’, que luchan por el po­der, y no deberían ni siquiera ser sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos. En efecto, en tal situación, ellos pierden fácilmen­te el contacto con lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera, y se convierten, en cambio, en un instrumento para otras finalidades” (L.e.20 e).

 Los sindicatos “son un exponente de la lucha por la justicia social…como de­dicación normal ‘en favor’ del justo bien…, pero no es una  lucha ‘contra’ los demás. Si en cuestiones controvertidas asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del bien o de la justicia social, y no por la lu­cha o por eliminar al adversario” (L.e. 20 c).

  1. B) Espiritualidad del trabajo

Consiste en la comunión de “espíritus’, el del hombre y el de Dios; en la comunión de sus “proyectos” y en la comunión de sus “vi­das”. El hombre entra en comunión con Dios con la gozosa actividad que completa su creación, en la que Dios vio que todo era bueno.

Jesucristo trae la plenitud del evangelio del trabajo. Lo trae, en primer lugar, porque lo cumple silenciosamente con su tra­bajo. Lo anuncia usando el trabajo humano como símbolo y como parábo­la del actuar de Dios en la historia humana, y sobre todo vive como  trabajo evangélico ese mismo anuncio.

En el trabajo se realiza aquella parte del Evangelio que tie­ne transcendencia redentora y salvífica: el misterio pascual. El trabajo es sudor y fatiga por dominar el mundo físico, pero también es todo eso como consecuencia de la “condición actual de la Humanidad”. (L.e. 27 c).

Cristo resucitado da sentido y esperanza, purificando y enno­bleciendo

“aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tie­rra a este fin” (L.e. 27 c,d) .

La conferencia de obispos de Medellín afirmaría en el documento “De educación”, punto 4, que la raíz de la economía inhumana está, sin embargo, en la misma educación y preparación para ella, porque “sacrifica la profundidad humana en aras del pragmatismo y del inmediatismo para ajustarse a las exigencias de los mer­cados de trabajo. Este tipo de educación es responsable de poner a los hombres al servicio de la economía, y no vice­versa”.