(Resumen de una conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger antes de ser Benedicto XVI recogida en el libro “Iglesia, ecumenismo y política”)
Para Hitler la conciencia era un engaño del que el hombre debía ser liberado y la libertad que él prometía era una liberación de la conciencia. Göring, el cual fue ministro de Hitler, declaró: “¡Yo carezco de conciencia! ¡La mía se llama Adolf Hitler!”.
La destrucción de la conciencia es el verdadero presupuesto de una sujeción y de un domino totalitario. Donde la conciencia vive, se le pone una barrera a la dominación del hombre por el hombre y a la arbitrariedad humana, porque algo sagrado permanece inatacable, sustrayéndose a cualquier capricho o despotismo propio o ajeno. Lo absoluto de la conciencia se opone a lo absoluto de la tiranía, y sólo el reconocimiento de su inviolabilidad protege al hombre de los demás y de sí mismo, su acatamiento es la única garantía de libertad.
Se podría pensar que “esto valdría contra la dictadura hitleriana, pero ¿acaso no son muy distintos nuestros problemas actuales?, ¿no tendría que ser la primera preocupación nuestras obligaciones sociales en lugar de la liberación personal?”. Me atrevo a afirmar que la tentación a la que actualmente estamos expuestos demuestra, si se examina profundamente, una estremecedora semejanza, una unidad, aunque con nombre y colores distintos, con cuanto aparentemente habría pasado ya a la historia.
El que comprende más profundamente las cosas, el que no se deja deslumbrar por las palabras, descubrirá no pocas semejanzas entre el drama de entonces y los movimientos que ahora anuncian como salvación la revolución por sí misma, la negación del orden en cuanto tal.
Solamente el que está ciego, o quiera estarlo por comodidad, puede olvidar cómo la amenaza del totalitarismo es un problema de nuestro momento histórico. Y precisamente por esto se trata de un momento primordial de la conciencia.
Pero, ¿qué es la conciencia?. Reinhold Schneider comenta: “¿Qué es la conciencia sino el ser conscientes de nuestra responsabilidad ante la totalidad de la creación y ante aquel que la ha creado?”. Conciencia significa, dicho muy simplemente, reconocer al hombre, a sí mismo y a los demás, como creación, y respetar en este hombre a su Creador. Esto define los límites de todo poder, al tiempo que señala su camino. En este sentido, persistir en la importancia de la conciencia sigue siendo la premisa fundamental y el centro más profundo de todo verdadero control del poder. Cuando esta intimísima realidad no es la que rige, ya no se puede hablar de un verdadero control del poder, sino solamente de un equilibrio de los intereses, en el que el hombre y la sociedad quedan reducidos a un modelo selectivo: bueno es lo que se impone, existir significa imponerse. El hombre no vive ya como creación, sino como producto de la selección.
Sin embargo, también hay que preguntarse: “¿cómo hacer para que la conciencia no se engañe a sí misma y justifique (de esa manera) nuevos atropellos?
La fuerza de la conciencia está en el dolor, su poder es el del crucificado; sólo así puede salvarse de convertirse ella misma en una forma esclavizante; sólo con el poder de la cruz se hace redentora la conciencia; su misterio está en su debilidad y tiene que seguir siendo débil en este mundo para poder ser ella misma. A mi parecer, únicamente desde esta perspectiva se puede comprender de manera adecuada la postura del Nuevo Testamento acerca del poder político.
El Nuevo Testamento está escrito desde la situación minoritaria de la Iglesia cristiana en lento crecimiento, y su preocupación es la definición y salvaguarda de una identidad cristiana en situación de impotencia política y no la estructuración de un poder político cristiano. Sin embargo, el Evangelio contiene el elemento decisivo del que hay que partir siempre. Con la afirmación de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, Jesús separa el poder imperial del divino. Jesús creó el espacio de la libertad de la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder, aunque fuera el del dios-emperador romano, quien de este modo queda reducido a un hombre-emperador, que se transformaría en bestia apocalíptica al pretender seguir apareciendo como dios y negar el espacio intangible de la conciencia. En tal sentido, estas palabras establecen los límites de cualquier poder humano y terreno y se anuncia la libertad de la persona que trasciende a todos los sistemas políticos. Por haber asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús, que con su sufrimiento dio testimonio de los límites del poder. El cristianismo no comenzó con un revolucionario, sino con un mártir. El plus de libertad que debe la humanidad a los mártires es infinitamente mayor que el que le hayan podido aportar los revolucionarios. Sufrir por amor a causa de la conciencia era precisamente el lema de su existencia
Tenemos, pues, necesidad de personas que resistan, como testigos, junto a esa frágil doncella que es la conciencia y que, contra todo abuso que se haga del hombre, protesten únicamente compartiendo el dolor de los oprimidos y poniéndose de parte del que sufre.
Pero ¿de qué sirve el mero sufrimiento? Esta es la objeción. Sin embargo, si analizamos las cosas en profundidad, se ve que la injusticia sólo puede ser vencida mediante el dolor, mediante el dolor voluntario, de quienes permanecen fieles a su conciencia, y de este modo, mediante su dolor y mediante su propia existencia, -dan claro testimonio de cuál es el objetivo que consigue cualquier poder. Progresivamente vamos descubriendo de nuevo qué significa que el sufrimiento de un ajusticiado constituya la redención del mundo, la superación del poder, y que precisamente cuando el poder desemboca en el sufrimiento es cuando de este sufrimiento nace la salvación del mundo.
Sólo un poder que procede del dolor puede ser un poder de salvación. El poder demuestra su grandeza en la renuncia al poder.