Marcelino Legido  (1935-2016)

La cadena del pecado es una cadena larga, que sale del corazón de los hombres, que encadena la comunidad, la tierra y la historia y que vuelve después sobre el corazón de los hombres, para encadenarlos más hondamente todavía.

A este camino del pecado, que empieza siendo pecado personal, para pasar a ser después pecado estructural, pecado del mundo, y retoma de nuevo provocando el pecado al corazón del hombre, lo llamamos el circulo del pecado. Pretendemos hacer nuestra búsqueda desde la mirada de Jesús. Así como el Padre conoce nuestros corazones (Lc 16,15), así también Él, conocía lo que hay en el hombre (Jn 2, 25) y sabía las pretensiones, que se encierran en él (Mt 9,4). Esta mirada a la luz de la mirada de Jesús, es decir en la lumbre de su misterio pascual, la queremos recoger primero en los escritos sinópticos, para pasar después a los textos de las comunidades de Pablo y de Juan.

1.- Los esclavos en el señorío del mundo

El corazón del hombre no está cerrado sobre sí mismo, no se basta tampoco a sí mismo. Está abierto, porque es la libertad, don que puede darse y que al tiempo necesita que otro se le dé. El corazón del hombre es gracia, que puede darse en gracia y puede acoger la gracia. Por eso está no sólo abierto, sino proyectado fuera de sí. Es un corazón extático, salido de sí mismo, tenso hacia alguien. El corazón en su pre-tensión necesita encontrar un tesoro. Donde está tu tesoro ahí está tu corazón (Mt 6, 21). La última pretensión del corazón que es gracia, hechura del Señor, es acoger la gracia del Señor, en la obediencia a Él para el servicio de los hermanos. Pero como el corazón es libre, puede cambiar de tesoro. En este caso nos encontramos ante la idolatría.

Normalmente los hombres buscan su tesoro en la tierra y concretamente en el dinero (Mt 6, 19.24). Quieren tener más que los otros, poder más que los otros, ser más que los otros. Han hecho de su ser, su tener y su poder. Han roto el amor al Padre, negándose la obediencia y se han entregado a los ídolos, en forma radical de obediencia. Ahora los ídolos les seducen con la seducción de la riqueza (Me 4. 19) y el fondo del corazón se transfigura en pecado. La idolatría se convierte en ambición y en opresión. Los que tienen el dinero o se han confiado al dinero (Mc 10,23-24), se llenan ahora por dentro de inquietud.

Son las preocupaciones de la vida (Mt 6, 25), preocupaciones que salen fuera de palabra y de obra. De la abundancia de! corazón habla la boca (Mt 12,34). Del fondo del corazón sale todo lo que en él se encierra, la realidad sombría y misteriosa del pecado. En lo más dentro se arraigan la arrogancia y la ambición, que le han hecho perder al hombre la luz. Por eso del interior nacen los malos razonamientos y la mirada perversa. Y de ellos brotan la blasfemia, como forma del paso a la idolatría y las fornicaciones, el engaño, los robos y los asesinatos, como formas de ejercer la opresión hasta sus últimas consecuencias (Me 7, 21-22).

a) El señorío de Satanás

Cuando el hombre que está llamado a ser hijo, rompe el amor del Padre, no pasa a ser señor de sí mismo, sino esclavo de otro señor, que domina el mundo. Nadie puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará a otro, o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero (Mt 6,24). El hijo, que abandona la casa, se pone a servir en tierra extraña, en casa de un amo, que le toma como criado, para guardar sus animales (Le 15. 14-15). Este paso de la casa de los hijos a la casa de los esclavos indica cómo el acontecimiento del pecado inaugura nuevas relaciones en la comunidad y en el mundo. Es un cambio de señorío. Jesús, tomando las imágenes de su mundo, ha descrito al señor de este señorío como a Satanás, cuyo reinado se opone radicalmente al avance del reino del Padre, que Él lleva adelante. Y como se hizo en todo semejante a nosotros y se dejó tentar por el Maligno, pudo oír de él la propuesta de cambiar el encargo de la gracia, que el Padre le había hecho, por el mesianismo político, que usa las mismas armas de este mundo, como un ligero cambio en la toma del poder. A manos de Satanás pasan los hijos, que rompen con la casa del Padre. Ceden a su tentación y se entregan a su señorío, que configura los reinos de este mundo, en su construcción histórica.

El diablo tomó a Jesús y le mostró todos los reinos de la tierra habitada en un punto del tiempo y le dijo: Te daré todo este poder y la gloria de ellos, porque a mi se me ha entregado y a quien yo quisiere, lo doy (Lc 4. 5-6). En esta formulación se descubre que ante la mirada de Jesús, aparece la tierra dominada por el emperador, como tierra demonizada, dominada por poderes satánicos, incluso encabezada por el Príncipe de este mundo (2 Cor 4,4). Es una comprensión corriente en la Iglesia primitiva, que ve en el poder político imperial la antítesis al señorío de Cristo.

Sorprende la expresión porque a mí se me ha entregado (Lc 4, 6). Este señorío no ha existido desde siempre. Es un poder comenzado y delegado.

¿Quién ha entregado al diablo el dominio sobre el cosmos? En principio parece que ha sido el hombre. Según hemos visto en la escena del paraíso, la desobediencia y el desarraigo del Padre ha introducido la destrucción en el mundo. Pero por otra parte este poderío aparece como una tuerza tan soberana, que sobrepasa las fuerzas del hombre y se sitúa frente a él. Con lo cual parece que ha sido el mismo Señor, quien ha consentido no sólo que los hombres vivan según los deseos de su corazón, sino que el señorío del mal se haga fuerte en el mundo. Sería un poder delegado, que en su oposición, ayudaría al desbordamiento de la gracia en la plenitud de los tiempos.

b) Con atractivos y con golpes

La tierra del señorío de este mundo es una casa de servidumbre. El hombre se ha desarraigado del Padre y se ha puesto de rodillas delante del diablo. Pero a su vez el diablo actúa sobre los hombres, que quieren entrar a su propio terreno. El Padre sembró buena semilla en el campo. Pero vino un enemigo y sobresembró cizañas en medio del trigo (Mt 13, 25). Este enemigo es Satanás. El campo es el mundo. Las cizañas son los hijos del mal (Mt 13, 38-40). De esta forma el mundo es un campo, en donde actúa al tiempo la fuerza de la gracia y la fuerza del pecado, el trigo y la cizaña. De momento deberán crecer juntos hasta el día de la siega (Mt 13, 27-30). Pero la presencia del diablo en el mundo, no es la coexistencia pacífica. En las parábolas muestra Jesús, y la comunidad después escucha y relee, que el poder del Maligno actúa sobre los hombres y hasta sobre los mismos discípulos. Este poder cósmico del Príncipe de este mundo actúa en mediaciones históricas, a través de las instituciones y de los hombres, que se ofrecen a ser instrumentos para llevar adelante este poderío de la injusticia y de la opresión. Los hijos del mal harán la guerra a los hijos del reino.

Esta vuelta de las fuerzas del pecado del mundo sobre los hombres e incluso sobre los creyentes aparece en la explicación de la parábola del sembrador, que recoge desde luego no sólo las palabras de Jesús, sino las experiencias de la comunidad primitiva (Me 4,13-20). El diablo intenta incluso arrancar la palabra del evangelio, para que no alcance la profundidad del corazón. Se ve por tanto cómo su fuerza puede actuar hasta en lo más íntimo del hombre. Sus caminos son dos: los golpes y los atractivos. Efectivamente el poder del mundo pone a prueba a los hombres sometiéndoles a una tentación, que consiste en la tribulación (Me 4, 17). Pero actúa también por la seducción del dinero y del bienestar: Las preocupaciones del mundo, la seducción de la riqueza y las pasiones por las demás cosas yendo hasta dentro (Me 4, 19). Las preocupaciones… y los placeres de la vida (Le 8, 14) empujaban a los hombres a configurarse con este mundo que ambiciona el dinero y el bienestar, aunque otros padezcan la pobreza y así se disculpan de sentarse a compartir en la mesa del Reino, que ha empezado ya, donde los pobres están invitados a servir en primer lugar (Lc 6, 24-26). Con seducción y persecución actúa en el hombre el pecado del mundo. 

2.- Las cadenas que atan a todos

Pablo ha llegado a penetrar la hondura del pecado desde el misterio pascual del Señor: Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros (Gál 3, 13). Efectivamente a quien no conocía pecado, le hizo Dios pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él (2 Cor 5,21). Bajo el rostro del Cristo pascual, en la mesa de la eucaristía, se le desvela por entero la realidad y la dinámica del pecado. Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios… Pero ahora son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su sangre (Rom 3, 23-25). Desde la nueva creación iniciada en la pascua del Señor, Pablo comprende la historia del pecado, como la historia del desbordamiento en derroche de la gracia. Pero ¿cómo es que floreció el pecado en la tierra y en la humanidad, que estaba radiante con la gloria de Dios desde la primera hora de la creación? Todo partió de que el hombre se cerró al amor.

a) La impiedad y la ambición del corazón

El hombre salió de las manos de Dios, arraigado en una comunidad y en un mundo, para hacer una historia de gratitud y gratuidad. Él es como diseño del Hijo, imagen y gloria de Dios (1 Cor 11, 7). Su vocación sería acoger la gracia y compartirla y realizarla en el agradecimiento. Pero para ello tenía que permanecer con las manos abiertas, acogiendo, ofreciendo y glorificando la gracia. Sin embargo no quiso ser para darse, sino ser para serse. Más que don, quiso ser propiedad. Más que en salida, quiso vivir en entrada, más que en éxtasis en autonomía. Por eso cerró las manos para ser él mismo, por sí mismo, para sí mismo. Fue un acto violento. Los hombres intentaron aprisionar la verdad entre sus manos cerradas, obrando la injusticia (Rom 1, 18). Se arrancaron de las manos del Señor, para pasarse a sus propias manos. Pero como esto no es posible, porque son gracia creada, finita y frágil, tuvieron que divinizar a los ídolos, que les permitieran serse a sí mismos y vivir para sí mismos, aunque fuera a costa de los otros. Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, ante bien se ofuscaron en su razonamiento y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible (Rom 1,21-23).

¿Qué ha sucedido, entonces, en el corazón del hombre, que es el centro mismo de su ser? Al cerrar las manos, intentando apuñar la gloria, en la que él mismo era, el hombre ha pretendido serse a sí mismo. Ha sido un increíble rompimiento con el amor que recibía del Padre y al Padre había de agradecer en alabanza. Fue una impiedad en la forma de desobediencia (Rom 1, 18). Pero sus manos cerradas no podían sostenerse a sí mismas. Necesitaban tener más, poder más, saber más. Y esto sólo podría ser a costa de los otros. La impiedad llevaba consigo la ambición, la desobediencia llevaba consigo la apropiación. Apropiarse de los hermanos, robarles sus bienes, prostituir su ser, dar muerte a su vida (Rom 1, 26-32). La divinización del hombre, para llegar a ser por sí mismo, era la aventura del paraíso. Arrebatar la gracia. No recibirla, sino crearla y serla. Pero el hombre da todavía un paso más allá. Traspasa su absoluto señorío a algo friera de sí, que pudiera sustentarlo en su propósito y legitimarlo en su tarea. Este algo no podía ser más que la creatura. Era cambiar al Creador por la creación (Rom 1, 25), lo incorruptible por lo corruptible, la gloria por la imagen, la verdad por la falsedad. ¿Es posible esto al hombre? Sí. El Padre le había creado a su imagen, y respetó los deseos de su corazón (Rom 1,24 .26.28).

b) Los principados y potestades del mundo

El pecado ha nacido en los corazones de los hombres y ha actuado en sus hechos, pero ha pasado a la comunidad y al mundo. El hombre no existe desligado. Su ser tiene raíces en la humanidad y en el cosmos. Es un ser en comunidad, un ser en el mundo y ser en la historia. Sus manos cerradas van a configurar la familia, la casa y el camino. Pablo lo ha subrayado con energía. Por un solo hombre entró el pecado en el mundo (Rom 5, 12). El mundo es el hogar por donde hace su historia la familia humana. No tiene origen divino, como pensaban los griegos. Ha sido creado por el Padre en las manos de su Hijo. Todo ha sido creado para que fuera el hogar encabezado por el Hijo, es decir, puesto por entero al servicio de todos sus hermanos. Pero los hijos son personas libres. Son el centro y la cumbre del mundo. Pueden decidir su destino. Pueden llevar el mundo a su plenitud o abismarlo en su anulación. Increíblemente pueden construir el mundo, en contra del proyecto del Padre, pues el Padre lo ha puesto en sus manos (Rom 8, 20). Ante la mirada misericordiosa del Padre, la peor perversión del mundo es que el mundo deje estar al servicio de los hombre y que los hombres estén al servicio del mundo. Que el mundo sea el señor y que ellos sean esclavos. Que el mundo deje de ser la casa de filiación y de la fraternidad, para convertirse en la casa de la servidumbre.

El mundo es el marco de los cielos y la tierra, que se ha convertido en el escenario de la historia. Para los griegos e incluso para los judíos, aunque en forma distinta, el mundo se entiende desde la ley. El problema está en quien hace la ley, quién la juzga y quién la ejerce. Para Pablo que está admirando la nueva creación nacida en la pascua del Señor, el mundo griego y el mundo judío, con sus leyes, están dominados por la opresión y la enemistad. Los hombres no pueden ser libres ni hermanos. Es que el pecado del corazón ha pasado a configurar el mundo. La idolatría y la opresión han configurado un mundo que se cree autónomo y divinizado, donde la opresión se ha hecho ley. Un muro de división separa a unos de otros. Además a una y otra parte del muro, las cadenas atan a unos y a otros. La aventura emprendida por el hombre al querer serse a sí mismo ha intentado construir un mundo, con unas estructuras, donde la independencia se haga posible. Pero un mundo así consagra la enemistad y la esclavitud. Pues si se existe desde él, hay que existir en el enfrentamiento, que aboca a la arrogancia y la marginación. La creación se ha pervertido. Los elementos del mundo (Gál 4,3), los principados y potestades (1 Cor 2, 8) son ahora fuerzas cósmicas de enfrentamiento y opresión que dominan a todos. El pecado se ha enseñoreado del mundo. Ha comenzado a reinar y ha repartido los papeles. Poco importa que unos tengan el papel de verdugos y otros de víctimas. Todos en realidad tienen el  papel de víctimas, pues todos están bajo el dominio del pecado (Rom 3, 10).

c) El mundo que actúa en la carne

En otro tiempo vivisteis según el proceder de este mundo, según el príncipe del imperio del aire, el espíritu que actúa en los hijos de la rebeldía. Entre ellos vivíamos también todos nosotros, en otro tiempo, en medio de las concupiscencias de nuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos, destinados como los demás por naturaleza a la cólera (Ef 2,1-3 ). Este texto tan denso expresa muy bien el círculo del pecado, que estamos pretendiendo descifrar. Este mundo es un ámbito de poder, un señorío que encuadra la historia humana, provocándola a caminar según este mundo (2, 2). El príncipe del imperio personifica los poderes del mundo empecatado. Si a este imperio se le llama aire o atmósfera es para indicar con una imagen el horizonte en donde se mueve el mundo, el clima espiritual que lo alienta y configura, el espíritu que actúa en los hijos rebeldes, que existen en la desobediencia. El aliento de este señorío actúa en la existencia de los hombres, que hacen camino en el mundo. Actúa en su corazón y en su pensamiento. Y les provoca a ser por sí mismos para sí mismos, es decir, a vivir para sí, en sus apetencias y concupiscencias. Les provoca a dejar de ser hijos y hermanos, en un camino que parece conducirles a la vida, pero que en realidad les despeña en la muerte.

El hombre que se había cerrado al amor, provocado ahora por el mundo, se cierra más todavía. Es provocado a vivir según la carne. Por carne Pablo no entiende la sexualidad, sino la existencia creada del hombre, en su solidaridad con la comunidad humana y en su inserción en el mundo. La creaturalidad lleva consigo la fragilidad. Pero al cerrarse sobre sí la carne se afirma en su rebeldía ante el Padre y en su apropiación de los hermanos. Ahora la carne viene a ser la carne del pecado. Las fuerzas del pecado cósmico empujan al hombre a cerrarse más sobre sí, para integrarse plenamente en su señorío. En este campo de guerra, en donde se pelean los hombres como esclavos y enemigos tomarán más parte en la lucha que parece constituir el mundo, cuanto más se adhieran al proyecto histórico que el mundo propone. Pero en la propuesta de autonomía, subyace la dominación. El hombre ya no es dueño de sí mismo. No hace el bien que quiere sino el mal que no quiere (Rom 7, 15.19). Está bajo otro señor, en otro señorío. El que obra ya no es él, sino su señor con él. El pecado que habita en mí (Rom 7,18.20). De esta forma también el hombre por dentro se convierte en un campo de guerra. La división de los señoríos no se da sólo fuera del hombre, sino en el hombre mismo, pues está inserto en dos historias, bajo dos señores, en dos ámbitos de poder. Esta situación alcanza incluso a los hermanos, que se han incorporado a la comunidad de Jesús, hasta que triunfe plenamente en ellos la victoria de la gracia. Por eso el hombre, portavoz de toda la humanidad confiesa: Yo soy de carne, vendido al poder del pecado (Rom 7, 14).

3.- Las sombras, que envuelven a todos

También Juan ha descubierto la hondura del pecado desde la entrega que el Padre ha hecho de su Hijo al mundo. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). En el Hijo entregado aparece vencido y arrancado el pecado. El se manifestó para quitar los pecados (1 Jn 3,5). Y lo hizo ofreciéndose a sí mismo como expiación por nosotros. He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Jn 2, 2). Pues el amor ha consistido no en que nosotros hayamos amado al Padre, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4,10). El, el Hijo del amor, lleno de ternura y fidelidad, aquel en quien no hay pecado (1 Jn 3, 5), se ha entregado por nosotros, en vez de nosotros y en la hondura del pecado del mundo. Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo, para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 17). Él, que es la gracia, es la luz del mundo. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas (Jn 1, 4). Por eso Juan entenderá el pecado como sombra.

 

Marcelino Legido (sacerdote- filosofo)

 

 

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